El jinete polaco (20 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Una emoción inaccesible en el fondo del tiempo y estremeciendo a la vez el instante mismo que ahora vive con ella: eso quiere contarle, no recuerdos ni palabras sino unas pocas imágenes que ahora vuelven a él con un delicado poderío, sin mediación de su voluntad, sin que las traiga la nostalgia, a la que se ha vuelto inmune, emanadas de su ternura hacia Nadia, como resonancias de nombres y prolongaciones de caricias en dirección al pasado, aunque tampoco le gusta esa palabra, le parece inexacta, probablemente mentirosa, no puede ser pasado lo que está viviendo ahora mismo en él, es el mismo presente que nota latir con una apaciguada suavidad en el pulso de Nadia, cuando la abraza por la espalda y toma entre las dos manos sus pechos,
mi amado es para mí un manojico de mirra que reposará entre mis tetas,
lee ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, cuando desliza los dedos hacia el interior de sus muslos y ese latido íntimo que perciben las yemas humedecidas sube como una tenue descarga eléctrica hasta su corazón y se acompasa a él y les aviva otra vez el deseo, cuando le acaricia las rodillas y se las besa y desciende para tocar sus pies y besárselos y vuelve a encontrar el latido bajo la piel tensa del tobillo,
cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe,
dice, ella o él, se les olvida o no distinguen de quién de los dos son las sensaciones, las palabras, las manos, el abrazo que los enreda cuando se curvan y se extienden el uno sobre el otro, hilos de seda envolviéndolos y brillando en un contraluz de mañana instantánea y a la vez remota, los hilos amarillos que tejían los gusanos de seda cuando empezaban a delimitar casi invisiblemente todavía su capullo, las hojas húmedas de las moreras, le cuenta Manuel, envueltas en un trapo mojado para que se mantuvieran lozanas, recogidas al pie de los grandes árboles que había en las calles próximas al cuartel: él era un niño cobarde y no los escalaba hasta llegar a la copa, él y su amigo Félix se quedaban mirando a los niños mayores y audaces que trepaban como simios y que alcanzaban las ramas donde habían brotado las hojas más tiernas. Ellos, Félix y él, recogían del suelo las que habían desperdiciado los otros, las alisaban una sobre otra como si fueran las estampas de una colección, verde oscuro y brillante, un verde húmedo con olor a savia y a jugo de mora machacada, tenían los gusanos de seda en cajas de zapatos que forraban por dentro con hojas de morera.

Nadia sonríe, se incorpora, impaciente, espera, dice, yo me acuerdo de eso, le aprieta la mano, él ve su espalda desnuda, su melena despeinada sobre los hombros, la piel de ese color canela que es como un rescoldo de soles bajo los que nunca vivió, y entonces recobra una sensación casi violenta y perdida, un olor que no se parece a ningún otro, el de los gusanos de seda, más vívido porque nunca hasta ahora mismo lo había recordado, y con él un relámpago de su infancia: una vez su padre apareció en casa con una caja de zapatos que tenía varios agujeros en la tapa, uno de aquellos regalos que le hacía de vez en cuando sin motivo, y al tomarla en sus manos ella notó que no pesaba, la abrió y vio las hojas de morera y los pequeños gusanos blancos moviéndose despacio sobre sus nervaduras: le dio miedo al principio y casi un poco de asco, pero luego su padre le explicó que en España los niños criaban esos animales, compraban hojas de morera para ellos, se las cambiaban cuando empezaban a marchitarse o cuando los gusanos las habían mordido hasta dejar nada más que los nervios, y luego los veían tejer su capullo y esconderse en su interior y esperaban semanas a que de aquel copo amarillo de seda surgiera una mariposa muy gorda y torpe con las alas blancas que ponía racimos de diminutos huevos blancos de los que al año siguiente nacerían otros gusanos, al principio casi invisibles, como filamentos negros que se movían apenas, luego creciendo y engordando mientras devoraban las hojas verdes con sus infinitesimales dentelladas, volviéndose más lentos y pesados al fin, eligiendo un rincón de la caja, o el abrigo de una hoja seca, para tejer muy lentamente un capullo. Y ahora, cuando está contándoselo a Manuel, se queda callada y se toca suavemente el labio inferior con los dedos índice y corazón extendidos, lo hace siempre que intenta recordar algo difícil, y se pregunta dónde pudo encontrar su padre aquellos gusanos, tal vez en Chinatown, imagina, dónde encontraba las muñecas de celuloide y los juguetes españoles de lata que estaba siempre regalándole, y los pequeños volúmenes de cuentos de la Editorial Calleja, a qué tiendas perdidas de Nueva York habían ido a parar aquellos despojos de vidas españolas que él recobraba en sus caminatas solitarias por la ciudad con la esperanza o el propósito de que volvieran a existir en la infancia y luego en la memoria de su hija, para ofrecerle sigilosamente una patria íntima, orgullosa y limpia de desgracia y tinieblas que sólo existiría en su imaginación: cuentos de Calleja con los cuadernillos descosidos, aventuras de Celia, la niña republicana a la que él pensó que Nadia se parecía cuando tuvo seis o siete años, motoristas de hojalata pintada de colores brillantes, grandes libros con fotografías de paisajes que para ella tenían una irrealidad más llamativa que los dibujos animados, gusanos de seda y hojas de morera, un país inventado por el desarraigo perpetuo y el dolor sin palabras ni queja de su padre. A los pocos días se olvidó de echarles de comer, oyó por encima de las voces del televisor los gritos de su madre y al entrar en el salón donde ella estaba siempre sentada la vio de pie, chillando, alzando la mano que sostenía su copa, de puntillas, mirando hacia un brazo del sofá, como si hubiera visto a un ratón: dos gusanos listados de negro agitaban sus cabezas diminutas sobre la tapicería de cuero, y su madre se los señaló acusadoramente, con aquella expresión de asco y de catástrofe que le torcía los labios pintados, dejó la copa y fue a la cocina, pero en lugar de encerrarse en ella, o en el cuarto de baño, volvió con un badil y unas pinzas de depilar que usó para recoger los gusanos y luego los arrojó a la taza del retrete y giró varias veces con furia el mando del depósito de agua, cuyo gorgoteo se mezclaba al ruido confuso de su llanto.

Pues no les basta mirarse y saber quiénes son con una certeza y un orgullo que nunca hasta ahora habían conocido, como si fueran cada uno el único espejo posible de la cara del otro y también la única figura que sus ojos han deseado mirar: quieren encontrarse en el tiempo en el que aún no se conocían y en el mundo en que ninguno de los dos había nacido, y les parece que en todo lo que averiguan y se cuentan, lo que despierta tan simultáneamente en ellos como la intensidad casi dolorosa con que se les revelan reinos desconocidos de sus cuerpos gastados por el amor y revividos más allá del límite del entusiasmo, del miedo y del desvanecimiento, hubo desde el origen un impulso de predestinación o un azar que sin que ni ellos ni nadie lo supiera los protegía y los preservaba, los fortalecía en el infortunio, en la soledad, en la equivocación y el destierro, nacidos cada uno en un extremo del mundo y sin la menor posibilidad no ya de conocerse sino de poseer algo en común, tal vez sólo las tonalidades azules de los paisajes que veían en la distancia de los días más claros: Nadia el perfil de Manhattan al otro lado del East River, Manuel los picos de la sierra de Mágina más allá de los olivares y del Guadalquivir.

Ésa fue la primera lejanía que vieron sus ojos: ahora se da cuenta de que ha sido modelado y educado por ella en la misma medida que por las voces de sus mayores, y que tal vez aprendió de ambas disciplinas ese desasosiego de descubrir siempre lo que está un poco más lejos, de ir más allá de donde llega su mirada y de donde puede remontarse su propia memoria. De la mano de su padre, cuando empezaba a andar, bajaba por la calle Trece de Septiembre o Dieciocho de Julio y llegaba hasta el terraplén desde donde se veía toda la amplitud diáfana y azulada del valle. Le daba vértigo mirar las ventanas del cuartel orientadas al sur y el gran depósito de agua, alzado sobre un armazón de hierro, donde contaban que una vez se había ahogado un recluta. Los muros del cuartel, que en su flanco sur se levantaban al filo mismo de los terraplenes, eran tan altos como los de los castillos que debían escalar los héroes de los cuentos, y tras ellos había vivido o vivía aquel hombre de quien oyó hablar a sus mayores desde mucho antes de tener uso de razón, el comandante Galaz, una figura imaginaria y poderosa con botas altas y pistola al cinto, tan mitológica como don Manuel Azaña o como el general de bronce que había en la plaza del Reloj. En las noches de invierno, a punto de dormirse, oía entre los silbidos del viento la corneta del cuartel que tocaba a silencio. Ve a su madre muy joven, inclinada sobre él en el cuarto de la viga, ve el techo de cañizo y de barro, como el de un pajar, la mesa camilla junto a una ventana por donde siempre entra un sol amarillo y estático de cuya claridad forman parte, como si estuvieran hechos de la misma materia simultáneamente visual y sonora, el ruido de los pájaros en las copas de los castaños de Indias y las canciones de las niñas que saltan a la comba en los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando al salir de la escuela aún quedan varias horas de sol. Pero ahora no está siendo poseído por los recuerdos de otros: como si se acercara nadando a una orilla y extendiera cobardemente el pie hacia el fondo del agua y tocara la arena, pisa la primera tierra firme que de verdad le pertenece, honda todavía, insegura, casi inaccesible, dilatada y fiel como la extensión de un paraíso. Sobre un aparador, en una cima horizontal que sus manos no alcanzan, hay tazas de café con dibujos de peces de un color crema muy suave y pequeños animales hechos con el cartón recortado de las cajas de medicinas. Inmóvil contra la pared extiende sus alas un pájaro de porcelana y él pasa horas mirándolo desde la cuna y extrañándose de que no emprenda el vuelo como los otros pájaros que ve cuando está sentado en su sillón junto a la ventana. Pero todo está muy alto y muy lejos, como sombras proyectadas sobre el techo que cruza en diagonal una viga, como la cara de su padre cuando él abraza sus rodillas y extiende las manos hacia arriba y apenas alcanza a tocarle el cinturón.

Lo que ha oído contar y lo que casi no recuerda se confunden en las regiones más antiguas de su memoria como la tierra y el cielo en el horizonte nocturno. «Tú naciste el año de los hielos grandes», le han contado, y esas palabras, que se refieren a su propia vida, le parece que aluden a un tiempo muy anterior no sólo a ella, sino a toda existencia humana, una edad tan oscura y tan deshabitada como los primeros siglos del mundo. En pleno día su padre está tendido en la cama y él comprende que esa presencia es una irregularidad en el orden inmutable de las cosas, igual que el olor a medicinas y a alcohol quemado en un recipiente de metal que permanece en el aire cuando ya se ha marchado ese hombre temible, gordo, calvo, con bigote negro, al que llaman el médico, el doctor Medina. Bajo la cabecera de la cama la cara de su padre es amarilla contra el embozo blanco, amarilla y gris en el mentón. Llega otro hombre y se queda sentado junto a la cama. Le sonríe a él mientras lo coge en brazos, y él siente que no pesa, lo sienta en sus rodillas, toma entre sus manos una caja de medicinas y unas tijeras y los dedos y las tijeras brillantes se mueven un rato de manera confusa y al final hay en la palma de la mano del hombre no una caja alargada de cartón sino un perro ladrando, con el hocico tan agudo como el otro perro que el movimiento de los dedos del hombre proyectan sobre la cal de la pared. «Primo, anímate», oye decir, «yo esperaré a que te pongas bueno y te vendrás conmigo a Madrid, aquí no hay más que miseria». El hombre sigue sonriendo y de sus manos y de los filos agudos y brillantes de las tijeras surge otro animal, ahora un burro con las orejas levantadas, con un serón y dos cantaritos de papel. Él juega en el suelo con esos animales y luego abre los ojos y se incorpora en la cuna y entonces es casi de noche y las figuras blancas, azules y verdes de los animales de cartón están alineadas inalcanzablemente sobre el aparador, desfilando entre las tazas con dibujos de peces. Desfilan y no se mueven, igual que el pájaro de la pared, que está volando y permanece siempre inmóvil. Junto a la cama el aire es tan caliente como la cara de su padre. Había caído malo, le dijeron después, y estuvo varios meses con fiebres, y para pagar las medicinas y las visitas del médico tuvo que vender la vaca que había comprado al casarse, y no pudo emigrar con su primo Rafael, que había encontrado una colocación muy buena en Madrid. El primo Rafael iba a verlo todas las tardes, cuando volvía del campo, llegaba con los pantalones todavía manchados de barro y oliendo a forraje y estiércol, no como el médico, que le daba más miedo aún porque olía a medicinas y a colonias y a la llama azul del alcohol y tenía las manos blancas y suaves como las de los curas y como las de aquella señora que le daba un beso con los labios pintados cuando él iba con su padre a llevarle la leche. Mientras hablaba, sentado a la cabecera de la cama, el primo Rafael tomaba una caja de la mesa de noche y unas tijeras y en la palma de su mano brotaba un animal de cartón: un perro ladrando, un gato con los bigotes erizados, un burro de aguador, un caballo al galope. Habían crecido juntos y ahora iban a separarse por primera vez, pero el primo Rafael retrasaba su viaje, encontrarían una colocación para los dos, y si compartían un cuarto en la misma pensión ahorrarían más rápido y podrían llevarse antes a la familia a Madrid. Era mentira que en Barcelona o en Alemania hubiera más trabajo: cómo iba a haberlo, si Madrid era la capital. En Madrid, si uno se ponía malo, le pagaba las medicinas el seguro, y seguía cobrando el jornal hasta que se curaba, y había grifos de agua corriente en todas las casas y cocinas de gas y los cuartos de baño tenían azulejos hasta el techo. En el mundo, muy lejos de Mágina, estaban ocurriendo cosas extraordinarias: había aviones a chorro, cuyo rastro en el cielo se volvía rosado en los atardeceres, máquinas de cavar, de segar el trigo y hasta de recoger la aceituna sin que cientos de hombres tuvieran que partirse la columna vertebral a cambio de una paga miserable, nada más que dándole a un botón, había satélites que daban la vuelta al mundo en un día y muy pronto ir a la Luna sería más cómodo y más rápido que ir de Mágina a la capital de la provincia en el coche de línea. Un día, en vez de con sus ropas del campo, el primo Rafael llegó vestido de traje y corbata, y él se fijó en que las muñecas peludas le sobresalían mucho de los puños de la chaqueta, y oyó que sus zapatos negros hacían un ruido raro cuando andaba. Esperó a que las manos y las tijeras empezaran a moverse, pero esa vez permanecieron quietas sobre las rodillas, sobre la tela a rayas del pantalón del primo Rafael, que era como el del traje de su padre que estaba colgado en el interior del armario. El primo Rafael le dio dos besos en la cara a su padre, que apenas pudo incorporarse sobre la almohada, y luego le estrechó la mano a su madre y le dio un beso a él, alzándolo vertiginosamente hasta que su cabeza rozó el techo, y cuando volvió a pisar algo aturdido las baldosas la mano del primo Rafael puso algo en la suya: la abrió y no había en ella un animal diminuto, sino un caramelo de menta con su envoltorio de papel encerado.

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