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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El jugador (57 page)

BOOK: El jugador
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Gurgeh se aferró a los brazos del asiento. El infierno aullaba en el cielo alrededor del castillo. Las hojas giraban en el salón como una diluvio reseco que no terminaría jamás. Nicosar se detuvo delante de Gurgeh. El Emperador sonreía.

–¿Sorprendido? –gritó para hacerse oír por encima del estrépito de la tormenta.

Gurgeh apenas podía hablar.

–¿Qué has hecho? ¿Por qué? –graznó pasados unos momentos.

Nicosar se encogió de hombros.

–He convertido el juego en realidad, Gurgeh.

Sus ojos recorrieron el salón inspeccionando la carnicería. Estaban solos. Los guardias se habían dispersado por el castillo para matar a todo aquel con quien se encontraran.

Había cadáveres por todas partes. En el suelo del salón y en las galerías, caídos sobre los bancos, encogidos en los rincones, formando X macabras sobre las losas con sus ropas puntuadas por los agujeros negruzcos del láser... El humo brotaba de la madera y las ropas; el repugnante olor dulzón de la carne quemada flotaba en el aire.

Nicosar alzó la pesada espada de doble filo en su mano enguantada y la contempló con una sonrisa melancólica. Gurgeh sintió una punzada de dolor que le atravesó las entrañas. Le temblaban las manos. Notó un extraño sabor metálico en la boca y al principio pensó que era el implante intentando abrirse paso por entre la carne que lo ocultaba, como si hubiera decidido reaparecer por alguna razón que ni tan siquiera podía adivinar, pero no tardó en comprender que no era el implante y, por primera vez en su vida, conoció el sabor del miedo.

Nicosar dejó escapar un suspiro casi inaudible y se irguió delante de Gurgeh. Su cuerpo pareció crecer hasta ocultarle todo el salón y extendió lentamente el brazo acercando la espada al pecho de Gurgeh.

«¡Unidad!», pensó. Pero Flere-Imsaho era una mancha de hollín en la pared.

«¡Nave!» Pero el implante que llevaba debajo de la lengua guardó silencio, y la
Factor limitativo
aún estaba a varios años luz de distancia.

La punta de la espada bajó un poco y quedó a unos centímetros del vientre de Gurgeh. Después empezó a subir y pasó lentamente sobre el pecho de Gurgeh hasta llegar a su cuello. Nicosar abrió la boca como si se dispusiera a decir algo, pero meneó la cabeza con una expresión vagamente irritada y se lanzó hacia adelante.

Gurgeh tensó los músculos de las piernas y sus pies se incrustaron en el vientre del Emperador. Nicosar se dobló sobre sí mismo y Gurgeh salió despedido del taburete cayendo hacia atrás. La espada pasó silbando por encima de su cabeza.

Gurgeh siguió rodando mientras el taburete se estrellaba contra el suelo y se levantó de un salto. Nicosar estaba medio encogido sobre sí mismo, pero no había soltado la espada. El Emperador fue tambaleándose hacia Gurgeh moviendo la espada de un lado a otro como si estuvieran separados por una muralla de enemigos invisibles. Gurgeh echó a correr, primero a un lado y después a través del tablero en una dirección que le llevaría hasta las puertas del salón. El telón de llamas que se alzaba sobre las ondulantes copas de los arbustos cenicientos engulló las nubes de humo negro que se apelotonaban al otro lado de las ventanas. El calor se había convertido en algo físico, una presión sobre la piel y los ojos. Gurgeh puso un pie sobre una pieza que el vendaval había hecho salir del tablero, perdió el equilibrio y cayó.

Nicosar fue hacia él.

El equipo de vigilancia y contramedidas electrónicas emitió un zumbido que subió rápidamente de intensidad y se convirtió en un chirriar casi insoportable. El humo empezó a brotar de la maquinaria adosada al techo y una aureola de cegadores relámpagos azulados bailoteó locamente a su alrededor.

Nicosar no se había dado cuenta de nada. El Emperador saltó sobre Gurgeh, quien consiguió esquivar la embestida. La espada se incrustó en el tablero a unos centímetros de su cabeza. Gurgeh se incorporó y saltó sobre una de las pirámides. Nicosar se lanzó en pos de él pisoteando las cartas y esparciendo las piezas.

El equipo suspendido del techo estalló y cayó sobre el tablero envuelto en un diluvio de chispas. La masa de metal humeante se estrelló contra el centro del terreno multicolor a pocos metros de Gurgeh, quien se vio obligado a detenerse y dar la vuelta. Se encaró con Nicosar.

Algo blanco que se movía muy deprisa hendió el aire.

Nicosar alzó la espada por encima de su cabeza.

Un campo verde y amarillo se estrelló contra la hoja partiéndola en dos mitades. Nicosar sintió la súbita alteración en el peso de la espada, alzó los ojos hacia ella y la incredulidad se adueñó de sus rasgos. La mitad superior de la hoja colgaba en el aire suspendida del diminuto disco blanco que era Flere-Imsaho.

–Ja, ja, ja.

La carcajada retumbó por todo el salón ahogando el rugir del viento.

Nicosar arrojó la empuñadura de la espada al rostro de Gurgeh. Un campo verde y amarillo la detuvo y la hizo volver por donde había venido. El Emperador se agachó con el tiempo justo de esquivarla. Nicosar se tambaleó sobre el tablero envuelto en una tempestad de humo y hojas que giraban locamente. Los arbustos cenicientos oscilaban de un lado a otro; el implacable avance del muro de llamas que se alzaba sobre sus copas creaba destellos de cegadora claridad blanca y amarilla que emergían por entre sus troncos.

–¡Gurgeh! –gritó Flere-Imsaho apareciendo de repente delante de su cara–. Quédate lo más encogido posible y hazte una bola. ¡Ahora!

Gurgeh hizo lo que le decía. Se acuclilló sobre el suelo y se envolvió el cuerpo con los brazos. La unidad se puso encima de él y Gurgeh vio el resplandor neblinoso del campo energético con que le envolvió.

El muro de arbustos cenicientos se estaba desintegrando. Los chorros de llamas se abrían paso por entre los troncos haciéndolos temblar y arrancándolos del suelo. El calor era tan intenso que Gurgeh sintió como si su carne intentara encogerse hasta quedar pegada a los huesos del cráneo.

Una silueta apareció entre las llamas. Era Nicosar, y blandía una de las enormes pistolas láser con que iban armados los guardias. El Emperador se puso junto a las ventanas, alzó el arma con las dos manos y apuntó cuidadosamente el cañón hacia Gurgeh. Gurgeh contempló el hocico negro del arma. Sus ojos fueron recorriendo aquel cañón tan grueso como su pulgar y subieron hasta posarse en el rostro de Nicosar justo cuando el ápice apretaba el gatillo.

Y se encontró contemplando su propio rostro.

Vio sus rasgos distorsionados el tiempo suficiente para darse cuenta de que la expresión de Jernau Morat Gurgeh en el instante que habría podido ser el de su muerte no era especialmente impresionante. Gurgeh sólo logró detectar sorpresa, aturdimiento y una mueca de perplejidad que casi rozaba la estupidez. El campo espejo se esfumó un instante después y volvió a ver el rostro de Nicosar.

El ápice no se había movido ni un centímetro de su posición anterior, pero su cuerpo oscilaba lentamente de un lado a otro y también había otro cambio. Gurgeh se dio cuenta de que algo andaba mal. El cambio era muy obvio, pero no tenía ni idea de en qué podía consistir.

El Emperador se fue inclinando hacia atrás y sus ojos se clavaron en la zona de techo ennegrecido por el humo de la que se había desprendido el equipo electrónico. El vendaval que entraba por las ventanas se apoderó de él y Nicosar fue inclinándose muy despacio hacia adelante. El peso del arma que sostenía en sus manos enguantadas le fue haciendo perder el equilibrio, y su cuerpo se acercó gradualmente al tablero.

Y Gurgeh vio el agujero negro, por el que habría podido caber un pulgar, que había en el centro de la frente del ápice, y los hilillos de humo que brotaban de él.

El cuerpo de Nicosar se derrumbó sobre el tablero dispersando las piezas.

El fuego invadió el salón.

La presa formada por los arbustos cenicientos cedió ante las llamas y fue sustituida por una inmensa ola de luz cegadora a la que siguió un chorro de calor tan potente y devastador como el golpe de un martillo. El campo que rodeaba a Gurgeh se oscureció y la estancia y las llamas se fueron desvaneciendo. Oyó un extraño zumbido que parecía venir desde lo más profundo de su cabeza y se sintió repentinamente vacío, exhausto y confuso.

Después el mundo desapareció y no hubo nada, sólo oscuridad.

 

Gurgeh abrió los ojos.

Vio que se hallaba en un balcón debajo de un saliente de piedra. La parte del suelo sobre la que se encontraba estaba limpia, pero el resto del balcón había quedado cubierto por un centímetro de ceniza gris oscuro. Las piedras sobre las que yacía estaban calientes; el aire era fresco y había mucho humo.

Se sentía muy bien. El cansancio había desaparecido, y ya no le dolía la cabeza.

Logró sentarse en el suelo. Algo cayó de su pecho y rodó por encima de las losas limpias hasta detenerse sobre la ceniza gris. Gurgeh se inclinó sobre aquel objeto brillante y lo cogió. Era el brazalete Orbital. El adorno no había sufrido ningún daño y seguía ofreciendo su microscópico ciclo día-noche. Gurgeh lo guardó en un bolsillo de su chaqueta. Inspeccionó su chaqueta, su cabellera y sus cejas. No había quemaduras, y no tenía ni un pelo chamuscado.

El cielo se había vuelto de un color gris oscuro y el horizonte estaba negro. Gurgeh alzó la cabeza, vio un pequeño disco de color púrpura y comprendió que era el sol. Se puso en pie.

La ceniza gris estaba empezando a quedar cubierta por una capa de hollín negro que caía de la oscuridad del cielo como un negativo de la nieve. Gurgeh caminó lentamente sobre las losas deformadas por el calor hasta llegar al final del balcón. El parapeto se había desprendido y Gurgeh se detuvo a unos centímetros del abismo.

El paisaje había cambiado. El muro amarillo de arbustos cenicientos que se extendía más allá del primer baluarte de la fortaleza confundiéndose con el horizonte ya no estaba. Sólo había tierra, una inmensa llanura entre negra y marrón que parecía haber sido calcinada dentro de un horno inmenso y estaba cubierta por grietas y fisuras que la ceniza gris y la lluvia de hollín aún no habían tenido tiempo de rellenar. La llanura desolada se extendía hasta el horizonte. Algunas fisuras aún dejaban escapar hilillos de humo que trepaban hacia el cielo como si fuesen los fantasmas de los árboles hasta que las ráfagas de viento los deshacían. El baluarte estaba ennegrecido y algunos tramos se habían derrumbado dejando grandes brechas.

El castillo parecía tan maltrecho como si hubiese soportado un asedio muy prolongado. Unas cuantas torres se habían derrumbado y muchos apartamentos, edificios de oficinas y salones habían perdido el techo. Las ventanas calcinadas por las llamas sólo mostraban el vacío que había detrás de ellas. Gruesas columnas de humo brotaban perezosamente de las ruinas enroscándose sobre sí mismas como palos de bandera diseñados por un artista amante de las extravagancias hasta llegar a las cimas de las torres y baluartes que seguían en pie, donde el viento las atrapaba para convertirlas en banderas y estandartes.

Gurgeh caminó sobre la blanda nevada de hollín negro hasta llegar a los ventanales del salón. Sus pies no hacían ningún ruido. Los copos de hollín le hicieron estornudar, y le escocían los ojos. Entró en el salón.

Las piedras aún no se habían desprendido del calor de las llamas. El salón era como un gigantesco horno sumido en las tinieblas. Los restos deformados del tablero yacían entre las vigas y los cascotes. Su arco iris de colores había quedado reducido al gris y el negro, y los levantamientos y ondulaciones creados por las llamas habían despojado de todo sentido a la topografía cuidadosamente equilibrada de zonas altas y llanuras.

Los fragmentos de vigas y los agujeros en el suelo y las paredes indicaban el lugar donde habían estado las galerías de observación. El equipo electrónico de vigilancia y contramedidas que se había desprendido del techo era una masa de metal semiderretido que ocupaba todo el centro del tablero y hacía pensar en una torpe imitación de montaña cubierta de ampollas y burbujitas reventadas.

Gurgeh se volvió hacia la ventana junto a la que había estado Nicosar y cruzó la crujiente superficie del tablero. Se inclinó y las punzadas de dolor que atravesaron sus rodillas le hicieron lanzar un gruñido ahogado. Extendió la mano hacia el punto en que un remolino de la tempestad de fuego había acumulado un montoncito cónico de polvo junto al ángulo formado por la pared y una nervadura del techo. El montoncito de polvo casi rozaba el tablero, y cerca había una masa de metal ennegrecido en forma de L que podría haber sido cuanto quedaba de un láser.

La ceniza gris blanquecina estaba caliente y era muy suave al tacto. Gurgeh deslizó los dedos entre ella y encontró un trocito de metal en forma de C. El anillo a medio derretir aún conservaba los soportes que habían sostenido la joya, pero la piedra había desaparecido. El soporte parecía un cráter irregular pegado al metal. Gurgeh contempló el anillo en silencio durante unos momentos, sopló sobre él para quitarle la ceniza y lo hizo girar unas cuantas veces entre sus dedos. Después volvió a dejarlo sobre el montoncito de polvo. Se quedó inmóvil como si no supiera qué hacer y acabó metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta. Sacó el brazalete Orbital y lo colocó sobre el pequeño cono de polvo gris. Después se quitó los dos anillos detectores de venenos y los colocó junto al brazalete. Recogió un puñado de cenizas calientes con la palma de la mano y lo contempló en silencio.

–Buenos días, Jernau Gurgeh.

Gurgeh giró sobre sí mismo, se puso en pie y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta tan deprisa como si le hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. El diminuto cuerpo blanco de Flere-Imsaho entró flotando por la ventana. La pequeñez de sus dimensiones, su limpieza y la exactitud de sus líneas resultaban extrañamente incongruentes en aquel reino de metales fundidos y madera calcinada. Un objeto gris que tendría el tamaño del dedo de un bebé salió despedido del suelo cerca de los pies de Gurgeh y flotó hacia la unidad. Gurgeh vio abrirse una escotilla en el inmaculado cuerpo de Flere-Imsaho y el mini proyectil desapareció dentro de ella. Una parte del cuerpo de la máquina giró suavemente sobre sí misma y se detuvo.

–Hola –dijo Gurgeh, y fue hacia la unidad. Sus ojos recorrieron lentamente las ruinas del salón y acabaron posándose en Flere-Imsaho–. Bien... Espero que tendrás la amabilidad de contarme lo que ha ocurrido.

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