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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (78 page)

BOOK: El honorable colegial
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Luego, dirigiéndose a ella, añadió:

—¿Qué tal te va, amiga? Perdona el jaleo. No rompimos nada, ¿verdad?

—No —dijo ella.

—Te han apretado las clavijas utilizando tu pasado culpable, ¿verdad? El palo y la zanahoria. ¿Te prometieron dejar limpia la pizarra? Eres una tonta, Lizzie. En este juego no se permite tener un pasado. Y tampoco se puede tener un futuro.
Verboten.

Se volvió de nuevo a Smiley:

—No pasó más que eso, George. No hay ninguna filosofía especial en el asunto. Sólo que la amiga Lizzie entró muy dentro de mí.

Y echó la cabeza hacia atrás y miró fijamente a Smiley con los ojos semicerrados. Con la claridad que a veces proporciona el dolor, se dio cuenta de que con su acción había puesto en peligro hasta la existencia misma de Smiley.

—No te preocupes —dijo suavemente—. A ti no te pasará, puedes estar seguro.

—Jerry —dijo Smiley.

—Señor —dijo Jerry, adoptando una postura teatral de atención.

—Jerry, no entiendes lo que pasa. Hasta qué punto pudiste estropearlo todo. Miles de millones de dólares y miles de hombres que no habrían obtenido nada de lo que nos proponemos conseguir con esta operación. Un general en guerra se moriría de risa pensando en un sacrificio tan pequeño por un dividendo tan enorme.

—No me pidas
a mí
que te saque del apuro, amigo —dijo Jerry mirándole de nuevo a la cara—. El sabihondo eres tú, ¿recuerdas? No yo.

Volvió Sam Collins. Smiley le miró interrogante.

—No es uno de los suyos tampoco —dijo Sam.

—Iban a por mí —dijo Jerry—. Pero cogieron a Lukie. Es un gran tipo. O lo era.

—¿Y está en tu piso? —preguntó Smiley—. Muerto. De un tiro. ¿Y en tu piso?

—Lleva allí tiempo.

Smiley se dirigió a Collins:

—Tenemos que limpiar todas las huellas, Sam. No podemos arriesgarnos a un escándalo.

—Volveré a llamarles ahora —dijo Collins.

—Y entérate de los vuelos —dijo Smiley cuando el otro ya salía—. Dos. De primera.

Collins asintió.

—No me gusta ni pizca ese tipo —confesó Jerry—. Nunca me gustó. Debe ser el bigote.

Luego, señaló a Lizzie.

—¿Qué tiene ella para ser tan importante para todos vosotros, George? Ko no le cuchichea sus más íntimos secretos. Ella es una ojirredonda —se volvió a Lizzie—. ¿Verdad que no?

Ella movió la cabeza.

—Si lo hiciese, ella no se acordaría —continuó Jerry—. Es muy torpe para esas cosas. Probablemente nunca haya oído hablar de Nelson.

Volvió a dirigirse a ella:

—Tú. ¿Quién es Nelson? Vamos, ¿quién es? El hijito muerto de Ko, ¿verdad? Eso es. Le puso su nombre al barco, ¿verdad? Y a su caballo.

Luego, se volvió a Smiley:

—¿Ves? Es muy torpe. Te aconsejo que la dejes fuera del asunto.

Collins había vuelto con una nota de horarios de vuelos. Smiley la leyó ceñudo.

—Tenemos que enviarte a casa inmediatamente, Jerry —dijo—. Guillam está esperando abajo con un coche. Fawn también irá.

—Tengo ganas de vomitar otra vez, si no te importa.

Jerry se incorporó, se apoyó en el brazo de Smiley e inmediatamente Fawn se adelantó, pero Jerry esgrimió hacia él un dedo amenazador, mientras Smiley le ordenaba retroceder.

—No te acerques a mí, gnomo venenoso —le advirtió Jerry—. Tuviste una ocasión y se acabó. La próxima vez, no será tan fácil.

Avanzaba encogido, despacio, arrastrando los pies, con las manos en el vientre. Al llegar junto a la chica, se detuvo.

—¿Tenían sus reuniones aquí Ko y sus amiguitos, querida? Ko subía aquí a sus muchachos para charlar con ellos, ¿verdad?

—A veces…

—Y tú ayudabas con los micros, ¿eh? Como una buena ama de casa. Dejabas entrar a los chicos de sonido, sostenías la lámpara… Claro que lo hacías, sí…

Ella asintió.

—Aún no es suficiente —objetó Jerry, mientras continuaba renqueante hacia el baño—. Aún no contesta eso a mi pregunta. Debe haber más cosas,
muchas
más.

En el baño, puso la cara bajo el agua fría, bebió un poco e inmediatamente vomitó. Al volver, miró de nuevo a la chica. Ella estaba en el salón y, al igual que la gente que cuando está tensa se pone a hacer cosas triviales se había puesto a ordenar los discos y colocarlos en su funda correspondiente. En un rincón distante, Smiley y Collins conferenciaban en voz baja. Cerca y alerta, esperando junto a la puerta, estaba Fawn.

—Adiós, amiga —le dijo a la chica. Y poniéndole la mano en el hombro, la hizo volverse hasta que sus ojos grises le miraron de frente.

—Adiós —dijo ella, y le besó, no exactamente con pasión, pero al menos más concienzudamente que a los camareros.

—Yo fui una especie de accesorio antes de la acción —explicó—. Lo siento. Pero no lamento ninguna otra cosa. Será mejor que tengas cuidado también con ese maldito Ko. Porque si ellos no consiguen matarle, puede que lo haga yo.

Y le acarició las cicatrices de la barbilla y luego se arrastró hacia la puerta, donde esperaba Fawn, y se volvió para despedirse de Smiley, que estaba solo de nuevo. Collins había sido enviado al teléfono. Smiley estaba como mejor le recordaba Jerry: los brazos cortos ligeramente alzados de los costados, la cabeza un poco hacia atrás, la expresión como de disculpa y de interrogación al mismo tiempo, como quien acaba de dejarse el paraguas en el metro. La chica se había apartado de ambos y aún seguía ordenando los discos.

—Recuerdos a Ann —dijo Jerry.

—Gracias.

—Estás equivocado, amigo. No sé cómo, no sé por qué, pero estás equivocado. Aunque, de todos modos, imagino que es demasiado tarde para eso.

Se sintió mal otra vez y le aullaba la cabeza por los dolores que sentía en el cuerpo.

—Si te acercas más a mí —le dijo a Fawn— te romperé ese cochino cuello, ¿entendido?

Se volvió de nuevo a Smiley, que seguía en la misma postura y no mostraba indicio alguno de haberle oído.

—Así que os queda el campo libre —dijo Jerry.

Con un último gesto de despedida para Smiley, pero ninguno para la chica, Jerry salió cojeando al descansillo, seguido de Fawn. Cuando esperaba el ascensor, vio al elegante norteamericano de pie a la entrada de otro piso abierto, observándole.

—Hombre, me había olvidado de ti —dijo ruidosamente—. Tú eres el que controla los aparatos de su piso, ¿eh? Los ingleses la chantajean y los primos le ponen escuchas en casa, es una chica con suerte, recibe de todas partes.

El norteamericano desapareció, cerrando rápidamente la puerta. Llegó el ascensor y Fawn le empujó al interior.

—No hagas eso —le advirtió Jerry—. Este caballero se llama Fawn —dijo, dirigiéndose a los otros ocupantes del ascensor en voz muy alta.

La mayoría de los ocupantes del ascensor llevaban smoking y trajes de lentejuelas.

—Pertenece al Servicio Secreto británico y acaba de darme una patada en los huevos. Vienen los rusos —añadió, a sus rostros inexpresivos e indiferentes—. Se van a llevar todo vuestro dinero.

—Está borracho —dijo Fawn irritado.

En el vestíbulo, Laurence, el portero, les observó con gran interés. Delante del edificio esperaba un sedán Peugeot azul. Sentado al volante estaba Peter Guillan.

—Adentro —masculló.

La puerta delantera estaba cerrada. Jerry subió atrás, seguido de Fawn.

—¿Qué demonios te has creído tú? —exigió Guillam furioso—. ¿Desde cuándo los ocasionales de Londres pueden tomar una iniciativa así en plena operación?

—No te acerques —advirtió Jerry a Fawn—. Al más mínimo movimiento, te atizo. Te lo digo en serio. Te aviso. Oficial.

Había vuelto la niebla baja, rodaba sobre el capó. La ciudad parecía al pasar como una serie de vistas enmarcadas de un depósito de chatarra: un letrero pintado, el escaparate de una tienda, ramales de cables siguiendo las luces de neón, una masa de asfixiado follaje; el inevitable edificio en construcción inundado de luz. En el espejo, Jerry vio que le seguía un Mercedes negro. Pasajero varón, chófer varón.

—Los primos vienen siguiéndonos la retirada —anunció.

Un espasmo de dolor en el abdomen estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento y por un instante pensó que Fawn había vuelto a pegarle, pero fue sólo un recuerdo de la primera vez. En Central, hizo parar a Guillam y vomitó en la calle a la vista de todo el mundo, sacando la cabeza por la ventanilla, mientras Fawn acechaba tenso. El Mercedes paró también, tras ellos.

—No hay nada como un buen dolor —exclamó, acomodándose de nuevo en el coche—, para despejar la sesera de polillas por una temporada. ¿Eh, Peter?

Guillam, que estaba furioso, contestó con un taco.

No
entiendes lo que pasa,
había dicho Smiley.
Hasta qué punto pudiste estropearlo todo. Miles de millones de dólares y miles de hombres que no habrían obtenido nada de lo que nos proponemos conseguir…

¿Cómo?
se preguntaba insistente. Conseguir
¿qué?
Tenía una idea muy esquemática de la posición de Nelson dentro del gobierno chino. Craw sólo le había dicho lo imprescindible.
Nelson tiene acceso a las joyas de la Corona de Pekín, Señoría. El que le eche el guante a Nelson, ganará honra y fama para toda la vida para sí mismo y para su noble casa.

Iban bordeando el puerto, camino del túnel. Desde el nivel del mar, el portaviones norteamericano parecía extrañamente pequeño contra el alegre telón de fondo de Kowloon.

—¿Y cómo le va a sacar Drake? —preguntó tranquilamente a Guillam—. No intentará sacarle volando otra vez, claro. Ricardo acabó con esa posibilidad para siempre, ¿no?

—Succión —masculló Guillam… lo cual fue una estupidez de su parte, pensó jubiloso Jerry. Debería haber mantenido la boca cerrada.

—¿Nadando? —preguntó Jerry—. Nelson cruzando la bahía Mirs. Drake no puede hacer
eso.
Nelson es demasiado viejo. Moriría de frío, si es que no le cogían antes los tiburones. ¿Qué te parece el tren de los cerdos, sacarle con los puercos? Lamento que te pierdas el gran momento, amigo, por culpa mía.

—Yo también lo lamento, puedes estar seguro. Me gustaría atizarte una patada en la boca.

La dulce música del regocijo resonaba en el cerebro de Jerry. ¡Es cierto! se decía.
¡Eso
es lo que pasa! Drake va a sacar a Nelson y ellos están haciendo cola esperando su llegada.

Tras el lapsus de Guillam (sólo una palabra, pero para Sarratt un error clara y totalmente imperdonable) había una revelación tan desconcertante como todas las que Jerry soportaba entonces, y. en algunos aspectos, muchísimo más amarga. Si algo podía mitigar el delito de indiscreción (y para Sarratt nada lo mitiga) no hay duda de que podrían alegarse justificadamente las experiencias de Guillam en la última hora: media hora conduciendo frenéticamente para Smiley en la hora punta y la otra media esperando en el coche, en desesperada indecisión, frente a Star Heights. Todo lo que había temido en Londres, sus más lúgubres recelos respecto a la conexión Enderby—Martello, y los papeles de apoyo de Lacon y de Sam exactos por encima de cualquier duda razonable, y ciertos y justificados, y si podía poner alguna objeción a sus previsiones era la de que en ellas había subestimado el asunto.

Habían ido primero a Bowen Road en los Midlevels, a un edificio de apartamentos tan neutro y anodino y grande que hasta los que vivían allí debían de tener que mirar dos veces el número para asegurarse de que entraban en el debido. Smiley pulsó un botón que decía Mellon y Guillam fue tan idiota que preguntó: «¿Quién es Mellon?» en el justo instante en que recordaba que era el nombre de trabajo de Sam Collins. Luego hizo una toma doble y se preguntó (a sí mismo, no a Smiley, estaban ya en el ascensor por entonces) a qué chiflado podría ocurrírsele, tras los estragos de Haydon, utilizar el mismo nombre de trabajo que había usado antes de la caída. Luego, Collins les abrió la puerta, ataviado con su bata de seda tailandesa, un pitillo negro en la boquilla, y su sonrisa lavable e inarrugable; y acto seguido estaban ya todos en un salón de parquet con sillones de bambú y Sam había conectado dos transistores en distintas emisoras (en una se oía a un locutor y música en la otra), como rudimentario sistema de seguridad antiescuchas mientras hablaban. Sam escuchaba, ignorando por completo a Guillam; luego se apresuró a telefonear a Martello directamente (Sam tenía una
línea directa
con él, date cuenta, no tenía que marcar ni nada, comunicación inmediata, al parecer) para preguntarle voladamente «cómo andan las cosas con el amiguito». Lo de «amiguito» (Guillam se enteró más tarde) era, en la jerga del juego, un sinvergüenza. Martello contestó que la furgoneta de vigilancia acababa de informar El amiguito y Tiu estaba en aquel momento sentados en la bahía de Causeway a bordo del
Almirante Nelson,
según los vigilantes, y los micros de dirección (como siempre) estaban recogiendo tantos ruidos producidos por el agua que los transcriptores necesitarían días, quizás semanas, para eliminar los sonidos extraños y descubrir si los dos hombres se habían dicho algo interesante. Entretanto, habían destacado un vigilante fijo junto al muelle, con órdenes de avisar inmediatamente a Martello si la embarcación levaba anclas o alguna de las dos presas desembarcaba.

—Entonces debemos ir allí de inmediato —dijo Smiley, así que volvieron al coche y mientras Guillam conducía el breve trayecto que les separaba de Star Heights, furioso y escuchando impotente la tensa conversación de los otros, fue convenciéndose cada vez más de que estaba contemplando una tela de araña y que sólo George Smiley, obsesionado por lo que prometía el caso y por la imagen de Karla, era lo bastante miope y lo bastante confiado, y a su modo paradójico lo bastante inocente, para meterse de cabeza y enredarse en ella.

La edad de George, pensó Guillam, las ambiciones políticas de Enderby, su proclividad a la postura belicista y pronorteamericana… por no mencionar la caja de botellas de champán y sus descarados galanteos a la planta quinta. El tibio apoyo de Lacon a Smiley, mientras por detrás buscaba en secreto un sucesor. La parada de Martello en Langley. La tentativa de Enderby,
hacía sólo días,
de sacar a Smiley del caso y entregárselo a Martello en bandeja. Y ahora, lo más elocuente y amenazador de todo, la reaparición de Sam Collins como comodín del caso con una línea privada de comunicación con Martello… Y Martello, Dios nos asista, haciéndose el tonto como si no supiese de dónde sacaba George la información, a pesar de la línea directa:

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