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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (28 page)

BOOK: El inventor de historias
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—¿Entonces…?

—Entonces, Pedro, muerto Fernando Castro, su testamento es sólo papel mojado. —Tomó aliento antes de continuar—. Si fuese el único ejemplar del escrito, el asunto podría solucionarse. No es la primera vez que falsifico un documento… pero resulta que existen copias repartidas por dos países distintos. Y encima me dice usted que Fernando Castro tenía familiares en quinto grado que no dudarían en reclamar el legado como suyo… Si el testamento fuese declarado no válido, cosa que sucedería con toda probabilidad, la fortuna de Castro de Lema pasaría directamente a manos de sus parientes más próximos.

Pedro Almeiras miró con una tristeza infinita el cadáver del amigo.

—Pobre Fernando —lo dijo en un susurro, como hablando consigo mismo—, tanto interés en atar cada uno de los cabos, tantas precauciones… y precisamente esas precauciones van a dar al traste con todos sus planes… Qué injusta es la suerte.

Quedaron los dos en silencio. Del jardín fantástico de Fernando Castro de Lema llegaban chirridos de insectos y el rumor de las mismas plantas tropicales que pensaba adaptar al suelo gallego para construir un vergel impensable al otro lado del mundo, donde la lluvia era eterna y el frío constante, y el mar batía siempre las aguas que no eran verdes, como en el Caribe, sino de un azul que a veces se volvía de plomo por la insistencia del cielo gris y de las nubes que formaban parte del paisaje.

—¿Qué vamos a hacer? —Era Pedro Almeiras quien rompía el silencio. Dentro de la habitación, los dos hombres y el cadáver componían un extraño cuadro—. No puedo creer que los mismos parientes de quienes quería protegerse Castro de Lema vayan a acabar siendo los dueños de todos sus bienes. Además ¿qué vamos a decir a esa pobre gente de Vilabranca? ¿Puede usted imaginarse la ilusión con la que, a estas alturas, el pueblo entero espera la llegada y el legado de Castro de Lema?

Pero hacía un buen rato que Linus Daff no escuchaba a nadie, ni siquiera el rumor vegetal que llegaba del jardín, ni siquiera el canto de los grillos. Su cerebro de inventor de historias trabajaba a toda presión. Porque, en efecto, había un modo de evitar que los planes de mecenazgo de Fernando Castro de Lema se fuesen al infierno para siempre. Y evidentemente Linus Daff había dado con la clave para reconducir el destino del pueblo de Vilabranca, que se había torcido aquella noche del mismo modo que, seguramente, se había torcido el suyo propio.

—Pedro… ¿ha comunicado a alguien más el fallecimiento de Castro de Lema?

—No, claro que no.

—Bien. Ha sido una suerte que Fernando Castro despidiese hoy a todos los criados. Hay una forma de arreglar este desaguisado. Pero es cualquier cosa menos sencilla. Y créame que siento muy de cerca la tentación de cerrar la boca y dar por finalizada mi misión en el caso Castro de Lema. Supongo que soy un profesional… o, a lo mejor, resulta que estoy loco de remate… En fin, ponga atención: hay que suplantar a Fernando Castro en su viaje a Vilabranca.

Pedro Almeiras estaba blanco como la pared.

—¿Cómo?

—Nadie debe saber que Fernando Castro ha muerto. Así que alguien tiene que hacerse pasar por él.

—Muy bien. ¿Y dónde piensa usted encontrar a un chiflado dispuesto a meterse en un lío semejante?

—Aquí mismo, Pedro. En esta habitación. Linus Daff, inventor de historias, va a renunciar a la suya por primera vez en su vida, va a tomar prestado otro nombre y otro pasado y va a convertirse, durante algunas semanas, en Fernando Castro de Lema, indiano rico y benefactor de Vilabranca.

Pedro Almeiras se desparramó en el sillón. Por el contrario, Linus Daff se puso en pie y empezó a recorrer la habitación dando grandes zancadas.

—Vamos a ver… necesitaré un par de días para preparar todo. Hará falta documentación nueva, y tendré que dar una serie de retoques a la historia de Castro de Lema que puedan explicar mi extraño acento español. Tengo que aprender a imitar su firma… Por cierto, Pedro… ¿dónde está guardada la fortuna de Fernando Castro?

—Hasta hace poco tiempo tenía todo su dinero depositado en un banco de Nueva York. Pero cuando supo la fecha del viaje a Vilabranca, mandó abrir una cuenta en un banco de La Coruña y transfirió allí los fondos para poder disponer de ellos inmediatamente.

—Hemos tenido suerte. Eso facilita las cosas, y no sabe hasta qué punto. —Se quitó los lentes, los limpió y volvió a colocárselos—. Muy bien. Pedro, a partir de ahora voy a necesitar su colaboración. No podré hacer esto yo solo.

—Estoy a sus órdenes, Daff.

—Tendrá que venirse conmigo a Vilabranca. Y olvide su idea de regresar a Cuba nada más tocar suelo gallego. Debe permanecer a mi lado hasta que yo termine el trabajo. Mañana zarpará con destino a Nueva York utilizando el pasaje que ya tiene. Me esperará allí, en el Waldorf Astoria, y yo me reuniré con usted en cuanto tenga lista mi nueva documentación. De Nueva York partiremos juntos rumbo a Galicia… y al llegar a su tierra yo dejaré de ser Linus Daff, inventor de historias, para convertirme en el hijo pródigo de Vilabranca. Intentaremos dejar todo listo para que se cumpla la última voluntad de Castro de Lema… y que Dios nos ayude en esta empresa, porque va a hacer falta la intervención divina para no acabar peor que mal. Amigo mío, prepárese para enfrentar muchos problemas. Quisiera ahorrarle los malos tragos que se nos vienen encima, pero le necesito conmigo.

—Ya le he dicho que pienso seguir sus instrucciones al pie de la letra. Daff… no sabe cuánto le agradezco lo que va a hacer por el pobre Fernando.

—Mmmm… Si quiere que le diga la verdad, no sé muy bien por quién lo hago. En cualquier caso, las cosas han ido ya demasiado lejos como para poner punto final de una forma tan poco elegante.

Pedro Almeiras volvió los ojos hacia el cuerpo de Fernando Castro y luego miró al inventor de historias como si hubiese recordado algo.

—¡Daff! ¿Qué hacemos con el cadáver? No podemos dejarlo aquí.

—Ya había pensado en eso… Pedro, ¿era Castro de Lema un hombre de fe?

—Sí, claro. Fernando Castro creía en muchas cosas. Pero puedo asegurar que Dios no se incluía en la nómina de sus confianzas mayores.

—Así que la idea de ser sepultado en suelo sagrado…

—No, no estaba entre sus preocupaciones. De hecho, hablaba siempre de lo mucho que le gustaría ser incinerado y arrojadas al mar sus cenizas.

—Me temo que no hay tiempo para eso —el inventor de historias consultó su reloj—. Las cuatro de la madrugada. Quedan dos horas para que amanezca y se despierte la ciudad entera. Querido amigo, me parece que nos toca cavar.

Como estaba previsto, Pedro Almeiras partió con destino a Nueva York a bordo del buque americano
Caribean Queen
, y Linus Daff permaneció en La Habana enfrascado en la tarea de retocar el pretérito creado para Fernando Castro de Lema al mismo tiempo que la documentación personal del fallecido. No tuvo mayor problema con los documentos, puesto que a fuerza de práctica se había convertido en un magnífico falsificador, pero le resultó más difícil que nunca inventar un pasado a sabiendas de que era él mismo quien iba a utilizarlo. Revisó varias veces las notas tomadas para Fernando Castro y todas y cada una de las vicisitudes de su presunta existencia de honrado trabajador, y decidió que sería preferible hacer el menor número de modificaciones: simplemente inventó un matrimonio con una muchacha americana que no tenía la menor idea de español para justificar su acento británico. De todas formas, se dijo, la historia creada para Castro de Lema era suficientemente sólida, y él había tenido tiempo de sobra para aprendérsela de memoria. Le preocupaba más el problema del físico: Fernando Castro de Lema le llevaba más de veinte años, y no estaba seguro de poder hacerse pasar por un anciano. Decidió dejar crecer su barba, igual que había aconsejado al indiano, y usar con insistencia el bastón que ahora utilizaba en ocasiones muy contadas. Después de todo, se dijo, yo siempre parecí mucho más viejo, y esa certeza acabó por tranquilizarle. Unos días después de la marcha de Pedro Almeiras, Linus Daff compró un pasaje en un buque que partía con destino a Nueva York para reunirse con su amigo y, desde allí, iniciar su viaje hasta el pueblo de Vilabranca.

Aunque hubiese querido hacerlo de otro modo, no informó de su próxima marcha a las amistades ligeras que había trabado durante su estancia en La Habana. Linus Daff estaba acostumbrado a aquellas partidas imprevistas, a las despedidas que no lo eran, porque entendía que la rapidez a la hora de levar anclas era pieza fundamental en el complicado engranaje de la discreción y el secretismo que debía mandar en su oficio. Sin embargo, en aquella ocasión hubiera querido que las cosas se desarrollasen de otro modo para poder despedirse de Lucrecia Sánchez. La víspera de tomar el barco acudió a almorzar con ella como otras veces, y como en ocasiones similares pasó unas horas de conversación grata en compañía de lo que quedaba de la única mujer a la que había amado. Después, cuando ya estaba la tarde bien entrada, Linus Daff se despidió con la misma reverencia de otros días, y como ya hiciera en anteriores visitas hizo que le mandaran a Lucrecia Sánchez un cesto de rosas. Sólo se permitió una licencia, y esta vez envió flores amarillas en vez de las blancas que acostumbraba, en recuerdo de los celos insufribles que sintiera hacía ya muchísimo tiempo, cuando los ojos de ella se hacían más grandes después de buscar las pupilas azules de Pedro Almeiras. El inventor de historias sonrió con tristeza al redactar el billete que habría de acompañar a las rosas de té: cuando Lucrecia leyese aquellas líneas, él ya habría tomado el barco que, por segunda vez, iba a poner entre ambos el irremediable parapeto de la distancia física.

Linus Daff llegó a Nueva York después de una semana de travesía infame, inusual para aquella época del año. Las tormentas marinas se cebaron casi con crueldad en la ruta de navegación, y la mayoría de los pasajeros hicieron todo el trayecto recluidos en sus camarotes respectivos, rezando algunos, maldiciendo otros la fecha elegida para semejante viaje, vomitando casi todos y prometiéndose los más que era la última vez que emprendían semejante singladura. Por su parte, Linus Daff casi agradeció la poca amabilidad del tiempo y la crudeza del temporal: era más fácil así aislarse de los viajeros para consagrar las horas a estudiar sus notas y pulir su acento español hablando consigo mismo en la soledad de su camarote. En ese sentido, el inventor de historias había sido muy claro con Pedro Almeiras: era preferible limitar al máximo el contacto con el resto del pasaje, para eludir así preguntas indiscretas. El problema se recrudecía en el caso del gallego, que al no saber mentir iba a tener francamente complicado el driblar determinadas cuestiones. Era preferible, pues, optar por la solución del silencio.

Llegó a Nueva York de madrugada, atontado todavía por el vaivén del barco y por el estrépito de la última tormenta. Había pensado en cablegrafiar a Pedro Almeiras para informarle de su próxima llegada, pero rechazó la idea por razones de seguridad. Tomó un coche en el mismo puerto y llegó al Waldorf Astoria cuando los clientes empezaban a bajar al comedor para disfrutar del desayuno. Linus Daff se registró en recepcion, siguió como un sonámbulo al botones solícito que le acompañó a su cuarto y en cuanto se tumbó sobre la cama inmóvil y enorme se quedó profundamente dormido. Despertó cinco horas después, sobresaltado por un sonido extraño: alguien llamaba con los nudillos a la puerta de la habitación. El inventor de historias necesitó unos segundos para recordar que estaba en Nueva York.

—¿Daff? ¿Está usted ahí?

El inglés reconoció sin dificultad la voz de Pedro Almeiras.

—Espere —se levantó de la cama y abrió la puerta. Frente a él, Pedro Almeiras le tendía la mano en inequívoca señal de bienvenida.

—Me alegro de verle, Pedro.

—No tanto como yo a usted, se lo aseguro. ¿Puedo entrar? —El otro le franqueó el paso y cerró la puerta—. Caramba, Daff, han sido unos días espantosos. No he hablado con nadie desde que salí de La Habana.

—¿Cómo dice?

—Que no he hablado con nadie. Por miedo a meter la pata ¿sabe? Y casi me vuelvo loco. Primero, el viaje en barco. Me encerré en el camarote y pedí que me llevaran allí las tres comidas. A veces, cuando ya todos se habían acostado, salía a cubierta y daba un paseo o me colaba en el salón para tocar el piano, pero un día se acercó un tipo para darme conversación y tuve que marcharme para no decir nada inconveniente. Luego llegué a Nueva York ¿sabe que el hotel organizó dos fiestas durante estos días y que no pude asistir a ninguna?

El inventor de historias tuvo que morderse el labio inferior para no sonreír. Evidentemente, el pobre Almeiras se había tomado muy en serio sus recomendaciones sobre la discreción que debía mandar sobre sus movimientos.

—Pero, Pedro…, creo que se ha excedido.

—Usted no me conoce, Daff. Ya sabe cómo soy: enseguida hago amistad con cualquiera, y a la gente le gusta mucho estar al tanto de las vidas ajenas. Lo mejor para no decir nada que pueda comprometernos es cerrar el pico, usted me lo dijo. Pero ¿cómo va a asistir uno a una fiesta sin decir esta boca es mía? Ha sido horrible, se lo aseguro. —Pedro Almeiras se sentó en la cama y a Linus Daff le pareció entonces más joven que nunca. Había algo casi infantil en las pupilas desoladas, en el gesto de desencanto que se dibujaba en su boca al recordar la última fiesta a la que no había podido asistir por miedo a cometer alguna infidencia.

—¿Y usted? ¿Qué tal la travesía? ¿Le hicieron muchas preguntas los otros viajeros?

—Me temo que estaban demasiado ocupados vomitando bilis para interesarse por mí. Tuvimos un viaje absolutamente detestable. En fin, por fortuna ya estamos en tierra firme… aunque por poco tiempo. Tenemos que llegar a Vilabranca lo antes posible…

—De eso quería hablarle. He estado esta mañana en la compañía naviera. No salen barcos hacia Galicia hasta dentro de una semana, y el primero de ellos tiene vendidos todos los pasajes. Pero hay una solución: mañana por la mañana zarpa un buque con destino a Lisboa. Podemos tomarlo y, una vez allí, viajar en el primer barco que salga para La Coruña.

—Me parece lo mejor. Ganaríamos casi siete días. Coja los billetes, y ponga el mío a nombre de Fernando Castro de Lema. Me temo que Linus Daff va a estar ausente durante una larga temporada, al menos desde el punto de vista oficial. Y ahora ¿qué le parece si salimos a almorzar? Estoy muerto de hambre.

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