El invierno de Frankie Machine (5 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: El invierno de Frankie Machine
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Frank es fanático de pagar impuestos. Lo llama «el factor Capone». En una ocasión, le dijo a Herbie Goldstein:

—Al Capone dirigió la mayor operación de contrabando de la historia, sobornó a polis, jueces y políticos, secuestró, torturó y asesinó a gente a plena luz del día en las calles de Chicago y ¿por qué lo mandaron a la cárcel? Por evasión de impuestos.

«Es tan cierto ahora como lo era entonces —piensa Frank—: en este país puedes hacer casi de todo, con la condición de que hagas tus aportes al Estado. El Tío Sam quiere su parte y, mientras la obtenga, puedes hacer casi todo lo que te dé la gana, siempre y cuando no se lo refriegues por las narices.»

Frank es meticuloso en los dos sentidos: paga sus impuestos y no hace nada para llamar la atención. Si el Cinco Centavos le presenta una deducción que está incluso cerca del límite, Frank la rechaza. Lo último que querría Frank es una inspección y eso que ni siquiera se acerca a los negocios que llaman la atención del Estado: la basura, la construcción, los bares, la pornografía... No, él es solo Frank el vendedor de carnada y sus otros negocios son totalmente legales. Trabaja en el suministro de ropa blanca y pescado y en el negocio inmobiliario.

Los arrendatarios son un coñazo, sobre todo en una comunidad de playa, en la que la gente suele estar de paso. Vienen a la costa pensando que es el paraíso y que se van a pasar el día paseando por la playa y la noche de fiesta y se olvidan de que, de todos modos, tienen que seguir ganándose la vida.

Siempre piensan que podrán pagar el alquiler y, cuando descubren que no pueden, lo que hacen es buscar un compañero de habitación, o cinco, muchas veces alguien que han conocido en un bar, que puede que tenga o que no tenga el dinero del alquiler el uno de cada mes.

Y no es que Frank no les aconseje, porque lo hace. Cuando recibe su solicitud, repasa las condiciones del primer mes, el último mes y el depósito por daños y perjuicios. Hace un análisis del historial crediticio, consigue un estado de cuenta y referencias y más de la mitad de las veces les dice que no tienen dinero suficiente para vivir en la playa.

Pero los jóvenes no han venido a California para no vivir en la playa, de modo que consiguen compañeros de habitación y adquieren un compromiso que no pueden cumplir. En consecuencia, en el negocio de Frank hay muchas entradas y salidas y eso significa la ruina de la gestión del alquiler de bienes inmuebles, porque supone gastos de limpieza, reparaciones, publicidad, entrevistas, análisis de historiales crediticios y repasar las referencias y el puesto de trabajo. De todos modos, te quedas con el alquiler del último mes y el depósito por daños, porque los chavales siempre estropean el piso, por lo general en alguna fiesta.

Frank tiene toda la enchilada en su plato aquella tarde. Tiene que enseñar un apartamento y entrevistar a un par de señoritas que seguro que son camareras o estríperes o camareras que no tardarán en decidir que se gana más como estríper. También quiere pasar a comprobar las obras de mejora de una cocina y la limpieza de un apartamento que está en tránsito, para comprobar que los encargados de la limpieza hayan limpiado al vapor las alfombras para quitarles las manchas de vómito que han dejado los anteriores inquilinos, tan juerguistas ellos.

Enseña el apartamento a las dos señoritas. No cabe duda de que son estríperes y una bonita pareja de lesbianas casi casadas, conque Frank no se tiene que preocupar de que puedan pagar el alquiler o de que se instalen allí los tíos marranos de los clubes de estriptis. Ellas quieren el piso y él acepta el depósito de inmediato. El historial crediticio será una mera formalidad y bastará una llamada rápida al club para confirmar que trabajan allí.

A continuación, va rápidamente al piso en el complejo residencial a comprobar las obras de mejora de la cocina, que ha quedado muy bien con la nueva nevera-congelador Sub Zero y la placa de cocina de superficie plana. Después se da una vuelta por el exterior, para verificar que los paisajistas y los jardineros estén haciendo bien su trabajo, y observa que hay que podar un poco la uña de gato.

A continuación sale a «buscar oportunidades»: explora el vecindario en busca de propiedades para alquilar que estén bien ubicadas, pero que parezcan venidas a menos o abandonadas. Tal vez necesiten una mano de pintura o el césped esté descuidado o tengan roto un mosquitero que no haya sido reparado, porque a lo mejor los propietarios necesitan un administrador o cambiar de administrador, o puede que estén cansados del trabajo que supone ser propietario y estén dispuestos a vender a bajo precio. Encuentra tres o cuatro posibilidades.

Después se dirige a Ajax Linen Supply, se deja caer en la vieja silla de madera con ruedas detrás del escritorio Steelcase y revisa los pedidos de la semana. El pedido de paños de cocina de Marine House ha disminuido un 20 por ciento y apunta que tiene que averiguar si Ozzie se ha puesto a vender sus propios paños junto con los de la compañía; sin embargo, los pedidos del resto de los clientes son los mismos o superiores, de modo que probablemente sea algo específico de Marine House y toma nota de que tiene que pasar por allí para averiguar qué pasa. Verifica rápidamente los ingresos del día y después se dirige a los muelles, a las oficinas de la Sciorelli Fish Company, donde revisa y compara el precio del atún aleta amarilla con el de la competencia y decide que puede bajar el precio dos centavos el medio kilo para sus mejores clientes.

—Están comprando a este precio —objeta Sciorelli— y están contentos.

—Quiero que sigan estando contentos —dice Frank—. No quiero que se pongan a buscar un precio mejor. Si les damos el mejor precio, no se irán por ahí.

También encarga a Sciorelli que compre toda la gamba mexicana que encuentre, porque, con la tormenta, la flota camaronera no va a poder salir durante una semana, más o menos, y los camarones se van a vender a muy buen precio.

«Algunas cosas cambian y otras no —piensa al subirse a la furgoneta para dirigirse otra vez hacia el muelle de Ocean Beach—. Mi hija va a ser médico, pero seguimos vendiendo atún. Y hay otras cosas que no cambian —piensa también mientras se dirige al barrio italiano, subiendo la colina desde al aeropuerto—: todavía sigo arreglando cosas en mi antigua casa.»

6

La antigua casa no es más que eso, una casa antigua, algo cada vez menos frecuente en el centro de San Diego, incluso aquí, en el barrio italiano, que solía ser una zona de viejas casas unifamiliares en buen estado que van cediendo paso a complejos residenciales, edificios de oficinas, hotelitos a la moda y estructuras de aparcamiento al servicio del aeropuerto.

La antigua casa de Frank es una hermosa vivienda victoriana de dos pisos, blanca con adornos amarillos. Él aparca en la entrada estrecha, se apea de la furgoneta de un salto y encuentra la llave correspondiente en su gran llavero. Cuando ya ha introducido la llave en la cerradura, Patty abre desde el interior, como si hubiese oído parar la furgoneta y es posible que así fuese.

—¡Cuánto has tardado! —le dice mientras lo hace pasar.

«Todavía consigue afectarme», piensa Frank y siente una punzada de irritación y algo más: Patty sigue siendo una mujer atractiva. Es posible que se haya puesto algo matrona a la altura de las caderas, pero se conserva en buena forma, y aquellos ojos castaños almendrados tienen una manera de... digamos que de afectarlo.

—Pero aquí estoy —le dice y la besa en la mejilla. Pasa a su lado y se dirige a la cocina, donde la mitad del profundo fregadero doble parece la marea alta en un puerto de algún lugar del Tercer Mundo.

—No funciona —dice Patty, entrando tras él.

—Ya lo veo —dice Frank y huele el aire—. ¿Estás haciendo ñoquis?

—Ajá.

—¿Y has pelado todas las patatas y has tratado de pasarlas por el triturador? —pregunta Frank, mientras se arremanga, mete la mano en el agua sucia y palpa el borde del desagüe.

—La piel de las patatas es basura —dice Patty—. He tratado de deshacerme de la basura. ¿Acaso no es eso lo que se supone que haga un triturador de basura?

—Por más que sea un triturador de basura, no lo tritura todo. Quiero decir, que no echas allí las latas, ¿verdad? ¿O sí que las echas?

—¿Quieres café? —pregunta ella—. Voy a preparar un poco.

—Buena idea, gracias.

Se dirige a un armario del pasillo a buscar su caja de herramientas. Todas las veces repiten la misma rutina: ella prepara un café suave en la cafetera Krups que él le compró y que ella se niega a aprender a usar bien y él bebe un sorbo por cortesía, mientras trabaja, y deja el resto en la taza. Frank ha descubierto que, para mantener una relación apacible, rituales como aquellos son incluso más importantes cuando uno se divorcia que cuando uno está casado.

No obstante, cuando regresa por el pasillo, oye el zumbido de un molinillo de café y, al llegar a la cocina, encuentra una cafetera exprés francesa junto a un hervidor de agua. Arquea las cejas.

—Así es como te gusta ahora, ¿verdad? —pregunta Patty—. Dice Jill que te gusta así.

—Así lo preparo, efectivamente.

No dice nada cuando ella vierte el agua hirviendo y empuja el émbolo hacia abajo de inmediato, en lugar de esperar los cuatro minutos de rigor. Cierra la boca y se arrastra para introducirse en el mueble que hay debajo del fregadero, tumbado de espaldas, y empieza a trabajar con la llave inglesa en el sifón de la trituradora, donde seguro que están atascadas las peladuras de patata. Oye que ella le deja la taza de café en el suelo, a la altura de la rodilla.

—Gracias.

—Podrías descansar un minuto para tomarte el café —dice ella.

«En realidad, no puedo», piensa Frank.

Todavía tiene que regresar al puesto de carnada para la hora punta del crepúsculo, después volver a casa, ducharse, afeitarse y vestirse y pasar a buscar a Donna, pero no se lo dice, tampoco. El tema de Donna podría hacer que Patty le volcara el café sobre la pierna por accidente o que tratara de echar un rollo entero de papel de cocina en la cisterna del váter del piso superior.

«O tal vez solo me dé una patada en los huevos, cuando estoy en una posición tan vulnerable», piensa Frank.

—Tengo que ir a la tienda de carnada —dice, pero sale, se incorpora y bebe un sorbo de café.

En realidad no sabe mal y eso lo sorprende. No se casó con Patty porque supiera cocinar, sino más bien porque se parecía y se sigue pareciendo a aquella actriz de cine, Ida Lupino, que lo volvía loco, y, como era una buena chica italiana, no lo dejó pasar de los toqueteos hasta que no tuvo un anillo en el dedo, conque, cuando se casaron, la mayor parte de las veces era Frank el que cocinaba y ya estaban divorciados cuando se puso de moda la palabra «controlador». Comenta—: «Está bueno».

—¡Qué sorpresa!, ¿no? —dice ella y se sienta en el suelo a su lado—. ¡Qué bien lo de Jill!, ¿verdad?

—Ya encontraré la manera de pagarlo.

—No te estoy dando la lata con el dinero —dice ella y parece algo dolida—. Solo pensé que estaría bien dedicar un momento a compartir un poco de nuestro orgullo de padres.

—Te ha salido bien la chavala, Patty —dice Frank.

—Nos ha salido bien a los dos.

A Patty se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas y Frank siente que los suyos se le humedecen. Sabe que los dos están pensando en lo mismo: en aquella mañana en la maternidad, después de un parto largo y difícil, cuando finalmente nació Jill. Aquel día habían nacido muchos bebés, de modo que los médicos y las enfermeras los dejaron solos y Frank estaba tan cansado que se subió a la camilla con su esposa y su hija recién nacida y los tres se quedaron dormidos juntos. Ella se pone de pie de golpe y dice:

—¡Caray! Arréglalo de una vez. Tú tienes que regresar a la tienda de carnada y yo voy a llegar tarde a yoga.

—¿Yoga? —dice él y se vuelve a meter bajo el fregadero.

—A nuestra edad —dice ella—, si no te mueves, te atrofias.

—Que sí, oye; me parece perfecto.

—Somos casi todas mujeres —dice ella, con tanta rapidez que Frank al instante entiende que, aunque sobre todo son mujeres hay, como mínimo, un hombre y siente una pequeña punzada de celos.

Se dice a sí mismo que es irracional e injusto: él tiene a Donna y Patty debería tener a alguien en su vida, pero, de todos modos, no le gusta pensarlo. Quita el sifón, mete la mano y extrae un montón de peladuras de patata empapadas, se las enseña y dice:

—Patty, por favor. Comida cocida y no cruda y no dos kilos al mismo tiempo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dice ella y, sin poder contenerse, añade—: Pero deberían hacerlos mejor.

Conque él ya sabe que ella va a volver a hacer lo mismo o algo parecido y piensa: «la próxima vez que te lo arregle tu novio. Si hace tanto yoga, no le costará nada meterse bajo el fregadero, ¿no es cierto?»

Vuelve a poner el sifón en su sitio, lo ajusta y sale de debajo del fregadero.

—¿Quieres probar los ñoquis? —pregunta.

—¿No tenías yoga?

—Me puedo saltar la clase.

Se lo piensa durante un segundo y después dice:

—No, no te la quieres perder. «Si no te mueves, te atrofias», dicen.

«¡Qué gilipollas! —piensa al ver que los ojos de ella se endurecen y se enfrían—. ¿Cómo puedes decir semejante estupidez?»

Y, como Patty es Patty, no lo deja pasar.

—A ti también te vendría bien un poco de yoga —dice ella, mirándole la barriga.

—Sí, a lo mejor me apunto a tu clase.

—Lo que me faltaba.

Se lava las manos y le da otro beso rápido en la mejilla, aunque ella intenta evitarlo.

—Hasta el viernes —dice él.

—Si no estoy —le dice ella—, deja el sobre en el cajón.

—Gracias por el café. Realmente estaba muy bueno.

Regresa al puesto de carnada justo a tiempo para el aluvión del crepúsculo. El chaval, Abe, puede hacerse cargo de la escasa actividad que hay a media tarde, pero le entra pánico cuando los pescadores nocturnos empiezan a hacer cola y a pedir su carnada. Además, Frank quiere estar allí para hacer la caja. Ayuda al chaval, Abe, en la hora punta, cierra la caja, echa la llave al tugurio y se va a casa a darse una ducha rápida para sacarse el olor a pescado.

Se ducha, se afeita, se pone un traje con una camisa de etiqueta, pero con el cuello abierto, y saca del garaje el mercedes, en lugar de la furgoneta. Tiene tiempo de pasar por tres restaurantes antes de pasar a buscar a Donna. Sigue la misma rutina en cada uno: bebe un agua tónica en el bar y pregunta por el encargado o el propietario, le presenta su tarjeta y le dice:

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