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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Para Jorge Luis Borges, que no dejó nunca de leerlo y admirarlo, Chesterton fue un incomparable inventor de cuentos fantásticos: «Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo por su venturosa invención, por su imaginación visual y por la felicidad pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retóricas, por sus puros méritos de destreza». Fiel exponente de estas aseveraciones es el ciclo de relatos agrupados bajo el título de
El hombre que sabía demasiado
, una de las obras predilectas de Borges, en la que el escritor británico nos presenta a Horne Fisher, un peculiar funcionario del Imperio que va tropezando a lo largo de su carrera con una serie de misteriosos asesinatos cuya solución se encuentra más allá de las apariencias. Como en la mayoría de los
thrillers
de Chesterton, cada relato encierra una ingeniosa paradoja sobre la condición de la sociedad o sobre la naturaleza humana.

Como decía Borges, «hubiera podido ser un Edgar Allan Poe o un Kafka: prefirió —debemos agradecérselo— ser Chesterton».

G. K. Chesterton

El hombre que sabía demasiado

ePUB v1.0

Elle518
17.08.12

Título original:
The Man Who Knew Too Much

G. K. Chesterton, 1922.

Traducción: Manuel Ortuño

Diseño portada: laNane

ePub base v2.0

EL ROSTRO EN LA DIANA

H
AROLD March, el nuevo y renombrado periodista político, paseaba con aire decidido por una meseta en la que, desde hacía tiempo, se iban sucediendo por igual páramos y planicies, y cuyo horizonte se hallaba orlado por los lejanos bosques de la conocida propiedad de Torwood Park. Era un joven bien parecido, de pelo rubio y rizado y ojos claros, vestido con un traje de
tweed
. Inmerso en su feliz deambular a lo largo y ancho de aquel embriagador paisaje de libertad, Harold March era aún lo bastante joven como para tener bien presentes sus convicciones políticas y no simplemente para intentar olvidarlas a la menor ocasión. No en vano, su presencia en Torwood Park tenía precisamente un motivo político. Era el lugar de encuentro propuesto nada menos que por el Ministro de Hacienda, Sir Howard Horne, quien por entonces intentaba dar a conocer su denominado Presupuesto Socialista, el cual tenía la intención de exponer a cronista tan prometedor durante el transcurso de cierta entrevista que ambos tenían concertada. Harold March, por su parte, pertenecía a esa clase de hombres que saben todo lo que hay que saber sobre política pero nada acerca de los políticos, además de ser poseedor de unos notables conocimientos sobre arte, letras, filosofía y cultura general (acerca, en fin, de casi todo excepto del mundo en el que vivía).

Bruscamente, en medio de toda aquella soleada y ventosa llanura, se topó con una especie de grieta o hendidura en el terreno que apenas resultaba lo bastante estrecha como para recibir tal nombre. Tenía el tamaño justo para albergar el cauce de un pequeño arroyuelo que desaparecía a intervalos por entre verdes túneles de maleza que simulaban un bosque en miniatura. No en vano, aquella visión le hizo sentirse extraño, como si fuese un gigante que otease el valle de unos pigmeos. Sin embargo, cuando descendió a la cavidad, dicha impresión desapareció. Las rocosas márgenes, si bien apenas tan altas como una casa, pendían por encima de su cabeza formando un perfil parecido al de un precipicio. Cuando comenzó a caminar arroyo abajo, animado por una despreocupada pero romántica curiosidad, y vio el agua brillar en pequeños jirones por entre aquellos grandes cantos rodados grises y aquellos arbustos de aspecto tan suave que parecían grandes matas de musgo verde, se sintió transportado por su imaginación. Era como si la tierra se hubiese abierto y lo hubiese engullido hasta conducirlo a algún submundo de sueños. Y por fin, cuando advirtió la presencia de una figura humana, oscura contra la luz plateada del arroyo y sentada sobre un gran pedrusco como si de un enorme pájaro se tratara, le embargó el presentimiento de que estaba a punto de encontrarse con la amistad más extraña de toda su vida.

Aparentemente, el hombre se hallaba pescando o, al menos, absorto en la actitud de un pescador más inmóvil de lo habitual. March pudo examinarlo casi como si se tratase de una estatua que estuviera a punto de cobrar vida. Era alto, rubio, de aspecto algo lánguido y cadavérico, y en su rostro destacaban sus párpados pesados y su nariz prominente. Cuando la sombra de su blanco sombrero de ala ancha le cubría la cabeza, su fino bigote y su esbelta figura le conferían una apariencia juvenil, pero en aquel momento el panamá yacía a su lado, sobre el musgo, lo que le permitía apreciar al espectador una frente prematuramente calva. Esto, sumado a una apreciable flaccidez en la piel que le rodeaba los ojos, le daba cierto aire pensativo e incluso preocupado. No obstante, lo más curioso de todo en él, según podía descubrirse tras un somero examen, era que, aunque parecía un pescador, en realidad no estaba pescando.

En lugar de una caña de pescar llevaba consigo algo que muy bien podría haber sido un salabardo, como los que utilizan algunos pescadores, pero que se asemejaba más a una de esas redes comunes y corrientes con las que juegan los niños para capturar camarones o mariposas. Una y otra vez, el hombre sumergía la red, observaba con gran seriedad la porción de lodo y malas hierbas recogida con ella, y vaciaba su instrumento unos instantes más tarde.

—No, no he capturado nada —señaló tranquilamente, respondiendo a una pregunta que nunca le fue dirigida—. Siempre que lo hago, tengo que devolverlo al agua, especialmente si se trata de un pez gordo. Pero en cambio algunos de los animalillos más pequeños sí que me interesan cuando los cojo.

—Un interés científico, supongo —dijo March.

—De un tipo más bien de andar por casa, me temo —contestó el extraño pescador—. Uno de mis pasatiempos es lo que se ha dado en llamar el fenómeno de la fosforescencia. De otra manera, resultaría bastante embarazoso ir paseando por ahí cargado con un pescado hediondo, ¿no cree?

—Supongo que sí —dijo March con una sonrisa.

—Qué grotesco resultaría entrar en un lujoso salón cargado con un gran bacalao luminoso —continuó el extraño haciendo gala de una apática manera de expresarse—. Qué pintoresco sería que uno pudiese llevarlo por ahí como si se tratase de una linterna, o utilizar pequeños arenques como si fuesen velas. Algunas criaturas del mar resultarían verdaderamente bonitas si se emplearan como farolillos. El caracol marino de color azul, por ejemplo, que reluce como las estrellas. O incluso algunas estrellas de mar, que brillan como auténticas estrellas rojas. Claro que, naturalmente, no es eso lo que estoy buscando aquí.

March pensó en preguntarle qué era lo que estaba buscando, pero sintiéndose sin fuerzas para entablar una discusión de carácter técnico cuya profundidad resultaría, cuando menos, similar a la que alcanzan muchos seres marinos, decidió recurrir a temas más corrientes.

—Delicioso escondite éste —dijo—. Un pequeño valle con su río y todo. Es como uno de esos lugares de los que habla Stevenson en sus novelas, en los que siempre debería pasar algo.

—Lo sé —respondió el otro—. Creo que es porque el propio lugar, por así decirlo, parece ocurrir y no simplemente existir. Quizá sea eso lo que el bueno de Picasso y parte de los cubistas están siempre intentando expresar por medio de ángulos y líneas quebradas. Mire, por ejemplo, esa pared de ahí como si fuera un acantilado de escasa altura que sobresaliese hacia adelante en ángulo recto y que de repente descendiese bruscamente hacia esa ladera cubierta de césped. Es como una colisión silenciosa que representase la rompiente de una enorme ola seguida de la estela que va dejando tras de sí a su paso.

March miró el pequeño despeñadero que sobresalía de la verde pendiente y asintió con la cabeza. En su interior, pudo sentir cómo crecía su interés por aquel hombre que derivaba con tanta facilidad de los tecnicismos de la ciencia a los del arte, razón por la cual, sin tan siquiera pensarlo, le preguntó si admiraba a los nuevos artistas angulares.

—Según yo lo veo, los cubistas no son lo suficientemente cubistas —respondió el extraño—. Quiero decir que no son lo suficientemente profundos. Al convertir las cosas en algo matemático las hacen transparentes, triviales. Extraiga usted mismo las líneas vitales del paisaje, simplifíquelas hasta un mero ángulo recto y lo que conseguirá será reducirlas a un simple diagrama sobre el papel. Los diagramas poseen su propia belleza, aunque ésta sea de otra clase. Representan las cosas inalterables, ese tipo de verdades serenas, eternas, matemáticas…; lo que alguien, en fin, ha llamado el resplandor blanco de…

Calló de golpe porque, antes de que pudiera llegar a decir la siguiente palabra, ocurrió algo con demasiada rapidez como para que pudiera ser comprendido. Desde detrás de las rocas que sobresalían sobre sus cabezas llegó un estrépito similar al de un ferrocarril. Un instante más tarde, apareció un enorme automóvil. Negro contra el sol del fondo, rebasó la cresta del acantilado como un carro de batalla que se precipita a su destrucción en una última y desesperada hazaña. De manera automática, March extendió la mano en un ademán inútil, como si pretendiese coger al vuelo una taza que se hubiese caído en mitad del salón.

Durante un instante el vehículo simuló despegarse de la repisa de roca como si fuese una avioneta y, después de que el cielo pareciese girar sobre sí mismo como una rueda sobre su eje, acabó tumbado, hecho una ruina, en medio de la crecida vegetación situada al fondo, mientras una línea de humo gris comenzaba a ascender lentamente en el aire silencioso. Algo más abajo la figura de un hombre de cabello gris yacía al pie de la escarpada y verde pendiente con los miembros extendidos de cualquier manera y el rostro vuelto hacia un lado.

Dejando a un lado su red, el excéntrico pescador se encaminó apresuradamente hacia aquel lugar, seguido de cerca por su nuevo conocido. Mientras se acercaban, no pudieron evitar pensar que parecía haber algún tipo de monstruosa ironía en el hecho de que la máquina siniestrada se hallase todavía vibrando y atronando tan empecinadamente como una fábrica mientras el hombre permanecía completamente inmóvil.

Este último se hallaba incuestionablemente muerto. La sangre fluía por entre la hierba desde una herida mortal en la parte trasera del cráneo. Sin embargo, el rostro, que se hallaba vuelto hacia el sol y estaba intacto, resultaba extrañamente fascinante. Era éste uno de esos casos en los que una cara extraña se muestra inequívocamente familiar, uno de esos casos en los que tenemos la sensación de que deberíamos reconocerla aunque en realidad no sea así. Aquel rostro, en concreto, era ancho y cuadrado, dotado de una gran mandíbula que se diría más bien propia de un primate de intelecto muy desarrollado. La boca era ancha y estaba cerrada con tanta fuerza que se veía reducida a una simple línea. La nariz era corta, y las fosas nasales de esa clase que parecen estar siempre bostezando, como hambrientas de aire. No obstante, lo más extraño de todo era que una de las cejas se torcía hacia arriba formando un ángulo mucho más pronunciado que la otra. March pensó que, paradójicamente, nunca había visto un rostro tan pleno de vida como aquél, sensación ésta que se veía extrañamente reforzada a causa de la mata de pelo canoso que lo coronaba. Unas cuantas hojas de papel asomaban, semicaídas, por el bolsillo, y de entre ellas March extrajo una cajita con tarjetas. Leyó en voz alta el nombre que figuraba en una de ellas.

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