—Estuve preguntando por ti ayer, en la pensión —comenzó Sten Torstensson—. Como es natural, no tengo ninguna intención de molestarte. Pero necesito hablar contigo.
«Hubo un tiempo en que yo era policía y él abogado», rememoró Wallander. «Y nada más. Ambos trabajábamos con la delincuencia, cada uno desde un frente y, de vez en cuando, aunque en contadas ocasiones, discutimos acerca de la solidez de los argumentos aducidos para efectuar una detención. Sin embargo, sí que llegamos a tener una relación más estrecha durante aquella época difícil en la que me representó como abogado en el proceso de separación de Mona. Un buen día, nos dimos cuenta de que se había producido un cambio cualitativo en la relación, que empezaba a poder calificarse de amistad. Y es éste un sentimiento que surge, con más frecuencia de lo que creemos, en encuentros de los que no se espera que ocurra nada extraordinario. Sin embargo, la vida me ha enseñado que la amistad es, en verdad, algo extraordinario. Un fin de semana, después de que Mona me hubiese abandonado, me invitó a salir en su velero. Soplaba un viento endemoniado y, desde aquel día, aborrecí la vela. Después, empezamos a vernos, no muy a menudo, sólo de vez en cuando. Y ahora viene a verme para hablar conmigo.»
—Sí, me dijeron que alguien había venido a preguntar por mí. ¿Cómo coño has dado conmigo en este lugar? —dijo Wallander, notando que no lograba ocultar su desagrado ante la idea de que lo hubiesen descubierto en su fortaleza de mar y dunas.
—Ya me conoces —repuso Sten Torstensson—. Sabes que no me gusta molestar. Según mi secretaria, me da miedo hasta molestarme a mí mismo… ¡A saber lo que quiere decir con eso! El caso es que llamé a Estocolmo y hablé con tu hermana. O, mejor dicho, me puse en contacto con tu padre y él me dio su número. ella conocía el nombre de la pensión y dónde estaba, así que me puse en camino. He pasado la noche en el hotel que hay junto al museo Konstmuseet.
Habían empezado a caminar por la playa, de espaldas al viento. Wallander vio que la mujer que solía pasear al perro por allí se había detenido y pensó que, sin duda, aquella visita habría despertado su curiosidad. Caminaban en silencio. Wallander aguardaba, tomando conciencia de lo insólito que le resultaba ir acompañado.
—Necesito que me ayudes —confesó Sten Torstensson—. Como amigo y como policía.
—Si puedo, cosa que dudo, te ayudaré como amigo —aseguró Wallander—. Pero como policía, imposible.
—Ya sé que sigues de baja —admitió Sten Torstensson.
—No es sólo eso —precisó Wallander—. Vas a ser el primero en saber que he decidido abandonar la profesión.
Sten Torstensson se paró en seco.
—Así están las cosas —atajó Wallander—. Pero, cuéntame, ¿qué es lo que te ha traído hasta aquí?
—Mi padre ha muerto.
Wallander había llegado a conocer a aquel hombre. Sabía que también era abogado, aunque sólo habían recurrido a él como defensor en casos excepcionales. Por lo que Wallander recordaba, se había dedicado de forma casi exclusiva a la asesoría fiscal. Pensó en la edad que podía tener, unos setenta años. A esa edad, casi todo el mundo había muerto ya.
—Murió hace unas semanas, en un accidente de tráfico, al sur de las laderas de Brösarp.
—Vaya, lo siento —respondió Wallander—. ¿Qué ocurrió?
—Pues ésa es la cuestión —indicó Torstensson—. Y la razón por la que he venido.
Wallander lo miró sin comprender.
—Hace bastante frío. En el museo hay una cafetería. Y tengo el coche aquí mismo —comentó el abogado a modo de sugerencia.
Wallander asintió. Con la bicicleta asomando por la puerta del maletero, atravesaron las dunas y abandonaron la playa. En la cafetería del museo no había mucha gente a aquellas horas de la mañana. La joven que había al otro lado de la barra tarareaba una melodía que Wallander reconoció, ante su sorpresa, de una de las casetes que había comprado el día anterior.
—Fue por la noche —prosiguió Sten Torstensson, retomando el asunto—. El 11 de octubre, para ser exactos. Mi padre había estado de visita en casa de uno de nuestros principales clientes. Según la policía, iba a gran velocidad y perdió el control del vehículo. Éste volcó y mi padre perdió la vida.
—Sí, así de rápido —convino Wallander—. Un segundo de despiste puede tener consecuencias nefastas.
—Además, aquella noche había niebla —añadió Torstensson—. Pero mi padre nunca conducía a gran velocidad. ¿Por qué habría de hacerlo justo en una noche de niebla? Tenía auténtico miedo pánico a atropellar alguna liebre.
Wallander lo miró meditabundo.
—Me da la impresión de que sospechas algo —afirmó.
—Martinson se encargó de la investigación —prosiguió Torstensson.
—Martinson es bueno —aseguró Wallander—. Si él afirma que algo ha sucedido de un modo determinado, no hay razón para ponerlo en duda.
Sten Torstensson le dirigió una mirada grave.
—No estoy poniendo en entredicho la profesionalidad de Martinson como policía —aseguró—. Como tampoco dudo de que hallasen a mi padre muerto en el coche, ni que éste estuviese volcado y lleno de abolladuras en medio de una plantación. Pero hay un sinnúmero de detalles que no encajan. Tiene que haber ocurrido algo más.
—¿Como qué?
—No sé. Otra cosa.
—Pero ¿qué se te ocurre?
—No lo sé.
Wallander se levantó y fue por otro café.
«¿Por qué no le digo lo que pienso?», se preguntó. «¿Por qué no admitir que Martinson es imaginativo y muy enérgico, pero que también puede ser bastante negligente?»
—He leído el informe de la policía —prosiguió Sten Torstensson una vez que Wallander hubo tomado asiento de nuevo—. Lo he estado leyendo en el lugar mismo donde murió mi padre. También he leído el informe de la autopsia y he estado hablando con Martinson. Después de meditarlo con detenimiento y de volver a consultar con él, he decidido venir a verte.
—¿Y qué crees que puedo hacer yo? —quiso saber Wallander—. Como abogado, eres consciente de que en toda investigación quedan lagunas que nunca logramos aclarar. Tu padre iba solo en el coche cuando se produjo el accidente. Si te he entendido bien, no hubo testigos. De modo que el único que podría proporcionar una versión completa de los hechos es tu propio padre.
—Yo sé que sucedió algo —insistió el abogado—. Hay algo que no cuadra. Y quiero saber qué es.
—Me temo que no puedo ayudarte —repitió Wallander—. Aunque quisiese.
Sin embargo, era como si Sten Torstensson no lo hubiese escuchado.
—Por ejemplo, las llaves —continuó—. No estaban en el contacto, sino en el suelo.
—Puede que el impacto las haya expulsado —objetó Wallander—. Cuando un coche se estrella, puede ocurrir cualquier cosa.
—Ya, pero el contacto estaba impecable —argumentó el abogado—. Y ninguna de las llaves se veía doblada o siquiera dañada.
—Bueno, siempre puede haber una explicación para eso.
—Podría darte más ejemplos —prosiguió Torstensson—. Estoy seguro de que ocurrió alguna cosa. Algo que no fue un accidente de tráfico.
Wallander reflexionó un instante, antes de contestar.
—¿Crees que se suicidó?
—La verdad, he considerado esa posibilidad. Pero, conociendo a mi padre, he terminado por desecharla de forma radical.
—La mayoría de los suicidios se consideran inexplicables —opuso Wallander—. Pero tú sabrás lo que quieres creer.
—Hay otra razón por la que me resulta inadmisible la explicación del accidente —confesó Torstensson.
Wallander lo observó con interés.
—Mi padre era una persona alegre y extravertida —aseguró el abogado—. De no haberlo conocido tan a fondo, es muy probable que no hubiese notado el cambio de estado de ánimo, pequeño, apenas perceptible, pero indiscutible, que sufrió durante los últimos seis meses.
—¿Podrías precisar esa observación un poco más?
Sten Torstensson negó con la cabeza.
—A decir verdad, no sabría cómo. No era más que una impresión mía, la sensación de que había algo que lo inquietaba y lo indignaba. Algo que él procuraba que yo no notase.
—¿Llegaste a hablar de ello con él?
—Nunca.
Wallander apartó la taza vacía.
—Por más que lo desee, no puedo ayudarte —confesó—. Puedo escucharte como amigo pero, simplemente, he dejado de ser policía. Ni siquiera me halaga que te hayas tomado la molestia de venir hasta aquí para hablar conmigo. Tan sólo siento abatimiento, cansancio y pesadumbre.
Sten Torstensson abrió la boca en un intento de replicar, pero enseguida cambió de opinión.
Se levantaron y abandonaron la cafetería.
—Por supuesto. Eso es algo que debo respetar —admitió al fin, ante la puerta del museo.
Llegados al coche, Wallander sacó su bicicleta del maletero.
—Nunca aprenderemos a hacer frente a la muerte —sentenció Wallander en un torpe intento de manifestar comprensión.
—Tampoco es eso lo que persigo —advirtió Sten Torstensson—. Lo único que me interesa es averiguar lo que sucedió. No fue un accidente de tráfico corriente.
—Habla de nuevo con Martinson —recomendó Wallander—. Pero será mejor que no le digas que fui yo quien te lo sugirió.
Se despidieron y Wallander permaneció allí un instante, mientras el coche se perdía entre las dunas.
De repente, sintió crecer el apremio en su interior. No podía demorarlo más. Aquella misma tarde, llamó a su médico y al comisario jefe Björk y les comunicó su decisión de abandonar el cuerpo de Policía.
Hecho esto, permaneció cinco días más en Skagen, sin que se atenuase la sensación de tener alojado en su interior un campo de batalla asolado por el fuego. Pese a todo, se sentía aliviado por haber sido capaz de tomar una decisión.
El domingo 31 de octubre regresó a Ystad para firmar el documento que certificaría formalmente el fin de sus días como inspector de policía.
El lunes 1 de noviembre, por la mañana, cuando sonó el despertador minutos después de las seis, él se hallaba tendido en su cama, con los ojos abiertos de par en par. Salvo unos cuantos intervalos de inquieto dormitar, había estado despierto toda la noche. Se había levantado en varias ocasiones y, mientras contemplaba la calle de Mariagatan a través de su ventana, se había dicho a sí mismo que había tomado una decisión equivocada; que tal vez se le hubiesen agotado las alternativas evidentes que había que adoptar en la vida. Sin hallar ninguna respuesta satisfactoria a su duda, optó por sentarse resignado en el sofá a escuchar la música apenas perceptible de una emisión de radio nocturna. Finalmente, justo antes de que sonase el despertador, aceptó que no le quedaba otra opción. Era del todo consciente de que obraba movido por la resignación. Pero se consoló pensando que, antes o después, todo el mundo acababa resignándose. «Al final, todos nos vemos sometidos por fuerzas invisibles. Nadie se escapa.»
Cuando sonó el despertador, se levantó y fue a la entrada a recoger el periódico Ystads Allehanda, puso una cafetera y se dio una ducha. Le resultaba insólito volver a la antigua rutina, aunque fuese por un día. Mientras se secaba, intentó rememorar su último día de trabajo, hacía ya casi año y medio. Era verano, había estado recogiendo papeles en su despacho antes de bajar al café del puerto y escribirle a Baiba aquella carta de contenido más que confuso. Le costaba precisar si lo sentía como un día remoto o muy próximo.
Se sentó ante la mesa de la cocina y empezó a remover el café.
Aquel día había sido el más reciente en su puesto. En cambio, aquella mañana era la última.
Había trabajado como policía durante casi veinticinco años. No importaba lo que ocurriese con su vida a partir de ese instante: aquellos veinticinco años constituirían siempre el órgano fundamental de su existencia. Nada podía modificar ese hecho. A nadie le estaba permitido solicitar una declaración de invalidez de la vida pasada para tener la oportunidad de lanzar los dados de nuevo. No había vuelta atrás. La cuestión era si había un camino hacia delante.
Intentó dilucidar cuál era la sensación que, en realidad, experimentaba aquella mañana de otoño, pero todo estaba envuelto en un manto de vacío, como si las brumas otoñales hubiesen penetrado hasta lo más hondo de su conciencia.
Lanzó un suspiro y echó mano del periódico, que empezó a hojear con gesto ausente, los ojos vagando por las páginas como si hubiese visto las mismas fotografías y leído los mismos artículos muchas veces con anterioridad.
A punto estaba de dejar a un lado el diario cuando entrevió una necrológica que reclamó su atención.
No comprendió del todo, en un principio, lo que estaba viendo. Después, se le hizo un nudo en el estómago:
«Sten Torstensson, abogado, nacido el 3 de marzo de 1947, falleció el 26 de octubre de 1993».
Wallander contempló impotente la nota necrológica.
¿No era el padre, Gustaf Torstensson, el que había fallecido? No hacía ni una semana que él mismo había estado hablando con Sten en la playa de Grenen.
Intentó aclarar las ideas. Tenía que tratarse de otra persona. O de una confusión de nombres. Leyó el anuncio una vez más. Y admitió al fin que no cabía la menor duda, no había ningún error. Sten Torstensson, el hombre que lo había visitado en Skagen hacía cinco días, estaba muerto.
Permaneció allí sentado, absolutamente inerte.
Después se levantó, buscó hasta encontrar su agenda y marcó el número. Sabía que la persona a la que llamaba solía madrugar.
—¿Martinson? —Wallander venció la tentación de colgar—. Soy Kurt. Espero no haberte despertado.
Un largo silencio precedió a la respuesta de Martinson.
—¡Kurt! ¿Eres tú? No me lo esperaba.
—Ya me lo imagino. Pero quería hacerte una pregunta.
—No puede ser cierto que vayas a retirarte —dijo Martinson.
—Pues sí, así es. Pero no te llamaba para discutir ese tema. Quiero saber qué le ha ocurrido a Sten Torstensson, el abogado.
—¿Es que no lo sabes? —se extrañó Martinson.
—Llegué a Ystad ayer, así que no sé nada —explicó Wallander.
Martinson tardó en responder.
—Fue asesinado —declaró al fin.
Wallander no se sorprendió ya que, en el preciso momento en que leyó la necrológica, comprendió que la muerte no se había producido por causas naturales.
—Le dispararon en su despacho, el martes por la noche —prosiguió Martinson—. Es del todo inexplicable, además de una tragedia. No sé si sabes que su padre murió en un accidente de tráfico hace unas semanas.