Authors: Arturo Pérez-Reverte
En ese momento, una mujer a la que apenas vi el rostro, pero de la que recuerdo perfectamente su toquilla negra y sus gritos, se agarró al bocado de mi caballo como si le fuese la vida en impedir que me largara de allí. Yo estaba aturdido por los golpes y el dolor del navajazo en el muslo y empezaba a perder la cabeza. Mi montura arrancó, sacándome de entre la gente, pero aquella mujer seguía agarrada, no me soltaba aunque la arrastré cuatro o cinco varas... Entonces le di un sablazo en el cuello y cayó bajo las patas del animal, echando sangre por las narices y la boca.
Frederic y Philippo, intrigados, aguardaron la continuación de la historia. Pero De Bourmont había terminado. Se quedó en silencio, contemplando las nubes con el cigarro humeante entre los dedos.
—A lo mejor también se llamaba Lola — añadió al cabo de un rato.
Y se echó a reír con una mueca amarga.
Un jinete solitario apareció cabalgando por el este y remontó la pendiente del cerro en que estaba instalada la plana mayor del Regimiento. Desde la orilla del riachuelo, Frederic vio recortarse la silueta de hombre y caballo, siguiéndola con la vista hasta que llegó a la cima.
—Ese es un batidor del coronel Letac —aventuró Philippo, que se había incorporado para ver mejor—. Apuesto a que dentro de poco estamos a caballo.
—Ya iba siendo hora —murmuró Frederic, con un brillo de esperanza en los ojos.
—Lo digo yo —sentenció Philippo mientras volvía a tumbarse silbando entre dientes—. Me gusta la cebolla frita con aceite, un aire de cierta opereta de moda que había sido adoptado por las bandas de música militar.
De Bourmont, que tenía los brazos cruzados a modo de almohada tras la nuca y ni siquiera había abierto los ojos, hizo una mueca de fastidio.
—Por la sangre de Cristo, Philippo, no me importune con tonadas de vodevil. Su historia de la cebolla es de pésimo gusto, y además suena horrible.
El aludido miró a su compañero, visiblemente vejado.
—Perdone, mi querido amigo, pero esa melodía que parece detestar tanto es una de las más alegres que interpretan nuestras bandas de música, además ayuda a desfilar maravillosamente.
De Bourmont parecía albergar serias reservas al respecto.
—Es chabacana —alegó con desdén—. Se ve que los quinientos músicos formados por David Buhl en la escuela de Versalles aprendieron a tocar la trompeta, pero no a escoger la música con espíritu selectivo. Me gusta la cebolla frita... ¡Bah! Sencillamente ridículo.
—Pues a mí me agrada —protestó Philippo—.¿Acaso prefiere usted los viejos aires realistas?
—Tenían cierto encanto —respondió De Bourmont con frialdad, abriendo los ojos y mirando directamente a los de Philippo, que tras unos tensos instantes optó por desviar la mirada. Frederic resolvió intervenir.
—Yo prefiero los viejos aires republicanos —aventuró.
—Yo también —dijo De Bourmont—. Al menos no nacieron entre decorados y candilejas, ni fueron canturreados por tonadilleras pintarrajeadas y actores bufos.
—Pues al Emperador no le gustan las melodías republicanas —insistió Philippo—. Dice que están demasiado manchadas de sangre francesa, y prefiere que sus soldados marchen al son de música alegre como ésta. Precisamente ésa que tanto le desagrada a usted, Bourmont, es una de sus favoritas.
—Lo sé. Pero que Napoleón sea un rayo de la guerra no significa que su genio se extienda al campo la música. Es evidente que por ese lado presenta ciertas lagunas.
Philippo se retorció el bigote, airado.
—Oiga, Bourmont. A veces me revienta, ¿sabe?
—Puede pedirme satisfacción cuando guste—respondió De Bourmont con absoluta calma—.Estoy a su disposición.
—¡CazzodiDio!
Frederic creyó llegado el momento de mediar otra vez.
—Bueno, ya está bien —terció, conciliador—Podemos reservarnos para los españoles.
Philippo abrió la boca para añadir algo, rojo de cólera, pero sorprendió un guiño furtivo que De Bourmont le hizo a Frederic. Entonces se echó a reír, desvanecida al instante su ira.
—Por la sporca Madonna, Bourmont, que un día tendré que liarme con usted a sablazos. Disfruta sacándome de mis casillas, querido.
—¿A sablazos? ¿Usted y cuántos más?
—¡Cazzo di Dio!
—Bueno, ya está bien —intervino otra vez Frederic—. ¿Queda coñac?
De Bourmont alargó su petaca y los tres húsares bebieron en silencio. El teniente Gerard y el subteniente Laffont se acercaban al grupo.
—¿Han visto al batidor? —preguntó Laffont, un bordelés pelirrojo y desgarbado, pero excelente jinete y muy diestro con el sable.
—Sí —asintió Frederic—. Creo que vamos a movernos.
—Parece que el combate principal se va desplazando hacia el centro de nuestra línea —comentó Gerard, un veterano de largas trenzas y piernas arqueadas—. Al menos, el bronce hace bastante ruido por allí.
Intercambiaron conjeturas durante un rato. Al cabo, todos llegaron a la conclusión de que ninguno de ellos tenía la menor idea de lo que estaba pasando. A su alrededor, esparcidos por la ribera del riachuelo, los húsares conversaban en grupos o permanecían silenciosos junto a los caballos, con la mirada perdida en los cerros. El sol no lograba desgarrar del todo el manto de nubes y el cielo se cerraba otra vez, llenando de sombras amenazadoras el horizonte.
El capitán Dombrowsky bajaba del cerro y parecía tener prisa. Los oficiales corrieron hacia sus monturas mientras un murmullo de expectación recorría el escuadrón. Frederic y De Bourmont recogieron a toda prisa los capotes del suelo y los ataron en las sillas. Para alcanzar su caballo, Philippo tuvo que mojarse las botas.
Dombrowsky ya estaba entre ellos y el trompeta tocaba a formar. Los húsares se alinearon llevando a los caballos de la brida. Frederic se caló el colbac y se mantuvo erguido, sujetando el sable envainado en la mano izquierda, diciéndose que aquella vez la cosa parecía ir en serio. De Bourmont le hizo una seña que expresaba satisfacción. También él opinaba lo mismo.
Cuando llegó el toque de montar, los ciento ocho húsares del escuadrón lo hicieron como un solo hombre. Resultaba curioso comprobar cómo los miembros del Regimiento, tan fieles al indisciplinado estilo de la caballería ligera cuando se hallaban lejos de la acción, se tornaban minuciosos como un mecanismo ante la proximidad de ésta. Precisamente ese espíritu colectivo asumido frente al combate los convertía en una máquina de guerra poderosa, flexible y devastadora.
—¡A mí los oficiales! —gritó Dombrowsky. Los aludidos espolearon los caballos hasta llegar junto a él.
—El escuadrón se divide durante un rato —explicó el capitán, mirándolos con sus ojos de hielo—. La Primera Compañía escoltará a un batallón del Octavo Ligero hasta que éste tome posición para entrar en fuego frente a la aldea situada al otro lado de los cerros. La misión del Octavo es tomar la aldea y desalojar de ella al enemigo, pero eso no es de nuestra incumbencia. Apenas entre la infantería en posición, nosotros volveremos grupas y nos replegaremos hacia aquella cañada que ven ustedes allí, donde aguardará la Segunda Compañía, montada y lista para entrar en acción en cuanto se la requiera... Posiblemente veamos jinetes a nuestra izquierda, en la linde del bosque. No se preocupen de ellos, porque se trata del Cuarto Escuadrón de nuestro Regimiento, preparado allí para emprender la persecución del enemigo en cuanto éste desaloje la aldea... ¿Entendido? Pues en marcha. Columna por pelotones.
Frederic ocupó su puesto, esta vez exactamente en el centro de la formación compuesta por cuatro filas de doce hombres cada una. Arrancaron al paso y pronto estuvieron trotando por los olivares de color ceniza. El teniente Maugny, que también bajaba del cerro para hacerse cargo de la compañía que se dirigía a la cañada, se cruzó con ellos y saludó a Dombrowsky, que devolvió el gesto con una leve inclinación de cabeza. Salvaron sin dificultad un muro de piedra y remontaron una pequeña loma, distinguiendo a la derecha, en la cima del cerro principal, el águila del Regimiento que ondeaba entre un grupo de oficiales.
No se oían disparos al frente, y sólo el cañón y la fusilería sonaban lejanos, siempre a la derecha de la ruta que seguían. Frederic imaginó que por allí debía de estarse peleando duro, y experimentó cierta decepción al comprobar que ellos cabalgaban hacia el silencio, y ni siquiera para combatir. Tan sólo una rutinaria misión de escolta.
Por fin, dejando atrás las últimas lomas, los húsares tuvieron ante sus ojos el campo de batalla. Se extendía entre el bosque de la izquierda y unas montañas lejanas, formando un valle de cinco o seis leguas de anchura. Había dos o tres aldeas que parecían rodeadas por nubes bajas, como niebla. Era por allí donde te tumbaba el cañón, y al cabo de un rato Frederic comprendió que lo que inicialmente tomó por nubes bajas no era otra cosa que la humareda del combate.
Algo más cerca, a cosa de una legua, las manchas azules de un par de regimientos franceses divididos en batallones permanecían inmóviles en línea, diseminadas por los campos. De vez en cuando brotaba de las filas la neblina oscura de las descargas de fusilería; quedaba suspendida en el aire y luego se deshacía lentamente en jirones que flotaban sobre el valle. Enfrente, punteadas por los breves fogonazos de la artillería, las descargas españolas hacían brotar humaredas idénticas que ocultaban el horizonte, fundiéndose con el manto plomizo de las nubes bajas. El cielo encapotado y el humo de la pólvora parecían aliarse para ocultar el sol.
Era cerca del mediodía cuando los húsares establecieron contacto con el Octavo Ligero. Los infantes, uniforme azul y correaje blanco cruzado sobre el pecho, levantaron los chacós en la punta de los mosquetones para vitorear a la caballería que iba a escoltarlos hacia el lugar del combate. A Frederic le llamó la atención la extrema juventud de los soldados, muy común en el ejército de España, rostros casi de niños enmarcados por los barboquejos de cobre. Llevaban las livianas mochilas a la espalda, las bayonetas en las fundas y tenían aspecto fatigado. Los dos batallones que integraban el Regimiento mantenían la formación de marcha, pero los soldados estaban a discreción, sentados en el suelo en su mayor parte. Sin duda se encontraban cansados por una marcha forzada que acababa de concluir porque no tenían aspecto de haber entrado todavía en combate. Los oficiales permanecían de pie en el centro de cada batallón, con los cornetas y tambores. El jefe del Regimiento, un coronel, estaba a caballo junto a la bandera coronada por el águila.
Dombrowsky distribuyó la compañía por pelotones en los flancos del Octavo Ligero. Al de Frederic le fue asignado un puesto junto a la cabeza de la columna, ligeramente adelantado. Sonaron las cornetas y un par de tambores se pusieron a dar redobles. Los hombres se levantaron del suelo y echaron a andar.
Frederic mantuvo a Noirot al paso, con las riendas sueltas. Llevaba las manos apoyadas en el pomo de la silla y vigilaba con atenta mirada el camino a seguir. De vez en cuando volvía el rostro para observar a los cazadores, que caminaban a su lado arrastrando los pies sobre la tierra húmeda y tropezando con las piedras y los arbustos. También ellos lo miraban a él, y en los ojos de los jóvenes infantes se transparentaba una abierta envidia, a veces un nada disimulado rencor. Frederic intentó ponerse en el lugar de aquellos soldados que recorrían Europa a pie, con barro hasta los tobillos o bajo el otras veces despiadado sol de España, infantería de suelas agujereadas y pantorrillas endurecidas por marchas agotadoras e interminables. Para ellos, el oficial de húsares, que no gastaba las botas y viajaba a lomos de un hermoso caballo, enfundado en elegante uniforme de un prestigioso regimiento, constituía sin duda un irritante contraste que los enfrentaba con mayor crudeza a su triste realidad de carne de cañón informe y anónima, siempre azuzada por las voces de los malhumorados sargentos, mal vestida y peor alimentada. Y ellos, los de a pie, los del Octavo Ligero, tenían que enfrentarse al trabajo duro, para que después, hecha la tarea principal, los relucientes húsares de a caballo diesen un par de toques aquí y allá, persiguiendo al enemigo que otros habían puesto en fuga y quedándose con la mejor parcela de gloria. El mundo estaba mal repartido, y el ejército francés mucho más. Éstas y otras reflexiones se hacía Frederic sobre los hombres a quienes escoltaba hacia lo que podía ser la muerte, la mutilación, posiblemente la victoria, aunque el joven subteniente imaginaba que la victoria debía de traerles sin cuidado a los mutilados y a los muertos. Al menos quedaba la gloria; pero desde la altura en que lo situaban su caballo, su uniforme y sus galones, Frederic estaba convencido de que el concepto que de la gloria podían tener esos soldados que marchaban a pie, mosquetón al hombro, difería considerablemente del suyo.
La gloria. La palabra volvía una y otra vez a su mente, casi afloraba a sus labios. Le gustaba el sonido de aquellas seis letras. Había algo épico, incluso trascendente en ellas.
Frederic sabía que el hombre, desde tiempo inmemorial, había luchado con sus semejantes por conceptos a menudo materialistas e inmediatos: comida, mujeres, odio, amor, riqueza, poder... Incluso simplemente porque se le ordenaba, y el miedo al castigo, hecho curioso, se sobreponía con notoria frecuencia al miedo a la muerte que podía aguardar agazapada en la guerra. Muchas veces se había preguntado por qué soldados de sentimientos groseros, poco confortados por motivaciones de índole espiritual, no desertaban en mayor cantidad, o se negaban a acudir al ser llamados a filas. Para un campesino que no veía más allá de su pequeña tierra, su choza y la comida indispensable para mantener a su familia, acudir a tierras lejanas a defender intereses de monarcas no menos lejanos debía de constituir una empresa estéril, absurda, en la que nada tenía por ganar y mucho que perder, incluyendo el bien más preciado: la propia vida.
El caso de Frederic Glüntz, de Estrasburgo, era distinto. Cuando decidió hacerse militar, emprendió ese camino movido por un impulso elevado, generoso. En la carrera de las armas buscaba la cristalización de un anhelo superior, de un sentimiento que lo arrancaba de las comodidades de la vida burguesa y lo ponía en el camino de la heroicidad, de los sentimientos nobles, del sacrificio supremo. Había entrado en la milicia como quien entra en religión, abrazando su sable como quien abraza una cruz. Y si los sacerdotes o los pastores aspiraban a ganar el cielo, él aspiraba a ganar la gloria: la admiración de sus camaradas, el respeto de sus jefes, la propia estimación a través de experimentar ese bello y desinteresado sentimiento de vivir con la conciencia de que era dulce y hermoso pelear, sufrir y quizá morir por una idea. La Idea. Eso era precisamente lo que diferenciaba al hombre que se elevaba por encima de lo material, de todos aquellos otros, la mayoría, que vivían prisioneros de lo palpable y lo inmediato.