El inquisidor (43 page)

Read El inquisidor Online

Authors: Patricio Sturlese

BOOK: El inquisidor
9.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una de tantas noches en alta mar, después de la cena y por obra del destino, me quedé a solas con el capitán Martínez en el comedor de oficiales. Decidimos trasnochar un poco para conversar y matar el aburrimiento en compañía del licor.

Después de varías copas de brandy, Martínez habló de su cuñado, un marqués con mucho encanto y pocas tierras, que se había ganado la confianza del círculo de influencias de Felipe II. Según el capitán, su cuñado departía cada semana con personas muy cercanas al rey y con la mismísima Isabel Clara Eugenia, la hija predilecta del monarca. Y como Martínez era un hombre de principios poco dado a la fantasía de los charlatanes de taberna, yo le creí. Sus ojos, además, me lo confirmaban. Tras más copas y muchas confidencias, nos retiramos al tedio de nuestros camarotes. Aquella noche, con la valiosa información que me había proporcionado el capitán, no pude dormir. Todavía no había conseguido resolver qué haría con los libros al llegar a Roma. Las revelaciones que Martínez me acababa de hacer abrieron mis ojos y mi entendimiento. Era el momento de trazar un plan.

Al día siguiente, solicité al almirante una reunión privada: tenía que hablar con él y debía estar sereno. Era un alivio saber que su tripulación podía manejar el galeón incluso mejor que él, porque Calvente había decidido descansar durante todo el viaje de vuelta y beber hasta el hartazgo. Sólo abandonaba su camarote para dar gritos a sus oficiales y para observar las estrellas. Era un gran marino, miembro de una familia distinguida de navegantes e hijo de un héroe de Lepanto, pero tras nueve meses de convivir con él, conocía de memoria sus flaquezas. Y si su amor era el mar, su mejor amiga era, definitivamente, la botella. A última hora de la tarde el almirante me recibió. Le pedí algo que le dejó perplejo. Antes de retirarme, le solicité una reserva total sobre lo que le había pedido, incluso con Martínez. De su silencio dependían, según le dije, el Papa, e incluso su rey.

Las consecuencias de mi solicitud, puntualmente cumplida, se produjeron cinco días más tarde. Y el desastre fue absoluto.

Capítulo 51

Tenía la profunda convicción de estar haciendo las cosas bien, aunque hasta los malvados, en algún momento de su vida, creen estar haciendo lo correcto. Yo, simplemente, esperaba no estar entrando en sus filas por culpa de mi decisión. Para el buen fin de mi plan, en primer lugar tenía que esconder los libros.

Una hora antes de que amaneciese, abrí el armario de mi camarote en el que habíamos instalado la cámara del secreto. Tomé la caja que contenía los dos libros y la dejé sobre la mesa. Estaba sólo, nadie miraba, únicamente Dios. La atracción que sentía por los libros era insoportable sin contar que podía justificar fácilmente mi deseo de hojearlos puesto que ellos habían cambiado radicalmente mi vida. Así que abrí la caja y saqué los libros. Coloqué el
Necronomicón
sobre la mesa y, a su lado, el
Codex
.

Observé sobre la madera aquellos libros, la voz misma de Satanás, escudriñando cada palmo de sus tapas y de su lomo. Toqué sus cantos y sentí la rugosidad de los folios y la dureza de las cantoneras de bronce. Y abrí el
Necronomicón
.

Allí estaba la primera hoja que ya había visto en Asunción, con el dibujo del pie de bruja y la firma de Gianmaria como traductor. La siguiente hoja me mostró el preámbulo del libro y parte de su espíritu, un mensaje breve que ocupaba su centro:

Las doce tribus de Israel acabarán con el Nazareno.

Los doce Apóstoles serán su perdición.

Leí varias veces las dos frases. En ellas estaba ya el número fatídico del que me había hablado Tami: doce tribus, doce apóstoles, doce conjuros que abrirán la puerta al caos demoníaco. Seguí adelante. En la hoja siguiente, había un prólogo muy breve bajo un grabado de criaturas monstruosas que vagaban por el desierto, amparadas por la noche. Aquel párrafo, entre la profecía y la admonición, mostraba a Gianmaria como un buen traductor del griego, mientras que por el grabado podía considerársele un más que correcto artista.

La horda del sepulcro no otorga privilegios a sus adoradores. Son escasos en poder, sólo pueden alterar dimensiones espaciales de pequeña magnitud y hacer tangible únicamente aquello que pertenece al mundo de los muertos. Tendrán potestad dondequiera que fuesen entonados los axiomas de Zeghel Bliel, y si es la época propicia, pueden atraer a quienes abran las puertas que son suyas, en las moradas sepulcrales. No poseen consistencia en nuestra humana dimensión pero penetran en la mortal envoltura de los seres terrestres, y en ellos se cobijan y nutren mientras aguardan a que se cumpla el tiempo de las estrellas fijas y se abra la puerta de infinitos accesos liberando a Aquél, que tras ella intenta destrozarla para abrirse camino...

Cerré el libro de golpe y miré a través de la ventana de mi camarote. La noche era tan negra como las páginas del Necronomicón. Coloqué los dos libros sobre un paño de seda y los cubrí. Luego introduje la envoltura en una gruesa bolsa de piel de foca que había impermeabilizado con sebo. Sujeté todo el paquete con cuerdas y lo dejé listo para resistir cualquier embate, incluso la lluvia. Lo tomé y abandoné mi camarote.

Descendí hasta las celdas situadas en el pantoque, por debajo de los dos niveles de bodegas. Con mucho sigilo y a la débil luz de una lámpara de aceite recorrí los húmedos pasillos que me separaban de aquel apestoso lugar, lleno de charcos de agua sucia cuyos efluvios podían llegar a provocar el vómito. Los soldados destinados a la custodia de los prisioneros vieron, con pavor, una figura encapuchada que surgía de entre las sombras, como un fantasma que viviera en aquel lugar infecto.

—Buen día, Excelencia —balbuceó el cabo, que no esperaba ninguna visita a aquellas horas de la madrugada—. ¿Venís a visitar a los prisioneros?

—Bienhallado seáis en Dios, cabo —dije mirando a Andreu Llosa directamente a los ojos con mi rostro apenas iluminado por la luz de la lámpara y tratándole con la solemnidad de rigor al estar delante de sus hombres—. Por favor, abandonen el pantoque y esperen arriba. Les llamaré si les necesito.

—¿Deseáis ver a los presos sin ninguna protección? —exclamó muy sorprendido el cabo.

—No habrá problemas, no se preocupe. No correré ningún peligro.

—Pero Excelencia, el capitán Martínez me pidió especialmente que mantuviese los ojos bien abiertos y os custodiase mientras realizarais vuestras labores.

—Pues bien, cabo, puede realizar su trabajo en la boca de la escalera. No se preocupe, estaré bien.

La guardia se vio obligada a retirarse. Tomé la llave que llevaba en la cintura y abrí el cerrojo. El chirrido del metal sonó desafinado en el pantoque, anunciando a los prisioneros que alguien llegaba. La incertidumbre de aquella visita no les pertenecía sólo a ellos. También a mí.

—No tenemos demasiado tiempo, será mejor que nos demos prisa —les dije nada más entrar en el lugar de su encierro.

Giorgio Cario Tami me miró intrigado. Sus pensamientos sobre mi visita no iban desencaminados.

—¿Nos vas a ayudar? —dijo el jesuita.

Me agaché para liberarlo de sus grilletes y no respondí.

—Angelo —dijo Xanthopoulos—, faltan siete días para llegar a puerto. No creo que éste sea el mejor momento para organizar una fuga. Es demasiado pronto...

Tami sonrió y disfrutó del silencio. Luego murmuró:

—Has conseguido algo maravilloso, Angelo. Piero no se equivocó contigo —dijo sonriendo.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Xanthopoulos, sin entender su alegría, mientras yo también sonreía.

—Porque no queda otra posibilidad que la que imagino.

—¿Y qué imaginas, hermano Giorgio? —siguió preguntando el griego.

—Angelo ha desviado el galeón. Es admirable —afirmó Tami.

—¿Y dónde estamos? —bramó Xanthopoulos al instante.

—En aguas de España. Navegamos hacia el puerto de Sevilla —respondí casi orgulloso.

—¿Y los demás? ¿Qué dirán cuando vean tierra?

Nikos no entendía por qué estábamos tan contentos. Todo le parecía complicado, como efectivamente era.

—El sol aún no ha despuntado y no hay luna. Nadie lo advertirá hasta que lleguemos a puerto —dije mientras me apresuraba a liberar al rubio. El silencio se apoderó de la bodega, aquellos dos hombres sólo tenían ya oídos para mis palabras—. Esto es para ti —dije dándole a Tami el grueso envoltorio de piel de foca—. Aquí están los libros. Debes llevarlos a sitio seguro.

—¿Y cuál es para ti un sitio seguro en Europa? —quiso saber Tami solicitando tácitamente mis instrucciones.

—La abadía, de San Fruttuoso. Allí descansarán lejos de la Inquisición —afirmé sin dudar.

—¿En Genova? —preguntó Tami, incrédulo.

—Sí. Es el sitio más seguro y el que mejor conozco. Busca en el cementerio un panteón al lado de una tumba sin nombre y escóndelos allí hasta que Piero escoja un sitio más adecuado para ellos. Tenéis que encontrar la forma de llegar a Italia lo más rápido que podáis.

—¿Qué harás tú al llegar a puerto? —preguntó Tami.

—Desembarcaremos por una petición exclusiva y extraordinaria que le hice a Calvente. Allí solicitaré audiencia al nuncio papal y conseguiré tiempo para que escapéis y os alejéis de Sevilla lo más posible. Si pudierais embarcar hacia Francia y estar allí al día siguiente o en un par de días, tendríamos todo a nuestro favor.

—¿Y Évola? —dijo el griego a quien no se le había olvidado que seguíamos a merced de un asesino.

—No se dará cuenta de nada hasta que estemos amarrados en el puerto de Sevilla. Creo que he conseguido engañarlo; no sospecha nada sobre el giro que están tomando los acontecimientos.

—¿Y nosotros? ¿Cómo saldremos del barco nosotros? —preguntó Xanthopoulos.

—Os he preparado ropas de trabajo y un puñado de monedas. Bajaréis como parte de la tripulación aprovechando la confusión que se creará al saber que estamos en Sevilla. Tenéis que espabilaros para conseguir un transporte rápido.

—¿Y tú? ¿Qué harás tú? —preguntó Tami, preocupado—. Tarde o temprano se descubrirá nuestra huida y se sabrá que tenemos los libros.

—Lo sé. Diré que los robasteis.

—No convencerás a Évola —afirmó Xanthopoulos—. Te preguntará por el cambio de rumbo y te acusará de cómplice.

—También he pensado en eso. Y mientras esté en España contaré con el favor de un marqués que tal vez pueda dilatar el proceso el tiempo suficiente para prepararme una defensa.

—Te vas a meter en problemas graves... —dijo Tami, cansado y entristecido.

—No creo que sean más graves que los que tenéis vosotros —contesté intentando darle ánimos.

—¿Cuánto falta para llegar? —exclamó el griego, siempre práctico, interrumpiendo la conversación.

—Una hora, tal vez menos. Es mejor que vayamos subiendo.

Antes de salir al pasillo Xanthopoulos apoyó su mano en mi hombro y me susurró:

—Te debo la vida, Angelo. Cuando los libros estén a buen recaudo, volveré a por ti. Dondequiera que estés.

Pero cuando dejamos la celda, en el pasillo, ante nosotros, el terror cobró forma humana, emergiendo entre los hedores y la oscuridad para espantarnos. Évola nos miraba silencioso e inexpresivo.

El sicario de la Inquisición había llegado.

—¿Qué significa esto? —preguntó Évola.

Los reos gozaban de libertad mientras el gran magistrado mantenía abierta la puerta de su encierro.

—¿Podríais decirme qué os ha traído hasta aquí? —dije encarándome con él.

El napolitano mantenía alzada su capucha por lo que era imposible leer en su rostro qué estaba pensando. Giulio habló:

—Ha sido una noche extraña, Excelencia. Es muy raro en mí no poder conciliar el sueño, pero es lo que me ha pasado esta noche. Desvelado, decidí dar una vuelta por cubierta, aunque no hubiera amanecido aún. Y allí estaba, sorprendido por la gran cantidad de aves marinas que sobrevolaban el barco y por una luz que parecía un espejismo en el horizonte, demasiado cercana, como a una milla de distancia. ¿Acaso son éstas las visiones de un loco desvelado...? No, Excelencia. A una semana todavía del puerto de Genova no es normal encontrar tantas aves mar adentro, ni por supuesto apreciar el destello de luces en la costa, tan cerca que si hubiera sido de día, o luciera la luna, habría podido apreciarla. Mi insomnio no ha sido casual, sino resultado de un aviso divino, que me ha alertado de esta diabólica confabulación. Habéis alterado el curso del barco, no vamos a Genova, sino a un lugar muy distinto del que debemos...

—¡Brillante, hermano Évola! —le interrumpí—. Debo reconoceros una gran inteligencia deductiva aunque una imaginación escasa y aún menor vocabulario, pues términos como «confabulación» no son adecuados a lo que sucede. Todo obedece a mis órdenes y son legítimas.

—¡Basta ya de mentiras, Excelencia! —gritó Évola—. Ya no tenéis palabra puesto que, por mucho que queráis negarlo, estáis conspirando contra la Inquisición. ¿Me vais a decir que un cambio de rumbo es un detalle sin importancia y que por eso no me avisasteis? ¿Y que también lo es que estéis aquí, liberando a los prisioneros? ¿O que lo que hacéis es enredar a los herejes en vuestro anzuelo aún más de lo que ya están? ¿De verdad pensáis que seré yo el que se enrede aún más y se trague ese anzuelo?

—¿Qué pretendéis hacer? —pregunté directamente, sin intentar disculparme ni justificar la situación.

—He comprobado, Excelencia, que sois una persona muy capaz, no sólo un excelente inquisidor, sino un conspirador de habilidad incomparable —respondió Évola con calma—. En cierto modo, os admiro, pero lamentablemente nuestras lealtades son irreconciliables. Es una pena que no estéis del lado correcto, y lo lamento mucho por vos.

—¿Qué haréis, Évola? —volví a preguntar.

—Sois un cofrade de la
Corpus Carus
—afirmó con odio— y debéis pagar por vuestra traición.

—¿Cómo? ¿Qué está tramando vuestra mente asesina?

—Es fácil: os encerraré con los demás. Sois tan hereje como estos dos —afirmó Évola.

Era sorprendente su audacia, dada la inferioridad de condiciones en que se hallaba. Fue tan arrogante que nos hizo dudar de cuál sería el secreto que guardaba para reducirnos. Sería un monje demente, o muy osado. De todas formas se mostró como alguien temible, con o sin plan. Giulio procedía de los peligrosos suburbios napolitanos. Sus únicas armas, además de la daga escondida en el crucifijo, eran su valentía y deformidad, que a buen seguro ahuyentaban a muchos antes de tener que desenvainar. Y dio resultado.

Other books

It Happened One Bite by Lydia Dare
Ambitious by Monica McKayhan
Killers for Hire by Tori Richards
Duke by Tressie Lockwood
The Fatal Crown by Ellen Jones
The Fat Flush Cookbook by Ann Louise Gittleman
Turner's Vision by Suzanne Ferrell
The Reluctant Suitor by Kathleen E. Woodiwiss
All Sorts of Possible by Rupert Wallis