El honorable colegial (41 page)

Read El honorable colegial Online

Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
7.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Doris, querida mía, te lo he dicho antes y te lo diré siempre. El Señor tiene muchas formas de manifestarse. Mientras haya hombres buenos dispuestos a salir a buscar la verdad y la justicia y el amor fraterno. Él no se quedará esperando demasiado tiempo a la puerta.

Doris se refugió ruborosa en la labor.

—Ella tiene razón, desde luego. Nelson
destrozó
la misión. Abjuró además de su religión.

Una nube de pesar amenazó su viejo rostro un instante, hasta que, de pronto, triunfó la risa.

—¡Dios mío!, ¡y cómo le hizo sufrir Drake por eso! ¡Qué riña le soltó! ¡Santo cielo! «¡La política!», decía Drake. «Las ideas políticas no puedes comerlas, ni venderlas y, que me perdone Doris, ¡ni acostarte con ellas! ¡Sólo sirven para destrozar templos y matar inocentes!» Nunca le había visto yo tan furioso. ¡Y qué tunda le dio! ¡Drake había aprendido unas cuantas cosas abajo en los muelles, se lo aseguro!

—Y usted
debe —
silbó di Salis, como una serpiente en la oscuridad—, debe contárnoslo
todo.
Es su deber.

—Una manifestación de estudiantes —continuó el señor Hibbert—. Con antorchas, después del toque de queda, un grupo de comunistas que habían salido a la calle a alborotar. Principios del cuarenta y nueve, debía ser, supongo, primavera, las cosas empezaban ya a calentarse.

El estilo narrativo del señor Hibbert, en contraste con sus divagaciones anteriores, se había vuelto inesperadamente conciso.

—Estábamos sentados junto al fuego, ¿no es verdad Doris? Catorce tenía Doris ¿O quince? Nos gustaba mucho tener fuego, aunque no hiciese falta, nos recordaba Macclesfield. Y oímos el alboroto y los cánticos fuera. Címbalos, silbatos, gongs, campanillas, tambores, oh, un estrépito horrible. Yo ya sabía que podría pasar algo así. El pequeño Nelson andaba siempre avisándome en la clase de inglés. «Vuelva a su tierra, señor Hibbert. Usted es un hombre bueno», solía decirme. Dios le bendiga. «Usted es una buena persona, pero cuando estallen las compuertas, el agua arrastrará a buenos y malos.» Sabía hablar bien cuando quería, Nelson. Era porque tenía fe, sí. No era una cosa inventada, no, era
sentida.
«Daisy», dije… Daisy Fong, quiero decir, estaba allí sentada con nosotros e iba a tocar la campanilla… Daisy, tú y Doris id al patio de atrás. Creo que vamos a tener visita. Y en seguida,
zas,
alguien había tirado una piedra a la ventana. Oímos voces, en fin, gritos, y reconocí la del joven Nelson, le conocí la voz. Hablaba chiu chow y shanghainés, por supuesto, pero con sus amigos, naturalmente, hablaba shanghainés. «¡Fuera los perros imperialistas!», gritaba. «¡Abajo las hienas religiosas!» ¡Oh, las consignas que inventaba! En chino suena muy bien, pero al pasarlo al inglés suena a basura. Luego, abrieron el portón y entraron.

—Destrozaron la cruz —dijo Doris, mirando furiosa a la labor.

Esta vez le tocó a Hibbert, no a su hija, sorprender a su público por su mundanidad.

—¡Destrozaron bastante más que eso, Doris! —prosiguió animoso. Lo destrozaron todo. Los bancos, la mesa, el piano, las sillas, lámparas, himnarios, biblias. No dejaron títere con cabeza, se lo aseguro. Unos buenos cerditos, eso fueron. «Adelante», les digo. «Haced lo queráis. Lo que ha hecho el hombre perecerá, pero no podréis destruir la palabra de Dios, ni aunque lo destrozaseis todo y lo hicieseis astillas.» Nelson no se atrevía a mirarme siquiera, pobre muchacho, daba pena verle. Cuando se fueron, me volví y vi a la vieja Daisy Fong allí en la puerta y a Doris detrás. Daisy había estado viéndolo todo, sí, y disfrutando. Se le veía en la cara. Era una de ellos en el fondo. Estaba feliz. «Daisy —dije—. Recoge tus cosas y vete. En esta vida uno puede darse o no según su deseo, querida mía, pero no hay que prestarse. Si no, es uno peor que un espía.»

Mientras Connie asentía resplandeciente, di Salis soltó un discordante e irritado gruñido. Pero el viejo estaba disfrutando de veras.

—En fin, Doris y yo nos sentamos allí y estuvimos llorando, no me importa decirlo, ¿verdad que sí, Doris? No me avergüenzan las lágrimas, no me han avergonzado nunca. Ay, cuánto echábamos de menos a tu madre. Nos arrodillamos y rezamos. Luego, nos pusimos a arreglar aquello. Lo malo era que no sabíamos por dónde empezar. Y entonces aparece Drake.

El viejo cabeceó asombrado, luego continuó:

—«Buenas noches, señor Hibbert» —dice, con aquella voz profunda que tenía, con su toque de mi acento norteño que tanta gracia nos hacía siempre. Y, tras él, el pequeño Nelson con una escobilla y un caldero en la mano. Aún tenía el brazo torcido, supongo que aún lo tiene, el brazo que le destrozaron las bombas cuando era pequeño, pero eso no le impidió limpiar, se lo aseguro. ¡Entonces fue cuando Drake se le echó encima, sí, maldiciendo como un jornalero! Nunca le había oído hablar así. En fin, la verdad es que era un jornalero, en cierto modo…

Miró a su hija sonriendo serenamente, y añadió:

—Menos mal que hablaba en chiu chow, ¿eh Doris? Yo sólo le entendí la mitad de lo que dijo, menos aún, pero… Dios mío… echaba por aquella boca sapos y culebras como no sé qué.

Hizo una pausa y cerró los ojos un momento, rezando o por cansancio.

—No era culpa de Nelson, claro está. Eso ya lo sabíamos nosotros muy bien. Pero él era un dirigente, tenía que salvar la cara. Habían iniciado la manifestación sin pensar en ningún sitio en concreto y de pronto alguien dijo: «¡Eh, niño de misión! ¡Demuéstranos ahora de que lado estás!» Y lo hizo. Tenía que hacerlo. Pero claro, eso no evitó que Drake le diera una paliza. En fin, limpiaron aquello, nosotros nos fuimos a la cama y los dos muchachos durmieron en el suelo de la iglesia por si volvía la gente. Cuando bajamos por la mañana, allí estaban todos los himnarios en su sitio, los que habían sobrevivido, y las biblias, habían colocado arriba una cruz, la habían hecho ellos mismos. Habían recompuesto incluso el piano, aunque quedó desafinado, claro, naturalmente.

Retorciéndose en un nuevo nudo, di Salís formuló una pregunta. Tenía el cuaderno abierto, como Connie, pero aún no había escrito nada en él.

—¿Cuál era la disciplina de Nelson por entonces? —exigió en su tono agresivo y nasal, la pluma lista para escribir.

El señor Hibbert frunció el ceño desconcertado.

—Bueno, el partido comunista, naturalmente.

Mientras Doris murmuraba, «oh papá», mirando a su labor, Connie tradujo precipitadamente.

—¿Qué estaba estudiando Nelson, señor Hibbert, y dónde?

—Ah,
disciplina.
¡Esa clase de disciplina! —dijo el señor Hibbert volviendo a su estilo más sencillo.

Conocía exactamente la respuesta. ¿De qué otra cosa iban a hablar Nelson y él en sus lecciones de inglés, aparte del evangelio comunista, preguntó, sino de las ambiciones de Nelson? La pasión de Nelson era la ingeniería. Nelson creía que a China la sacaría del feudalismo la tecnología, no las biblias.

—Astilleros, carreteras, ferrocarriles, fábricas: eso era Nelson. El Arcángel San Gabriel con una regla de cálculo, una chaqueta y un título. Eso era
él,
en su fantasía.

El señor Hibbert no se quedó en Shanghai lo suficiente para ver a Nelson alcanzar este feliz estado, dijo, porque Nelson no se graduó hasta el cincuenta y uno…

La pluma de di Salis rayaba veloz las hojas del cuaderno.

—… pero Drake, que había bregado y trajinado por él aquellos seis años —dijo el señor Hibbert, ahogando las repetidas referencias de Doris a las sociedades secretas—, Drake aguantó y tuvo su recompensa, lo mismo que la tuvo Nelson. Pudo ver aquel importantísimo trozo de papel en la mano de Nelson y supo al fin que había hecho su tarea y que podía irse, exactamente como había planeado.

Di Salis parecía, en su nerviosismo, cada vez más ávido. En su feo rostro habían brotado nuevas manchas rojizas y se agitaba desesperado en su asiento.

—¿Y
después de
graduarse? ¿Qué pasó entonces? —dijo, con urgencia—. ¿Qué fue lo que
hizo?
¿Qué fue de él? Siga, por favor.
Por favor.
Siga.

Divertido ante tal entusiasmo, el señor Hibbert sonrió. Bueno, según Drake, dijo, Nelson había entrado primero en los astilleros como dibujante, y trabajó allí con planos y proyectos y aprendió como un loco todo lo que pudo de los técnicos rusos que habían venido en masa desde la victoria de Mao. Luego, en el cincuenta y tres, si no le fallaba la memoria al señor Hibbert, Nelson alcanzó el privilegio de que le eligiesen para ampliar su formación en la Universidad de Leningrado, en Rusia, y allí estuvo, en fin, hasta cerca del año 1960.

—¡Oh, era como un perro con dos rabos, Drake, por lo que decía! El señor Hibbert no podría haber parecido más orgulloso si hubiese estado hablando de su propio hijo.

Di Salís se inclinó de pronto hacia adelante, osando incluso, pese a las miradas de aviso de Connie, señalar con la pluma en la dirección del viejo.

—Así que
después
de Leningrado: ¿Qué hicieron con él
después?


Bueno, volvió a Shanghai, claro —dijo el señor Hibbert con una carcajada—. Y le ascendieron, naturalmente, después de todos los conocimientos que había adquirido y de su historial: Constructor de barcos, formado en Rusia, tecnólogo, administrador. ¡Oh, cómo quería a aquellos rusos! Sobre todo después de lo de Corea. Tenían máquinas, ideas, poder, filosofía. Para él. Rusia era la tierra prometida. Bueno, le parecían…

Su voz y su celo se apagaron.

—Oh, querido —murmuró, y se detuvo, sin confianza en sí mismo, por segunda vez, en el tiempo que llevaban escuchándole—. Pero eso no podía durar siempre, ¿verdad? Admirar a Rusia: ¿Cuánto tiempo estuvo de moda eso en el nuevo paraíso de Mao? Doris, querida, tráeme un chal.

—Ya lo tienes puesto —dijo Doris.

Sin tacto, estridentemente, di Salis volvió a la carga. Ya no le importaban más que las respuestas: ni siquiera atendía el cuaderno que tenía en el regazo.

—Volvió —chilló con voz aflautada—. Muy bien. Subió en la jerarquía. Se había formado en Rusia, era partidario de Rusia. Muy bien.
¿Y qué viene luego?

El señor Hibbert miró a di Salis un largo rato. No había ningún sentido de culpa en su expresión ni en su mirada. Le miraba como podría hacerlo un niño listo, sin el obstáculo de la complejidad. Y se hizo patente, de pronto, que el señor Hibbert ya no confiaba en di Salis y que, además, no le agradaba.

—Murió, joven —dijo al fin el señor Hibbert, y giró la silla y se quedó mirando al mar. En la habitación era ya casi semioscuridad y la mayor parte de la luz llegaba del fuego de gas. La playa gris estaba vacía. En la verja de la entrada, había una gaviota posada negra e inmensa contra las últimas hebras de cielo vespertino.

—Usted dijo que aún tenía el brazo torcido —replicó inmediatamente di Salis—. Dijo usted que suponía que lo tendría aún torcido. ¡Hablaba usted de
ahora
! ¡Lo percibí en su voz!

—Bueno, ya está bien, creo que hemos molestado ya bastante al señor Hibbert —dijo animosamente Connie, y con una áspera mirada a di Salis se agachó a por su bolso.

Pero di Salis no quiso saber nada.

—¡No le creo! —gritó con su vocecilla aguda—. ¿Cómo? ¿Cuándo murió Nelson? ¡Denos las fechas!

Pero el viejo se limitó a taparse más con el chal y siguió con los ojos fijos en el mar.

—Estábamos en Durham —dijo Doris, sin dejar de mirar su labor, aunque ya no había luz suficiente para tejer—. Drake apareció un buen día con su gran coche con chófer. Traía con él a su guardaespaldas, ése al que él llama Tiu. Habían sido compinches en Shanghai. Quería presumir. A mí me trajo un encendedor de platino y dejó mil libras en metálico para la iglesia de papá y nos enseñó su Orden del Imperio Británico en su estuche, y me llevó aparte a un rincón y me pidió que fuese con él a Hong Kong para ser su amante, allí mismo delante de las narices de papá. Maldita sea. Quería que papá firmase no sé qué. Una garantía. Dijo que iba a venir a estudiar Derecho a Gray’s Inn. ¡A su edad, digo yo! ¡Cuarenta y dos! ¡Hablan de estudiantes maduros! Él no lo era, claro, era sólo fachada y charla como siempre. Papá le dijo. «¿Qué tal Nelson?» Y…

—Un momento, por favor —di Salís había hecho otra interrupción imprudente—. ¿La fecha?
¿Cuándo
sucedió todo eso, por favor? Tengo que tener
fechas.


El sesenta y siete. Papá estaba casi retirado, ¿verdad, papá?

El viejo no se movió.

—Bien, bien, sesenta y siete. ¿Qué mes? ¡Sea precisa, por favor!

Estuvo casi a punto de decir «sea precisa,
mujer».
Connie estaba seriamente preocupada. Pero cuando intentó de nuevo contenerle, él la ignoró.

—Abril —dijo Doris, después de pensarlo un poco—. Acabábamos de celebrar el cumpleaños de papá. Por eso él trajo las mil libras para la iglesia. Sabía que papá no las aceptaría para él porque no le gustaba cómo ganaba Drake su dinero.

—Muy bien. Magnífico. De acuerdo. Abril. Así que Nelson murió antes de abril del sesenta y siete. ¿Qué detalles aportó Drake sobre las circunstancias? ¿Recuerda eso?

—Ninguno. Ningún detalle. Ya se lo dije. Papá preguntó y él sólo dijo «muerto», como si Nelson fuese un perro. Vaya amor fraterno, Papá no sabía dónde mirar. Casi se le destroza el corazón y allí estaba Drake tan tranquilo, no le importaba un pito. «No tengo hermano. Nelson ha muerto.» Y papá aún rezaba por Nelson, ¿no es verdad, papá?

Esta vez, el viejo habló. Con la oscuridad, su voz había aumentado considerablemente de potencia.

—Rezaba por Nelson y aún rezo por él —dijo bruscamente—. Cuando estaba vivo, rezaba para que de un modo u otro hiciese el trabajo de Dios en este mundo. Estaba convencido de que Nelson haría grandes cosas. Drake, bueno, sabe arreglárselas en cualquier sitio. Es duro. Pero yo solía pensar que la luz de la puerta de la misión no habría ardido en vano si Nelson Ko lograba ayudar a echar los cimientos de una sociedad justa en China. Nelson podría decir que era comunismo. Podría definirlo como más le gustase. Pero durante tres largos años, tu madre y yo le dimos nuestro amor cristiano, y no puedo aceptar, Doris, ni por ti ni por nadie, que la luz del amor de Dios pueda desaparecer para siempre. Ni por la política ni por la espada.

El viejo lanzó un largo suspiro y continuó:

—Y ahora ha muerto, y yo rezo por su alma lo mismo que rezo por la de tu madre —añadió, pero en un tono extrañamente menos firme—. Si eso es papismo, que lo sea.

Other books

Critical Care by Calvert, Candace
Pointe of Breaking by Amy Daws, Sarah J. Pepper
Charlene Sands by Bodines Bounty
Stealing Jake by Pam Hillman
The Shape of Snakes by Minette Walters
Kissing The Enemy (Scandals and Spies Book 1) by Leighann Dobbs, Harmony Williams