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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (20 page)

BOOK: El hombre que se esfumó
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En cuanto a Alf Matsson, se cumplían ahora justo tres semanas desde que, supuestamente, fuera visto por última vez en el vestíbulo del Hotel Duna, de Budapest.

El piloto les comunicó que estaba nublado, que en Estocolmo la temperatura era de 15 grados y que lloviznaba.

Martin Beck apagó su cigarrillo en el cenicero y le preguntó:

—Ese homicidio del que te ocupabas hace diez días, ¿está ya aclarado?

—¡Desde luego!

—¿No quedan flecos sueltos?

—No. Desde el punto de vista psicológico, resultó de lo menos interesante, si es eso a lo que te refieres. Los dos estaban borrachos como cubas. El tipo que vivía en el piso no hacía más que meterse con el otro, hasta que éste se hartó y le dio un botellazo. Luego se asustó y le asestó veinte golpes más. Pero tú ya sabías todo eso.

—Y luego, ¿trató de escapar?

—Claro. Se fue a su casa y envolvió todas sus ropas manchadas en sangre. Luego se agenció medio litro de alcohol metílico y fue a sentarse bajo el puente de Skanstull. Lo único que tuvimos que hacer fue ir allí y cogerle. Estuvo negándolo todo en redondo durante un rato, y luego se puso a lloriquear.

Tras una breve pausa, sin levantar la mirada, añadió:  —Menudo retrasado mental. Vamos, que irse al puente de Skanstull. Pensó que la policía no iba a mirar allí, según dijo. Pero, en fin, hizo lo que pudo.

Kollberg dejó de leer el periódico, se quedó mirando a Martin Beck y puntualizó:

—Eso es. El pobre hizo lo que pudo.

Volvió a su periódico.

Martin Beck frunció el ceño, tomó la lista que había recibido la noche anterior y la leyó de nuevo de arriba abajo. Una y otra vez, hasta que llegaron.

Guardó el papel en el bolsillo y se abrochó el cinturón de seguridad. Luego vinieron los consabidos minutos de malestar, mientras el avión oscilaba en el viento y se deslizaba por su tobogán invisible. Jardines, tejados, dos saltos sobre el cemento y, ¡por fin!, un respiro de alivio.

Intercambiaron unas palabras en la sala de vuelos nacionales, mientras aguardaban su equipaje.

—¿Vas a ir a la isla esta noche?

—No, esperaré un poco.

—Hay algo que huele a podrido en este caso Matsson.

—Sí.

—Es extremadamente irritante.

En medio del puente de Traneberg, Kollberg se lamentó: —Y es todavía más irritante que no podamos dejar de pensar en este maldito asunto. Matsson era un cerdo. Si de verdad ha desaparecido, ¡bendito sea! Si se ha dado a la fuga, antes o después le cogerán. No es asunto nuestro. Y si se ha muerto allí por casualidad, tampoco nos incumbe. ¿No?

—Así es.

—Pero supón que simplemente continúa desaparecido. Entonces tendremos que estar pensando en él durante diez años. ¡Joder!

—No estás siendo muy lógico que digamos.

—No —reconoció Kollberg.

La comisaría de policía parecía sorprendentemente tranquila, aunque había que tener en cuenta que era sábado y que, pese a todo, seguía siendo verano.

Sobre la mesa de Martin Beck había algunas cartas sin interés y una nota de Melander: «Un par de zapatos negros en el piso. Viejos. No usados durante mucho tiempo. Ningún traje gris oscuro».

Al otro lado de la ventana, el viento zarandeaba las copas de los árboles y arremolinaba la llovizna contra los cristales. Pensaba en el Danubio, en los barcos de vapor y en la brisa de las colinas soleadas. Los valses vieneses. El aire nocturno, suave y cálido. El puente. El muelle. Martin Beck se palpó con cuidado el chichón que tenía en la zona de la coronilla, volvió a su escritorio y se sentó.

Kollberg entró, miró el mensaje de Melander, se rascó la barriga y dijo:

—Esto sí que nos incumbe a nosotros, de todas formas.

—Sí, eso creo.

Martin Beck reflexionó por un momento.

—Cuando estuviste en Rumania, ¿entregaste tu pasaporte?

—Sí, la policía recogió nuestros pasaportes en el aeropuerto. Luego nos los devolvieron en el hotel, una semana después. Yo vi el mío en mi casillero varios días antes de que me lo entregaran. Era un hotel grande. La policía entregaba montones de pasaportes cada noche.

Martin Beck acercó el teléfono.

—Budapest 298-317, llamada personal para el comandante Vilmos Szluka.

Sí, comandante s-z-l-u-k-a. No, es en Hungría.

Regresó a la ventana y contempló fijamente la lluvia, sin pronunciar palabra. Kollberg se sentó en la silla de los visitantes, mirándose las uñas. No se movieron ni hablaron hasta que sonó el teléfono.

Alguien dijo en un alemán muy malo:

—Sí, el comandante Szluka vendrá enseguida.

Se oyó el eco de pasos en la Jefatura de Policía de Deák Ferenc Tér. Luego la voz de Szluka:

—Buenos días. ¿Cómo van las cosas en Estocolmo?

—Lluvia y viento. Frío.

—¡Vaya! Pues aquí estamos a más de treinta grados. Casi demasiado calor.

Estaba pensando en ir a los Baños Palatinos. ¿Algo nuevo?

—Aún no.

—Lo mismo aquí. Aún no lo hemos encontrado. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Ahora, durante la temporada turística, debe ser bastante frecuente que los turistas pierdan sus pasaportes, ¿no...?

—Sí, por desgracia. Eso siempre es una molestia. Por suerte, no forma parte de mis responsabilidades.

—¿Querría averiguar si algún extranjero notificó la pérdida de su pasaporte en el Ifjuság o el Duna después del 21 de julio?

—Claro. Pero eso no corresponde a mi departamento, como ya le he dicho. ¿Basta que le envíe la respuesta hacia las cinco?

—Puede telefonearme cuando quiera. Y una cosa más.

—¿Sí?

—En caso de que alguien hubiera notificado la pérdida de su pasaporte, ¿cree que podrá averiguar qué aspecto tenía la persona? Sólo una breve descripción.

—Le llamaré a las cinco. Adiós.

—Adiós. Espero que esto no le impida ir a los baños.

Colgó. Kollberg le miraba con desconfianza.

—¿Qué es eso de los baños? ¿De qué coño estás tú hablando?

—Unos baños sulfurosos. Uno se sienta en sillones de mármol por debajo del agua.

—¿De verdad?

Permanecieron callados un rato. Luego, Kollberg se rascó la cabeza y dijo: —O sea, que en Budapest llevaba un blazer azul, pantalón gris y zapatos marrones.

—Sí, y la gabardina.

—Y en su maleta había un blazer azul.

—Sí.

—Y un pantalón gris.

—Sí.

—Y un par de zapatos marrones.

—Sí.

—Y la noche antes de marcharse llevaba un traje oscuro y zapatos negros.

—Sí, y la gabardina.

—Y ni los zapatos ni el traje están en su piso.

—No.

—¡Qué cabrón! —exclamó Kollberg de pronto.

—Sí.

La atmósfera en la habitación cambió y pareció hacerse menos tensa.

Martin Beck buscó en su cajón, halló un Florida viejo y seco, y lo encendió. Igual que el hombre de Malmö, estaba tratando de dejar de fumar pero con mucho menos entusiasmo.

Kollberg bostezó y miró su reloj.

—¿Vamos a comer a algún sitio?

—Sí, ¿por qué no?

—¿Al Tennstopet?

—De acuerdo.

23

El viento había cesado, y en el parque Vasa la ligera lluvia destilaba pacíficamente sobre dos filas de tómbolas, un carrusel y dos policías con impermeable negro. El tiovivo estaba dando vueltas y una niña solitaria montaba uno de los caballitos pintados: una chiquilla con impermeable rojo de plástico y capucha. No paraba de dar vueltas y vueltas bajo la lluvia, con gesto solemne y sin dejar de mirar hacia adelante. Sus padres se hallaban a cierta distancia, de pie bajo un paraguas, contemplando con ojos melancólicos las instalaciones. Desde el parque llegaba un fresco olor a follaje y verde mojado.

Era sábado por la tarde y, pese a todo, verano.

El restaurante, enfrente del parque, estaba casi vacío. El único rumor audible en el lugar era el débil y plácido crujir de los periódicos vespertinos, que leían un par de viejos parroquianos, y el ruido entrecortado de los dardos, golpeando contra la diana en la sala de tiro. Martin Beck y Kollberg tomaron asiento en el bar, a unos tres metros de la mesa que era el refugio favorito de Alf Matsson y sus compañeros periodistas. En este momento no había nadie, pero en medio de la mesa había un vaso con una tarjeta roja de reserva.

Probablemente estaba ahí siempre.

—La hora punta del almuerzo ya ha terminado —dijo Kollberg—. Dentro de una hora empezará a venir la clientela y por la noche esto estará tan petado de gente, salpicándose cerveza unos a otros, que será difícil poner el pie en ninguna parte.

El ambiente no invitaba a prolijas conversaciones. Comieron un almuerzo tardío en silencio. Fuera, el verano sueco se deshacía a chorros. Kollberg se bebió una jarra de cerveza, dobló su servilleta, se secó la boca y preguntó.

—¿Es difícil cruzar la frontera sin pasaporte?

—Bastante. Dicen que las fronteras están bien vigiladas. Un extranjero que no conozca el camino difícilmente podría pasar.

—¿Y si uno va por las rutas ordinarias, tiene que llevar el visado con el pasaporte?

—Sí, y además un permiso de salida. Es un papel que le dan a uno al entrar, y que hay que conservar con el pasaporte hasta que se sale del país. Luego los funcionarios del control de pasaportes se quedan con él. La policía sella también la fecha de salida junto con el visado del pasaporte. Mira.

Martin Beck sacó el pasaporte del bolsillo y lo puso sobre la mesa. Kollberg estudió los sellos y preguntó:

—Y suponiendo que uno tenga visado y permiso de salida, ¿puede cruzar la frontera que quiera?

—Sí, tienes cinco países a escoger: Checoslovaquia, Unión Soviética, Rumania, Yugoslavia y Austria. Y puedes ir como quieras, en avión, tren, automóvil o barco.

—¿En barco? ¿Desde Hungría?

—Sí, por el Danubio. Desde Budapest se puede llegar a Viena o Bratislava en pocas horas por aerodeslizador.

—¿Y también se puede ir en bicicleta, andando, nadando, a caballo o arrastrándose?

—Sí, siempre que se salga por un puesto fronterizo.

—¿Y se puede ir a Austria o Yugoslavia sin visado?

—Eso depende de la clase de pasaporte que tengas. Si es sueco, por ejemplo, o alemán o italiano, entonces no hace falta. Con un pasaporte húngaro sólo se puede ir sin visado a Checoslovaquia o Yugoslavia.

—Pero no parece probable que haya hecho eso, ¿no?

—Pues no.

Siguieron con el café. Kollberg continuaba mirando los sellos del pasaporte.

—Los daneses no te lo sellaron cuando llegaste a Kastrup —dijo.

—No.

—Dicho de otro modo, no hay pruebas de que hayas regresado a Suecia.

—No —contestó Martin Beck. Un momento más tarde añadió—: Pero, por otra parte, aquí estoy.

En la última media hora habían empezado a dejarse caer bastantes clientes y empezaban a escasear las mesas. Un hombre de unos treinta y cinco años entró y se sentó ante la mesa con la tarjeta roja de reserva. Le sirvieron una jarra de cerveza y empezó a hojear el periódico de la tarde, al parecer aburrido. De vez en cuando miraba nerviosamente hacia la puerta, como si esperase a alguien. Llevaba barba y gafas redondas de montura gruesa, una chaqueta de lana marrón a cuadros, camisa blanca, pantalón marrón y zapatos negros.

—¿Quién es ése? —preguntó Martin Beck.

—No lo sé. Todos se parecen. Además, hay unos cuantos que sólo vienen de vez en cuando.

—No es Molin, de todos modos, porque a ese le habría reconocido.

Kollberg miró al hombre.

—Gunnarsson tal vez —dijo.

Martin Beck pensó.

—No, también le he visto.

Entró una mujer. Era pelirroja y muy joven, vestida con un jersey color rojo ladrillo, falda de lana y medias verdes. Se movía con desenvoltura y, tras recorrer el local con la mirada, se hurgó la nariz. Se sentó ante la mesa de la tarjeta roja, y dijo:

—¡Qué hay, Pelle!

—¡Qué hay, tía!

—Pelle —dijo Kollberg—. Ése es Kronkvist. Y ella es Pia Bolt.

—¿Por qué se han dejado todos barba?

Martin Beck lo dijo pensativo, como si hubiera considerado la cuestión durante largo tiempo.

—Quizá sean falsas —replicó Kollberg solemnemente.

Miró su reloj.

—Sólo para fastidiarnos —comentó.

—Será mejor que volvamos —dijo Martin Beck—. ¿Le dijiste a Stenström que viniera?

Kollberg asintió. Al marcharse oyeron al individuo llamado Per Kronkvist, que gritaba a la camarera:

—¡Más birra, esbirra! Unas cuantas personas le rieron la gracia.

En la comisaría de policía reinaba el silencio. Stenström estaba sentado en la oficina de la planta baja, haciendo solitarios.

Kollberg se lo quedó mirando de modo crítico y le preguntó:

—¿Ya te dedicas a eso? ¿Qué vas a hacer cuando seas viejo?

—Sentarme a pensar lo mismo que ahora: «¿Por qué estoy sentado aquí?».

—Vas a comprobar unas coartadas —dijo Martin Beck—. Dale la lista, Lennart.

Le dio la lista a Stenström y éste le echó un rápido vistazo.

—¿Ahora?

—Sí, esta noche.

—Molin, Lund, Kronkvist, Gunnarsson, Bengtsfors, Pia Bolt. ¿Quién es Bengtsfors?

—Eso es un error —le comentó Kollberg con tono sombrío—. Se supone que es Bengt Fors. La
t
de mi máquina de escribir se agarra a la
s.

—¿Interrogo también a la chica?

—Sí, si eso te divierte —contestó Martin Beck—. Está en el Tennstopet.

—¿Puedo hablar con ellos directamente?

—¿Por qué no? Es investigación de rutina en el caso de Alf Matsson. A estas alturas, todo el mundo sabe de qué va. Por cierto, ¿qué tal con la Brigada de Narcóticos?

—Hablé con Jacobsson —contestó Stenström—. No tardarán en desenredar el asunto. En cuanto los drogatas se enterasen de que han pillado a Matsson, empezaban a cantar... Matsson vendía directamente a unos cuantos que están realmente mal, y les cobraba un precio desorbitado.

Calló.

—¿En qué piensas? —dijo Kollberg.

—¿No podría ser que alguno de los pobres diablos a los que desplumaba, que alguno de sus clientes se cansara de él, por decirlo de alguna manera?

—Cabe la posibilidad —respondió Martin Beck, solemnemente.

—Como pasa en las películas —comentó Kollberg—. Y en América.

Stenström se metió el papel en el bolsillo y se levantó. En la puerta se detuvo y dijo, un poco molesto:

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