El inventor de historias (2 page)

Read El inventor de historias Online

Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
8.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

Linus Daff simpatizó enseguida con el matrimonio. A pesar de sus maneras autoritarias que redundaban en la buena marcha de su empresa, la señora Allen tenía cierta tendencia a la ternura, y de cuando en cuando hacía más generoso el almuerzo de Daff o colocaba una tostada con manteca junto a la taza de té vespertino del muchacho. En cuanto a Edgar Allen, era tan inofensivo como afable, y la prohibición conyugal de agarrarse las moñas de rigor y participar en broncas públicas (actividades que en aquella zona eran consideradas incluso saludables) habían acabado por hacer de él un ser dócil, tranquilo y casi seráfico, cuyas únicas diversiones consistían en charlar con los clientes sin alzar la voz, y excepcionalmente jugar una partida de cartas con los amigos de toda la vida, siempre y cuando el estado etílico de los sujetos en cuestión les permitiese distinguir los cuatro palos de la baraja. En conjunto, podía decirse que el pobre señor Allen se aburría bastante, y Linus se dio cuenta enseguida de que a aquel buen hombre no podía en modo alguno venirle mal un poco de esparcimiento. Fue por eso que un domingo por la tarde lo invitó a acompañarle a un pub de Saint Paul. A Edgar Allen le brillaron los ojos al escuchar la propuesta. Llevaba meses sin salir de Whitechapel, semanas enteras sin aventurarse más allá de la calle en que se enclavaba la pensión, años sin visitar un bar. La señora Allen trajinaba canturreando en la cocina, no habían llegado clientes nuevos y la jornada se presentaba tranquila. Así que Edgar Allen no vio ningún mal en acompañar al jovencito en su excursión a la taberna. Allí podría tomar una limonada, quizá con un poco de cerveza, se dijo, e instantáneamente aquella salida se convirtió en una prodigiosa aventura.

Linus Daff no supo nunca cómo, pero el caso es que aquella tarde el señor Allen se emborrachó por primera vez en su vida. El muchacho podría jurar que no le había visto beber más de tres medias pintas de cerveza, quizá consumió una cuarta, aunque de eso ya no estaba seguro. Una vez bajo los efectos del alcohol, el pacífico Allen se transfiguró considerablemente, perdió su natural tranquilo y demostró una simpática tendencia a buscar camorra. En su interés por organizar una buena pelea que pudiese compensarle de tantos meses de abstinencia y contención, dudó en voz alta de la calidad de la cerveza servida, se mofó del mostacho de la esposa del tabernero y cuestionó a grito pelado la honorabilidad de la madre de uno de los clientes. Como era previsible, no tardó mucho en encontrar lo que buscaba: un puñetazo en los morros (por otra parte bastante mal dirigido, como observaría después el propio Linus) y las primeras amenazas de muerte. El sabor de la sangre que manaba del labio superior tuvo la virtud de envalentonar a Allen, que en cuestión de segundos fue capaz de pegar un par de patadas y algún que otro empujón, no con mucho tino por cierto, pero sí lo suficientemente correcto como para que algunos espectadores de los primeros golpes se animasen a participar en el intercambio de porrazos. Evidentemente, de todos los concurrentes a la pelea fue Allen el que salió peor parado. Linus Daff, que se sintió en la obligación moral de auxiliar a su patrón, salió de la taberna con un ojo hinchado, la espinilla dolorida y el señor Allen agarrado de un brazo. Tuvo que sacarlo por la fuerza: animado por la novedad de la experiencia, enardecido por la cerveza y exultante por el resultado de alguno de los golpes que propinara (uno de los cuales, justo es reconocerlo, había fulminado a su receptor al alcanzarle en el nacimiento del tabique nasal), Edgar Allen estaba dispuesto a luchar hasta la muerte. Linus, sin embargo, había tenido bastante, así que arrastró al camorrista incipiente fuera del local y luego lo obligó a caminar en línea recta de vuelta a casa. En el trayecto, los efluvios del alcohol cesaron de ejercer su influencia sobre el señor Allen, que media hora después de haber dejado atrás el escenario de la batalla empezaba a tomar conciencia de lo que acababa de hacer. Su aspecto era lamentable. Tenía una ceja partida y el labio superior desaparecía bajo una costra de sangre. El pómulo izquierdo había recibido un buen corte y la frente despejada estaba dividida en dos por un formidable chichón. Por si fuera poco, tenía la ropa destrozada y había perdido un zapato en el transcurso de la refriega. No, evidentemente no hacía falta ser muy observador para adivinar en qué había invertido su tiempo libre el señor Allen aquella tarde de domingo, y quedaba muy poco para llegar a Whitechapel cuando el buen hombre empezó a calibrar lo que se le venía encima. Se sentó en la acera y comenzó a lamentarse en voz alta. Judy nunca podría perdonarle. Lo abandonaría. Peor aún, lo echaría de casa después de verter sobre él la más horrenda cascada de reproches… No, no podía volver a la pensión. No en aquel estado. Había soluciones intermedias. Sería mejor enrolarse en el ejército. O colarse como polizón en un barco que partiera con destino desconocido. O podía volver sobre sus pasos, regresar a la taberna y dejar que lo mataran los parroquianos. Cualquier cosa sería mejor que lo que le esperaba en casa cuando la señora Allen cayese en la cuenta de que había estado bebiendo y peleando.

Linus Daff se sentó junto a su atribulado patrón mientras escuchaba en silencio su perorata. Estaba buscando una forma de salir del conflicto, del que, por otro lado, tampoco era del todo inocente: él había llevado al señor Allen al pub de Saint Paul, él le había animado a tomarse una cerveza… con toda seguridad, aquellas circunstancias le convertían en cómplice del desaguisado, por lo menos a ojos de la señora Allen, que tampoco a él sería capaz de perdonarle que hubiera inducido al esposo a cometer el crimen. Y Linus Daff no tenía ninguna intención ni ningunas ganas de indisponerse con su patrona. Así que dejó lloriquear al señor Allen, vio con satisfacción que el bebedor novato vomitaba apasionadamente todo el alcohol ingerido aquella tarde, y por fin se decidió a hablar.

—No se preocupe, señor. Yo lo arreglaré todo —puso una mano en el hombro de Allen.

—¿Tú? ¿Cómo vas a arreglarlo tú? No conoces a mi esposa. Ella…

—Le digo que no se preocupe. He inventado una historia… Cuando lleguemos a la pensión, deje que hable yo, y limítese a seguirme la corriente ¿entendido?

El desdichado señor Allen miró al muchacho, y súbitamente descubrió en el rostro de Linus Daff las señales de un misterioso proceso de maduración: allí, de pie, con los brazos en jarras y el entrecejo fruncido, el joven Daff semejaba haber crecido varios años en unos cuantos minutos. La decisión de sus gestos y la seguridad con que hablaba tuvieron la virtud de apaciguar a Edgar Allen y convencerle de que haría bien poniéndose en manos de su realquilado, que parecía tener un plan con grandes posibilidades de éxito.

—En marcha. Todo irá bien si hace exactamente lo que le digo. Ahora apóyese en mí para caminar, fínjase agotado y quéjese de los golpes. Y si le preguntan algo, diga que no recuerda nada.

Minutos después, los dos hombres irrumpían en la pensión de Whitechapel. Enojada por el retraso, la señora Allen esperaba a su marido hecha una furia, con los ojos inyectados en sangre y apretados los puños, y cuando le vio entrar agarrado a su joven inquilino, con la cara macerada a golpes y la ropa hecha un guiñapo, estuvo a punto de emprenderla a bofetadas con el maltrecho esposo, a quien Daff hizo sentar en una silla.

—Pero ¿de dónde vienes así? Te has peleado, ¿verdad? ¿Te has metido en problemas? ¡Desgraciado, malnacido, traidor…!

Pero Linus Daff interrumpió sus exabruptos con un gesto enérgico y casi fiero.

—Señora Allen, por favor, no diga nada… su marido… su marido es un héroe.

Judy Allen tuvo que bajar la guardia. Aquella declaración le había cogido por sorpresa. Linus Daff aprovechó para continuar, con la respiración entrecortada y el gesto contrito.

—Un héroe, señora Allen. Ha estado a punto de atrapar al Destripador.

La señora Allen se derrumbó en otra silla.

—Ay, mi madre…

—Como sabe, su marido y yo salimos esta tarde a dar una vuelta… estuvimos en Saint Paul… Qué hermosa catedral, señora Allen… Era ya de noche cuando regresamos a Whitechapel. Faltaban sólo unas manzanas para llegar a casa cuando vimos algo extraño… una muchacha joven forcejeando con un hombre. Nos acercamos a ellos, y entonces pudimos ver que el tipo en cuestión llevaba un objeto punzante en la mano. De haber estado yo solo, no dude que hubiese escapado, pero su marido se empeñó en ayudar a la chica. Tuvimos que luchar con aquel criminal. Yo más bien poco, ésa es la verdad: recibí un golpe en la pierna que me dejó tendido en el suelo. Pero su marido peleó como un valiente, a pesar de ir desarmado. Ya le dije que aquel individuo llevaba un estilete… le hizo un corte en el pómulo. Al final se dio a la fuga. Su marido corrió tras él, pero no fue capaz de alcanzarle. Era el Destripador, señora. De eso no cabe duda. La muchacha también escapó. Ni siquiera tuvimos tiempo de preguntar su nombre. De no haber sido por su esposo, probablemente esa chica estaría muerta.

—Edgar… Edgar, querido —la señora Allen acariciaba la cabeza de su marido mientras empezaba a moquear—. Háblame, dime algo de ese asesino… cuéntame cómo era.

Edgar Allen no olvidó la consigna de Linus Daff.

—No me acuerdo de nada —dijo, con un hilo de voz.

—El Destripador le dio un golpe en la cabeza, señora ¿no ve el chichón que tiene en la frente? Es muy posible que haya perdido la memoria. Pero yo lo vi todo. Pregúnteme lo que quiera.

—Dios mío… —Judy Allen se había puesto de pie—. Dios mío…

Paseó en silencio por la habitación, con las manos en el pecho y mascullando algo entre dientes.

—Esto tiene que saberlo todo el mundo. —Se puso un abrigo y un pañuelo en la cabeza—. No os mováis de aquí. Tú, chico, cuida de mi marido. Hay sopa en la cocina y un poco de pescado frío. Que coma algo.

—Yo me ocupo, señora…

—Buen muchacho. —Judy Allen palmeó enérgicamente la mejilla de Linus Daff—. Vuelvo enseguida.

Los pasos de la señora Allen se perdieron en la calle. Daff sirvió dos tazones de sopa y unos trozos de pescado y volvió junto a Edgar Allen, que no sabía cómo salir de su asombro.

—Ya le dije que todo iría bien.

—Pero… pero ¿cómo has podido inventarte esa historia? ¿Qué voy a decir yo ahora? Me interrogarán, me harán preguntas… Dios misericordioso, el Destripador, nada menos.

—Usted diga que no se acuerda de nada. Le han dado un golpe y ha perdido la memoria. Aquí soy yo el que tiene que hablar. Limítese a repetir que le duele la cabeza y que ha olvidado todo lo que pasó. Y deje de preocuparse, caramba. Hala, bébase la sopa. Le hará bien al estómago.

Media hora más tarde y alertados por la señora Allen, la casa estaba llena de vecinos que querían conocer de cerca todos los detalles del suceso. La mujer no se apartaba de su pobre marido, cuyo aspecto físico era más bien lastimoso, con el labio hinchado, el corte en la cara y el enorme chichón que le coronaba la frente. Los vecinos rodeaban al herido en demanda de más explicacibnes. Nadie hasta entonces había visto al Destripador, al que ya se atribuían tres crímenes horrendos, y la noticia de que Edgar Allen se había enfrentado a él con harto riesgo para su seguridad había corrido por el barrio como un reguero de pólvora. Sin embargo, y para desgracia de todos los recién llegados, el pobre Allen era incapaz de recordar ningún detalle del individuo al que con tanto valor había plantado cara. Por fortuna estaba allí aquel muchacho, Daff, que desde su privilegiada condición de testigo ocular proporcionaba al improvisado auditorio todos los datos necesarios sobre la pelea y sobre el asesino que había puesto en jaque a las fuerzas del orden de la ciudad. Linus Daff estaba repitiendo por quinta vez su completa versión de los hechos cuando alguien, no supo quién, alzó la voz.

—Hay que avisar a Scotland Yard.

El rostro de Edgar Allen adquirió repentinamente una tonalidad verdosa y sus ojos aterrados buscaron la mirada tranquila de Linus Daff. El gesto del chico ni siquiera se había alterado. Miró a su vez al señor Allen y había tanta serenidad en las pupilas del joven que el héroe accidental se sintió repentinamente aliviado: no cabía duda, Daff lo tenía todo previsto.

Dos agentes del Yard llegaron a la pensión de Whitechapel unos minutos después, y antes que nada exigieron que la sala fuese desalojada de público, para decepción de todos los allí presentes, que estaban preparados para escuchar una vez más la historia tantas veces referida en el transcurso de la noche. Pero los policías fueron inflexibles. No querían intrusos que pudiesen dificultar la buena marcha de las investigaciones. Era la primera vez que se les ofrecía la posibilidad de obtener una descripción del Destripador, y no tenían ninguna intención de entorpecer las diligencias con intervenciones inoportunas ni comentarios de curiosos. Sólo se permitió la presencia de la señora Allen, que al fin y al cabo era esposa de uno de los testigos y dueña de la casa donde se encontraban.

Los agentes aceptaron una taza de té que les ofreció la patrona antes de comenzar el interrogatorio. Ante la presencia de los dos policías, Edgar Allen había recuperado su tendencia al desánimo y el temor a que la mentira urdida por Linus Daff fuera descubierta, pero el muchacho parecía absolutamente relajado.

—Vamos a ver, señor Allen… así que acaba usted de poner en fuga al mismísimo Jack el Destripador…

El aludido meneó tristemente la cabeza.

—Eso dice el chico… yo no me acuerdo de nada.

—El destripador le golpeó en la frente —Linus Daff intervino sin alzar la voz—, el señor Allen quedó tendido en la acera… cuando conseguí reanimarlo me dijo que no podía recordar lo que había pasado. Pero yo estaba allí… yo lo vi todo.

—Dime tu nombre.

—Linus Daff.

—Muy bien, Daff. Ahora, y ya que tu amigo no es capaz de hacer memoria, haz el favor de contarnos todo lo que ocurrió.

—El señor Allen y yo salimos a eso de las cuatro de la tarde. Yo no soy de Londres ¿sabe? y quería visitar la catedral de Saint Paul… el señor Allen tuvo la amabilidad de ofrecerse como guía. Estuvimos un par de horas dando vueltas por aquella zona…

—¿Entraron en algún establecimiento público de bebidas?

El rostro de Linus Daff adquirió instantáneamente una expresión de extremo candor.

—De ningún modo. El señor Allen no prueba el alcohol. —Judy Allen acarició con satisfacción notoria la cabeza de su marido—. En cuanto a mí… no ando muy bien de dinero. Beber en la zona de Saint Paul es un lujo que no podría permitirme.

Other books

William W. Johnstone by Massacre Mountain
After the Cabin by Amy Cross
Reykjavik Nights by Arnaldur Indridason
Father Mine by J. R. Ward
Texas Haven by Kathleen Ball
Wrangled and Tangled by Lorelei James
0451416325 by Heather Blake