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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (35 page)

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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—¿Quién?

—Una mujer desnuda, varios hombres. Lo último que dijo fue: «Palabras extranjeras en la noche.» Mi camarada y yo estábamos aterrorizados. ¿Por qué tanta violencia…? ¿Era necesario alertar a los soldados encargados de la vigilancia de la gran pirámide? Mi colega se opuso, convencido de que tendríamos problemas. Tal vez, incluso, iban a acusarnos. Los otros tres veteranos habían muerto… Mejor era callar, fingir no haber visto nada, no haber oído nada. Regresamos a nuestro puesto. Cuando la guardia diurna nos relevó, al amanecer, descubrió la matanza. Fingimos estar asustados.

—¿Sanciones?

—Ninguna. Nos jubilaron y nos enviaron a nuestras aldeas de origen. Mi camarada se hizo panadero, yo pensaba reparar carros. Su asesinato me obligó a ocultarme.

—¿Asesinato?

—Era extremadamente prudente, sobre todo con el fuego. Tuve la seguridad de que le habían empujado. El drama de la esfinge nos persigue. No nos creyeron. Están convencidos de que sabemos demasiado.

—¿Quién os interrogó en Gizeh?

—Un oficial superior.

—¿Se puso en contacto el general Asher?

—No.

—Vuestro testimonio será decisivo durante el proceso.

—¿Qué proceso?

—El general avaló un documento certificando que vos y vuestros cuatro compañeros habíais muerto en un accidente.

—Mejor así, ya no existo.

—Si yo os he encontrado, otros lo lograrán también. Testimoniad y seréis libre de nuevo.

El transbordador estaba atracando.

—No… No lo sé. Dejadme en paz.

—Es la única solución; por vos mismo y por la memoria de vuestros compañeros.

—Mañana por la mañana, en el primer paso, os daré mi respuesta.

El barquero saltó a la orilla y ató un cabo en una estaca.

Pazair, Kem y el babuino se alejaron.

—Vigilad a este hombre durante toda la noche.

—¿Y vos?

—Iré a dormir a la aldea más cercana. Volveré al amanecer.

Kem vaciló. La orden recibida le desagradaba. Si el barquero había hecho revelaciones a Pazair, el juez estaba en peligro. No podía encargarse de la seguridad de ambos.

Kem eligió a Pazair.

El devorador de sombras había asistido a la travesía del transbordador, bañado por los fulgores del poniente. El nubio a popa, el juez junto al barquero.

Extraño.

Uno junto a otro contemplaban la otra orilla. Sin embargo, los pasajeros eran poco numerosos, disponían de mucho espacio. ¿Por qué aquella proximidad, si no para conversar?

Barquero… La más visible y la menos notable de las profesiones.

El devorador de sombras se arrojó al agua y atravesó el Nilo dejándose llevar por la corriente. Cuando llegó a la otra orilla, permaneció largo tiempo oculto entre las cañas y observó los alrededores. El barquero dormía en una choza de tablas.

Ni Kem ni su babuino merodeaban por allí.

Esperó algún tiempo, se aseguró de que nadie vigilara la choza. Rápidamente, entró y pasó un lazo de cuero por el cuello del veterano, que se despertó sobresaltado.

—Si te mueves, eres hombre muerto.

El barquero no daba la talla. Levantó el brazo derecho en señal de sumisión. El devorador de sombras aflojó un poco la presa.

—¿Quién eres?

—El… el barquero.

—Una mentira más y te estrangulo. ¿Veterano?

—Sí.

—¿Destino?

—Ejército de Asia.

—¿Tu último destino?

—La guardia de honor de la esfinge.

—¿Por qué te ocultas?

—Tengo miedo.

—¿De quién?

—Lo… lo ignoro.

—¿Tienes un secreto?

—¡Ninguno!

El lazo mordió sus carnes.

—Una agresión, en Gizeh. Una matanza. Atacaron la esfinge, mis camaradas murieron.

—¿El asaltante?

—No vi nada.

—¿Te ha interrogado el juez?

—Sí.

—¿Sus preguntas?

—Las mismas que las vuestras.

—¿Tus respuestas?

—Me ha amenazado con el tribunal, pero no he dicho nada. No quiero problemas con la justicia.

—¿Qué le has dicho?

—Que era un barquero, no un veterano.

—Excelente.

Apartó el lazo. Cuando el veterano, aliviado, se acariciaba su cuello dolorido, el devorador de sombras lo derribó de un puñetazo en la sien. Sacó el cuerpo de la choza, lo arrastró hasta el río y mantuvo la cabeza del barquero bajo el agua durante largos minutos. Luego dejó el cadáver flotando junto al transbordador.

En verdad, un simple ahogado.

Neferet preparaba una receta para Sababu. La prostituta se cuidaba seriamente y el mal mejoraba. Sintiéndose de nuevo vigorosa, liberada de los ardientes ataques de la artritis, había solicitado a su médico autorización para hacer el amor con el portero de su casa de cerveza, un joven nubio perfectamente sano.

—¿Puedo molestaros? —preguntó Pazair.

—Estaba concluyendo mi jornada.

Neferet tenía los rasgos descompuestos.

—Trabajáis demasiado.

—Una fatiga pasajera. ¿Noticias de Nebamon?

—No se ha manifestado.

—Una calma engañosa.

—Eso me temo.

—¿Y vuestra investigación?

—Avanza a grandes pasos, aunque fui suspendido por el decano del porche.

Pazair contó sus infortunios mientras ella se lavaba las manos.

—Estáis rodeado de amigos. Nuestro maestro Branir, Suti, Bel-Tran… tenéis mucha suerte.

—¿Os sentís sola acaso?

—Los aldeanos me facilitan la tarea, pero no puedo pedir consejo a nadie. A veces, es duro.

Se sentaron en una estera, frente al palmeral.

—Parecéis conmovido.

—Acabo de identificar a un testigo fundamental. Sois la primera persona en saberlo.

La mirada de Neferet no se desvió. Pazair leyó en ella atención, si no afecto.

—Pero pueden impediros progresar, ¿no es cierto?

—No me importa. Creo en la justicia como vos creéis en la medicina.

Sus hombros se tocaron. Petrificado, el juez contuvo la respiración. Como si no fuera consciente de aquel contacto furtivo, Neferet no se apartó.

—¿Llegaríais a sacrificar vuestra vida para obtener una verdad?

—Si fuera necesario, no vacilaría.

—¿Seguís pensando en mí?

—A cada instante.

Su mano rozó la de Neferet, se posó sobre ella, ligera, imperceptible.

—Cuando estoy cansada, pienso en vos. Suceda lo que suceda, parecéis indestructible y seguís vuestro camino.

—Es sólo una apariencia, la duda me atenaza a menudo. Suti me acusa de ingenuidad, para él sólo cuenta la aventura. En cuanto planea la costumbre, está dispuesto a cometer cualquier locura.

—¿Vos la teméis también?

—Es una aliada.

—¿Un sentimiento puede durar muchos años?

—Toda una vida si, más que un sentimiento, es un compromiso de todo el ser, la certidumbre de un paraíso, una comunión alimentada por los amaneceres y los ocasos. Un amor que se degrada no es más que una conquista.

Ella inclinó la cabeza hacia su hombro, los cabellos acariciaron su mejilla.

—Poseéis una extraña fuerza, Pazair.

Era sólo un sueño, fugaz como una luciérnaga en la noche tebana, pero iluminaba su vida.

Tendido de espaldas, con los ojos fijos en las estrellas, había pasado la noche en blanco en el palmeral. Intentaba preservar el breve instante en el que Neferet se había abandonado antes de despedirle y cerrar su puerta. ¿Significaba aquello que la muchacha sentía por él cierta ternura o revelaba una simple fatiga? Al pensar que ella aceptaría su presencia y su amor, aun sin compartir su pasión, se sentía tan ligero como una nube de primavera y tan ardiente como una incipiente crecida.

A pocos pasos, el babuino policía comía dátiles y escupía los huesos.

—¿Tú aquí? Pero…

La voz de Kem brotó a sus espaldas.

—He decidido velar por vuestra seguridad.

—¡Al río, rápido!

Nacía el día.

En la orilla había un grupo de gente.

—Apartaos —ordenó Pazair.

Un pescador había sacado el cadáver del barquero que se alejaba arrastrado por la corriente.

—Tal vez no sabía nadar.

—Habrá resbalado.

Indiferente a los comentarios, el juez examinó aquel cuerpo.

—Es un crimen —declaró—. En su cuello se ve la marca de un lazo; en su sien derecha, la de un violento puñetazo. Ha sido estrangulado y golpeado antes de ahogarse.

CAPÍTULO 35

E
l asno, cargado de papiro, pinceles y paletas, guiaba a Pazair por los arrabales de Menfis. Si
Viento del Norte
se equivocaba Suti rectificaría; pero el cuadrúpedo hizo honor a su reputación. Kem y el babuino completaban el cortejo que se dirigía al cuartel donde actuaba Chechi. Era por la mañana, pronto, y el químico trabajaba en palacio; el camino estaba libre.

Pazair estaba furioso. El cadáver del barquero, llevado al puesto de policía más próximo, había sido objeto de un aberrante informe por parte de un tiranuelo local. Éste no admitía crimen alguno en su territorio por miedo a que le degradaran; en vez de aprobar las conclusiones del juez, había considerado que el barquero había muerto ahogado. A su entender, las heridas en la garganta y en la sien eran accidentales. Pazair había hecho constar argumentadas reservas.

Antes de partir hacia el norte sólo había visto unos momentos a Neferet. Numerosos pacientes la solicitaban desde primeras horas del día. Se habían limitado a triviales palabras y a un intercambio de miradas, en las que él había visto aliento y complicidad.

Suti estaba jubiloso. Su amigo se decidía, por fin, a actuar.

En el cuartel, muy apartado de los principales establecimientos militares de Menfis, no reinaba la menor animación. No había ni un solo soldado haciendo instrucción, ni un solo caballo adiestrándose

Suti, marcial, buscó al centinela que vigilaba la entrada. Nadie impedía el acceso al edificio, bastante deteriorado. Sentados en un murete de piedra, dos ancianos charlaban.

—¿Qué cuerpo de ejército reside aquí?

El de más edad soltó la carcajada.

—Regimiento de veteranos y lisiados, muchacho. Nos almacenan aquí antes de enviarnos a provincias. Se acabaron los caminos de Asia, las marchas forzadas y las raciones insuficientes. Pronto un huertecillo, una sirvienta, leche fresca y buenas legumbres.

—¿Y el responsable del cuartel?

—En el barracón, detrás del pozo.

El juez se presentó ante un fatigado oficial.

—Las visitas son bastante raras.

—Soy el juez Pazair y deseo registrar vuestros almacenes.

—¿Almacenes? No comprendo.

—Un tal Chechi ocupa un laboratorio en este cuartel.

—¿Chechi? No le conozco.

Pazair describió al químico.

—¡Ah, ése! Viene por la tarde y pasa la noche aquí, es cierto. Ordenes superiores. Yo las cumplo.

—Abridme los locales.

—No tengo la llave.

—Acompañadnos.

Una sólida puerta de madera impedía el acceso al laboratorio subterráneo de Chechi. En una tablilla, Pazair anotó el año, el mes, el día y la hora de su intervención, así como una descripción de los lugares.

—Abrid.

—No tengo derecho a hacerlo.

—Yo os cubro.

Suti ayudo al oficial. Con una lanza forzaron el cerrojo de madera.

Pazair y Suti entraron. Kem y el babuino montaban guardia.

Hogar, hornillos, reserva de carbón vegetal y cortezas de palma, recipientes para fundición, útiles de cobre, el laboratorio de Chechi parecía bien equipado. Reinaban el orden y la limpieza. Un rápido registro permitió a Suti echar llano a la misteriosa caja transferida de un cuartel a otro.

—Estoy excitado como un adolescente ante su primera cita.

—Un momento.

—¡No podemos detenernos tan cerca del objetivo!

—Redacto un informe: estado del lugar y emplazamiento del objeto sospechoso.

En cuanto Pazair dejó de escribir, Suti quitó la tapa de la caja.

—¡Hierro… lingotes de hierro! Y no un hierro cualquiera.

Suti sopesó un lingote, lo palpó, lo humedeció con su saliva y lo rascó con la uña.

—No procede de las rocas volcánicas del desierto del Este. Es el de la leyenda que nos contaban en la aldea, ¡hierro celeste!

—Meteoritos —afirmó Pazair.

—Una verdadera fortuna.

—Con este hierro, los sacerdotes de la Casa de la Vida moldean las cuerdas metálicas que utiliza el faraón para subir al cielo. ¿Cómo puede estar en posesión de un simple químico?

Suti estaba fascinado.

—Conocía sus características, pero nunca imaginé que podría tenerlo entre las manos.

—No nos pertenece —recordó Pazair—. Es una pieza de convicción; Chechi tendrá que explicar su procedencia

En el fondo de la caja, una azuela de hierro. El instrumento de carpintero servía para abrir la boca y los ojos de la momia, cuando el cuerpo mortal, resucitado por los ritos, se transformaba en ser de luz.

Ni Pazair ni Suti se atrevieron a tocarlo. Si el objeto había sido consagrado, estaba cargado con poderes sobrenaturales.

—Somos ridículos —estimó el teniente de carros—. Sólo es metal.

—Tal vez tengas razón, pero yo no me arriesgaría.

—¿Que propones?

Esperaremos a que llegue el sospechoso.

Chechi estaba solo.

Cuando vio abierta la puerta de su laboratorio, dio media vuelta en seguida e intentó huir. Chocó con el nubio que le empujó hacia el local. El babuino, indiferente, mordisqueaba algunas pasas. Su actitud significaba que ningún aliado del químico merodeaba por los alrededores.

—No me disgusta veros de nuevo —dijo Pazair—. Parecéis aficionado a los traslados.

La mirada de Chechi se dirigió a la caja.

—¿Quién os ha permitido…?

—Registro.

El hombre del pequeño bigote controlaba bien sus reacciones. Permaneció tranquilo, glacial.

—El registro es un procedimiento excepcional —advirtió afectado.

—Como vuestra actividad.

—Es un anexo de mi laboratorio oficial.

—Os gustan los cuarteles.

—Preparo las armas del futuro; por eso he obtenido las autorizaciones del ejército. Verificadlo, comprobaréis que estos locales están censados y mis experimentos alentados.

—No lo dudo, pero no lo conseguiréis utilizando hierro celeste. Este material está reservado al templo, al igual que la azuela oculta en el fondo de esta caja.

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