Authors: Patricio Sturlese
—La Iglesia persiguió con tenacidad este libro hasta que logró encontrarlo y destruirlo en España. Pero la Sociedad Secreta había tenido tiempo de hacer una traducción al griego, que más tarde fue advertida por la Iglesia ortodoxa: esa copia es el Necronomicón.
—Leí algo sobre eso en Roma. Era un documento fechado en 1380 —afirmé mientras recordaba para mí las últimas palabras escritas en aquel documento: «Dios libre a los hombres del rastro de esta obra, pues la bestia mira y presiente a través de ella y sus brujos».
—Los ortodoxos griegos documentaron y nos señalaron la existencia de una copia incompleta traducida al griego que había pervivido —insistió Iuliano recuperando el discurso que yo había interrumpido con mi intervención.
—¿Incompleta? —susurré.
—Los brujos del siglo XIII se encargaron de eliminar los conjuros que convertían el libro en un verdadero peligro. Perseguidos por nosotros, decidieron ocultar las oraciones prohibidas en algún otro lado, en otro libro, sólo para evitar que la Iglesia tuviera acceso al espíritu del Necronomicón y de la secta.
—Pero la Iglesia había tenido el original árabe en sus manos, en España...
—Sí, lo destruyeron sin siquiera examinarlo —contestó Iuliano.
Que consideraba el procedimiento torpe era tan evidente en sus palabras como en el tono de su voz.
—¿Y la copia en griego? —continué.
—Al parecer, descansa en sus cenizas. Eros Gianmaria se encargó de destruirla en cuanto concluyó la traducción al italiano y la tuvo a buen recaudo. El Necronomicón de Gianmaria sigue siendo la versión incompleta del original —sentenció el cardenal.
Yo no podía estar más asombrado ni más orgulloso. Por una parte, sus palabras confirmaban mi intuición sobre la autoría de la traducción al italiano; y por otra, el cardenal y el Astrólogo sabían muchos detalles que corroboraban el desvelo y la eficacia con que la Iglesia había tendido sus redes de informadores para conocer hasta el más mínimo detalle de la azarosa historia del libro prohibido. Pero sus consideraciones sobre el poder real del libro entraban en franco conflicto con las de Gianmaria.
—El hereje estaba convencido de que ese libro nos podía traer problemas —aseguré.
—Eso no es cierto. —Darko volvió a romper su silencio—. El Necronomicón sin sus conjuros es un libro vacío. A menos que... el libro en el que se ocultaron haya estado cerca de su puño, aunque esto es mera especulación...
—Sea como fuere, la historia de la Sociedad Secreta de los Brujos llegó a su fin —dije—. Incompleto o no, ese libro prohibido estará en vuestras manos en pocos días. Sólo hay que esperar el regreso de los emisarios. Con Gianmaria en la hoguera y el libro en manos de la Inquisición, la Sociedad Secreta se extinguirá, y con ella los enemigos de la Iglesia.
El cardenal volvió a mirar el fuego. No parecía muy convencido de que todo hubiera terminado y yo no tardaría mucho en saber por qué.
—Aún quedan enemigos... —susurró hacia las llamas y volviéndose lentamente hacia mí, con una mirada intimidatoria que me incomodó, pronunció un nombre completamente desconocido para mí—: La Corpus Carus.
La mañana siguiente amaneció desteñida en desafiantes nubarrones. Mis intempestivos visitantes habían abandonado el convento a medianoche. Yo me había levantado inquieto y el tiempo no iba a ayudar a que mi ánimo mejorara. La temperatura era despiadadamente baja. La nieve cayó sin cesar durante la madrugada y se agarraba con firmeza a los caminos del contorno mientras que el acceso al convento se había convertido en un completo lodazal.
El vicario Rivara me había solicitado una audiencia en privado y se mantuvo en silencio durante los casi doscientos pasos que recorrimos hasta llegar a un lugar apartado del claustro.
—Tengo una noticia que daros, mi prior —dijo Rivara mientras el calor que salía de su boca se convertía en delgadas volutas de vapor—. He preferido mantenerlo entre nos y no divulgarlo sin vuestra autorización.
—Bien... Creo que en este sitio sólo el viento gélido será testigo —dije mientras miraba hacia el mar—. Os escucho.
—Durante la noche llegó un segundo carruaje desde Roma; nadie salió de él hasta que no lo atendí personalmente. Alguien ha venido a visitaros...
Levanté las cejas para mostrar mi estupor ante tanto misterio. El vicario había hecho una pausa y estaba claro que intentaba encontrar las palabras adecuadas para lo que tenía que decirme.
—¿Entonces?—insistí.
—Pensé que se trataría de algo importante y accedí a alojar a esta persona; creo que la decisión fue correcta...
—Pero ¡basta ya de misterios! ¿De quién se trata? —continué exasperado.
—Es que... Es que es... Una joven.
—¡¿Una niña?! —exclamé completamente sorprendido.
—Se llama Raffaella D'Alema y dice que viene a veros a vos desde Roma.
Por un momento, mi corazón pareció detenerse, y me quedé mirando fijamente a Rivara sin saber qué responderle.
—Accedí a dejarla entrar porque me pareció desatinado obligarla a pasar frío. —El vicario intentó justificarse; mi mirada debió de parecerle poco amistosa—. Sé que una pequeña dama en la vida de un religioso no es algo «conveniente»; la gente habla y engorda los hechos, y los rumores sin sentido alguno retumban por los pasillos. Si se tratase de una burla o de una confusión, no debéis preocuparos, mi prior. Ella está en lugar seguro, a salvo de miradas. ¿Deseáis atenderla...?
De pronto sonreí y con este gesto sorprendí abiertamente al vicario. Mi sonrisa no era algo que prodigara con frecuencia.
—¿Dónde está esa pequeña? —pregunté como quien busca oro dentro de un laberinto.
—En la capilla de los penitentes, bajo llave —contestó el vicario—. Nadie sabe ni sabrá de ella si permanece en ese lugar.
—En verdad supisteis tratar este asunto como se merece, hermano —le dije cariñosamente al vicario, mirándole directamente a sus bondadosos ojos azules y posando mis manos sobre sus hombros—. Ahora entiendo la privacidad de la conversación y encuentro justificación a la caminata. Preparad una habitación y comida para ella, no digáis a nadie que ha llegado y disponed para mañana un carruaje escoltado que la devuelva a Roma. Pasará la noche en el convento.
Dejé a Rivara en el extremo del claustro y me dirigí con presteza hacia la capilla de penitentes sin desviarme ni media pulgada de la trayectoria. Mientras iba caminando, a cada paso levantaba un muro informe con mis pensamientos, apilándolos según venían y sin elaborarlos. Fluían libremente, no sé si eran buenos o malos, si convenientes o perjudiciales; lo único cierto era que deseaba imperiosamente ver a la joven Raffaella. Tanto que hasta olvidé mí reciente estancia en la cámara de tormentos y la extraña conversación que sostuve con Iuliano y el Astrólogo. Sólo pude recordar con nitidez su cara ovalada, su tez lisa y blanca, sus ojos pardos, limpios, su cabello castaño... Su hermoso cuerpo. Nuevamente, la tentación me acechaba. No podía decidir si ella era un ángel enviado por Dios para salvaguardarme de un mundo frío y complejo... O si era un demonio, que había comenzado a lamerme la cara para luego reclamar mi alma por toda la eternidad.
La capilla de penitentes se encontraba en un rincón casi perdido del gran convento. A pesar de su sencillez y magnífica belleza, era usada pocas veces durante el año: sus puertas sólo se abrían para la celebración de la Pascua y en el día de los santos Pedro y Pablo. Al estar en un sitio alejado y poco frecuentado, la pequeña capilla poseía las condiciones idóneas para tener encuentros en intimidad y absoluta reserva, tal y como era menester esa mañana.
Al final del largo pasillo de piedra unas lámparas de aceite delataron actividad en la entrada de la capilla. Había sido el vicario quien las encendiera para matar la profunda oscuridad que sepultaba este sector. Tomé el frío picaporte de hierro del macizo portal y, al ritmo de los desbocados latidos de mi corazón, entré en la capilla en el más hermético de los silencios. Raffaella permanecía sentada en la segunda hilera de asientos justo de frente al altar. Ocultaba su cuerpo tras una gruesa chalina negra pero su cabello castaño destellaba. La joven no se había apercibido de mi entrada, por lo que me acerqué con cautela y sin pretender asustarla. Al avanzar, mi sombra me delató en las paredes y fue suficiente señal para que ella volviese la cabeza.
—Ángelo —dijo con suavidad, luego se levantó y se quedó inmóvil frente a mí.
Su rostro fue el mejor regalo que había tenido en años. La mirada de Raffaella llegó hasta lo más profundo de mi ser, dejándome atónito y sin palabras. Logró lo que muy pocos: callar al Inquisidor. Con seguridad ella esperaba alguna reacción por mi parte, de aprobación o de reprimenda, pues se quedó mirándome como una hermosa estatua. Y en mi cara se dibujó involuntariamente una sonrisa. Al verla, Raffaella dio un paso hacia mí y me abrazó.
—Raffaella —dije mientras la sujetaba con afecto contra mi pecho—. ¿Qué clase de locura has hecho?
—Perdonadme, no quise exponeros ni causaros problemas —dijo ella con su rostro hundido en mi hombro—. Sé que he ido muy lejos; confío en que me comprendáis...
Tomé sus brazos y la separé un poco para verle la cara. Estaba llorando.
—Mi pequeña —le susurré con ternura.
Raffaella estaba asustada y era lógico. Se había escapado de su casa y recorrido una infinidad de leguas sólo por un impulso irrefrenable. No dejaba de ser una niña que ahora se enfrentaba a la realidad, más compleja de lo que había supuesto, y temía el castigo de los que la cuidaban. Era mi deber como hombre y religioso consolar a esa alma en apuros.
—Si hubiese sabido de tu llegada, habría ordenado cortar todas las flores del valle para adornar la capilla.
—¿No estáis enfadado? —preguntó, sorprendida.
—¿Por qué habría de estarlo?
—Hice algo que me habíais prohibido... ¿No recordáis que os había propuesto viajar con vos?
—Sí, lo recuerdo... —dije mientras le secaba una lágrima con el pulgar—. A veces mi boca habla más rápido que mi corazón. Estoy muy contento de verte.
Ella sonrió, y yo reprimí un suspiro de gozo.
—No deja de ser osada tu travesura... ¿Acaso creíste de veras, en algún momento, que me enfadaría contigo?
—No... Habéis actuado como imaginé, no me equivoqué con vos... Y creo que tampoco cuando tomé la decisión de venir —dijo Raffaella, ya calmada.
No había demasiado tiempo para seguir conversando. Mi deseo desenfrenado de verla se anteponía a la prudencia y a mis obligaciones, pues aún me quedaban asuntos que ultimar para el Sermo Generalis, el gran auto de fe que se celebraría el día 30 de noviembre en la plaza de San Lorenzo. Había entrado en la capilla preso del arrebato: era incapaz de saber que ella estaba entre mis paredes y no verla. Yo intuía sus razones. Aquel abrazo, aquella mirada, habían hablado lo suficiente. Si tenía alguna otra justificación, luego sería el momento de escucharla. Más tarde tendríamos el tiempo y la atmósfera indicada para profundizar el diálogo. Sólo debía esperar a que cayera la noche.
—Raffaella —le dije tomándole las manos—. Ahora he de irme. Le pediré al vicario Rivara, el hermano que te trajo hasta aquí, que te prepare un aposento para pasar la noche y yo iré a compartir la cena contigo. Por nada del mundo salgas de la capilla si no es con Rivara. Y, por favor, una vez instalada, no abandones tu habitación. Creo que puedes comprender cuánto me compromete tu visita.
Dicho esto abandoné la capilla y mientras caminaba hacia mis aposentos, volvieron a mí los sucesos acaecidos el día anterior, ese día que había conseguido apartar de mi mente por un instante. El interrogatorio cruel, la tortura, la confesión de Gianmaria, su acusación de bastardía, la intempestiva visita de Iuliano y del astrólogo papal, el enigma de la Corpus Carus... Y aquel libro del que, estaba seguro, todavía me escatimaban información. Los hombres que había enviado a Ferrara regresarían pronto y yo habría cumplido con mi primera misión, localizar el Necronomicón de Gianmaria. Mi partida hacia el Nuevo Mundo se acercaba y me habría gustado resolver alguno de los muchos misterios que, de repente, se habían cruzado tan inopinadamente en mi camino.
Había instalado a Raffaella en el ala del convento donde estaban las habitaciones más confortables y amplias, reservadas al prior y a las visitas de rango. Su alcoba estaba frente a la mía. Esa noche tendríamos la intimidad que necesitábamos pues éramos los únicos instalados en aquel corredor. Pedí que llevaran cena con la orden expresa de que la dejaran ante la puerta, llamaran, y se retiraran antes de que el visitante saliera a recogerla.
Cuando llegué a la puerta golpeé cuatro veces: era la señal acordada con Raffaella, que tenía órdenes estrictas de no abrir a nadie. La cerradura sonó y la gran puerta de nogal se entreabrió para darme paso a la habitación. Raffaella mantenía una sonrisa armoniosa en su rostro y los restos de su cena me dieron a entender que había sido muy bien aceptada.
—Me alegro de veros... —dijo sentándose a los pies de la majestuosa cama que mostraba exquisitas tallas en su cabezal.
—¿Te gustó la cena? —pregunté echando una mirada a las bandejas de plata.
—Sí, mucho. ¿Qué era?
—Ciervo... —dije mientras contemplaba la perfección de sus facciones y le sonreía de forma cortés.
—¿Ciervo? —exclamó sorprendida—. No lo había probado nunca.
—Bueno... A partir de ahora ya no podrás decir eso —continué.
El plato que había degustado era el que se solía preparar para agasajar a los invitados de mayor rango. La carne de ciervo, más oscura que la de res, tiene un sabor inigualable cuando se la condimenta con la receta de salsa de hongos que nuestro cocinero mayor se negaba siempre a revelar.
Me dirigí a la chimenea, aticé las brasas y eché tres gruesos troncos para que la alcoba se mantuviera caldeada. La disposición de la leña en el fuego, las brasas ardientes y el crepitar de las llamas elevándose en el tiro me recordaron quién era. Pero en ese momento no me encontraba frente a un hereje, absolviéndole de sus pecados antes de quemarlo. Estaba ante la hija de mi buen amigo Tommaso. Me dirigí hacia la gran cama, cogí una silla y me senté frente a Raffaella.
—Cuéntame por qué has venido hasta aquí—dije con suma delicadeza.