El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (5 page)

Read El hombre que confundió a su mujer con un sombrero Online

Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
6.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una primera parte de la vida plena e interesante, recordada con viveza, con detalle, con cariño. Pero sus recuerdos, por alguna razón, se paraban ahí. Recordaba, y casi revivía, sus tiempos de guerra y de servicio militar, el final de la guerra, y sus proyectos para el futuro. Había llegado a gustarle mucho la Marina, pensó que podría seguir en ella. Pero con la legislación de ayuda a los licenciados y el apoyo que podía obtener consideró que le interesaba más ir a la Universidad. Su hermano mayor estaba en una escuela de contabilidad y tenía relaciones con una chica, una «auténtica belleza», de Oregón.

Al recordar, al revivir, Jimmie se mostraba lleno de entusiasmo; no parecía hablar del pasado sino del presente, y a mí me sorprendió mucho el cambio de tiempo verbal en sus recuerdos cuando pasó de sus días escolares a su período en la Marina. Había estado utilizando el tiempo pasado, pero luego utilizaba el presente… y (a mí me parecía) no sólo el tiempo presente formal o ficticio del recuerdo, sino el tiempo presente real de la experiencia inmediata.

Se apoderó de mí una sospecha súbita, improbable.

—¿En qué año estamos, señor G.? —pregunté, ocultando mi perplejidad con una actitud despreocupada.

—En cuál vamos a estar, en el cuarenta y cinco. ¿Por qué me lo pregunta? —Luego continuó—: Hemos ganado la guerra, Roosevelt ha muerto, Truman está al timón. Nos aguarda un gran futuro.

—Y usted, Jimmie ¿qué edad tiene?

Su actitud era extraña, insegura, vaciló un instante. Parecía estar haciendo cálculos.

—Bueno, creo que diecinueve, doctor. Los próximos que cumpla serán veinte.

Al mirar a aquel hombre de pelo canoso que tenía ante mí, tuve un impulso que nunca me he perdonado… era, o habría sido, el colmo de la crueldad si hubiese habido alguna posibilidad de que Jimmie recordase.

—Mire —dije, y empujé hacia él un espejo— . Mírese al espejo y dígame lo que ve. ¿Es ese que lo mira desde el espejo un muchacho de diecinueve años?

Palideció de pronto, se aferró a los lados de la silla.

—Dios Santo —cuchicheó— . Dios mío, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué me ha sucedido? ¿Será una pesadilla? ¿Estoy loco? ¿Es una broma?

Parecía frenético, aterrado.

—No se preocupe, Jimmie —dije tranquilizándolo— . Es sólo un error. No hay por qué preocuparse. ¡Venga!

Lo llevé junto a la ventana.

—Verdad que es un maravilloso día de primavera —le dije— . ¿Ve aquellos chicos que hay allí jugando al béisbol?

Recuperó el color y empezó a sonreír y yo me escabullí llevándome aquel espejo odioso.

Volví dos minutos después. Jimmie aún seguía junto a la ventana, mirando muy contento a los chicos que jugaban al béisbol abajo. Se volvió cuando abrí la puerta y su expresión era alegre.

—¡Hola, doctor! —dijo— ¡Bonita mañana! Quiere usted hablar conmigo… ¿Me siento en esta silla?

No había indicio alguno de reconocimiento en su expresión franca y abierta.

—¿No nos hemos visto antes, señor G.? —pregunté despreocupadamente.

—No, que yo sepa. Menuda barba que tiene. ¡A usted no lo olvidaría, doctor!

—¿Por qué me llama doctor?

—Bueno, lo es usted, ¿no?

—Sí, pero si no nos hemos visto antes, ¿cómo sabe que lo soy?

—Es que usted habla como un médico. Se ve que es un médico.

—Bueno, tiene usted razón, lo soy. Soy el neurólogo de aquí.

—¿Neurólogo? Vaya, ¿tengo algún problema nervioso? Y dice usted «aquí»… ¿dónde estamos? ¿qué es este lugar?

—Precisamente iba a preguntárselo yo… ¿dónde cree usted que está?

—Veo esas camas y esos pacientes por todas partes. A mí me parece que esto es una especie de hospital. Pero, qué demonios, qué podría estar haciendo yo en un hospital… y con tanta gente mayor, mucho más vieja que yo. Yo me encuentro bien, estoy fuerte como un toro. A lo mejor
trabajo
aquí… ¿Trabajo aquí? ¿Cuál es mi trabajo?… No, mueve usted la cabeza, veo en sus ojos que no trabajo aquí. Si no trabajo aquí me han
metido
aquí. ¿Soy un paciente y estoy enfermo y no lo sé, doctor? Es una locura, da miedo… ¿Es una broma en realidad?

—¿No sabe usted lo que pasa? ¿No lo sabe usted de veras? ¿Se acuerda de que me habló de su infancia, de que se crió en Connecticut, de que trabajó como radiotelegrafista en submarinos? ¿No recuerda que me explicó que su hermano tiene relaciones con una chica de Oregón?

—Sí, sí, tiene usted razón en lo que dice. Pero eso no se lo conté yo, no le había visto a usted en mi vida. Debe haber leído cosas de mí en mi ficha.

—Está bien —dije— . Le contaré una historia. Un individuo fue a ver a su médico quejándose de que tenía fallos de memoria. El médico le hizo unas cuantas preguntas de rutina y luego le dijo: «Y esos fallos de la memoria, ¿qué me dice de ellos?» «¿Qué fallos?», contestó el paciente.

—Así que ése es mi problema —dijo Jimmie, echándose a reír— . Ya me parecía a mí. A veces se me olvidan cosas, de vez en cuando… cosas que acaban de pasar. Sin embargo el pasado lo recuerdo claramente.

—¿Me permitirá usted que le examine, que le haga unas pruebas?

—Pues claro —dijo afablemente— . Lo que usted quiera.

El resultado fue excelente en la prueba de inteligencia. Era de ingenio vivo, observador, de mentalidad lógica y no tenía dificultades para resolver rompecabezas y problemas complejos… no tenía dificultades, claro está, si se podían hacer de prisa. Si exigían mucho tiempo, se olvidaba de lo que estaba haciendo. Era rápido y bueno al tres en raya; a las damas, astuto y agresivo: me ganó fácilmente. Pero con el ajedrez se perdía… los movimientos eran demasiado lentos.

Al examinar su memoria me encontré con una pérdida extrema y sorprendente del recuerdo reciente, hasta el punto de que cualquier cosa que se le dijese o se le mostrase se le olvidaba al cabo de unos segundos. Por ejemplo, me quité el reloj, la corbata y las gafas, los puse en la mesa, los tapé y le pedí que recordase cada uno de estos objetos. Luego, después de un minuto de charla, le pregunté qué era lo que había tapado. No recordaba ninguno de los tres objetos… en realidad no se acordaba de que yo le hubiese pedido que recordase. Repetí la prueba, en esta ocasión haciéndole anotar los nombres de los tres objetos; se olvidó de nuevo y cuando le enseñé el papel con lo que había escrito él mismo se quedó asombrado y dijo que no recordaba haber escrito nada, aunque reconoció que aquélla era su letra y luego captó un vago «eco» del hecho de que lo había escrito.

A veces retenía recuerdos vagos, un confuso eco o sensación de familiaridad. Así, cinco minutos después de que hubiese jugado al tres en raya con él, recordaba que «un médico» había jugado a aquello con él «tiempo atrás»… no tenía ni idea de si ese «tiempo atrás» había sido hacía minutos o hacía meses. Luego hizo una pausa y dijo: «¿Podría haber sido usted?». Cuando le dije que había sido yo pareció hacerle gracia. Este humor ligero y esta indiferencia eran muy característicos, lo mismo que las cavilaciones relacionadas a las que se entregaba al estar tan desorientado y perdido en el tiempo. Cuando le pregunté en qué época del año estábamos, miró a su alrededor buscando alguna clave (tuve la precaución de quitar el calendario del escritorio) y dedujo aproximadamente la estación mirando por la ventana.

Al parecer no era que no lograse registrar los datos en la memoria sino que las huellas de la memoria eran sumamente fugaces y podían borrarse al cabo de un minuto, menos con frecuencia, sobre todo si concurrían estímulos que compitiesen o que lo distrajesen, mientras que sus facultades intelectuales y perceptivas se mantenían y tenían un nivel bastante elevado.

Jimmie poseía los conocimientos científicos de un bachiller inteligente, con una especial inclinación hacia las matemáticas y las ciencias. Se le daban muy bien los cálculos aritméticos (y también algebraicos), pero sólo si podía hacerlos a una velocidad vertiginosa. Si exigían varias etapas, demasiado tiempo, se olvidaba de dónde estaba, e incluso de la pregunta. Conocía los elementos, los comparaba, y dibujó la tabla periódica… pero omitió los elementos transuránicos.

—¿Está completa? —pregunté cuando terminó.

—Está completa y al día, señor, que yo sepa.

—¿No conoce ningún elemento que vaya después del uranio?

—¿Bromea usted? Hay noventa y dos elementos, y el uranio es el último.

Hice una pausa y pasé las hojas de un
National Geographic
que había encima de la mesa.

—Dígame los planetas —dije— y algo acerca de ellos.

Sin vacilar, muy seguro, enumeró los planetas, me dijo sus nombres, me habló de su descubrimiento, de la distancia que había entre cada uno y el sol, su masa aproximada, sus características, su gravedad.

—¿Qué es esto? —le pregunté, enseñándole una foto de la revista.

—Es la luna —contestó.

—No, no lo es —contesté— . Es una foto de la tierra hecha desde la luna.

—¡Me toma usted el pelo, doctor! ¡Tendrían que haber subido una cámara allí!

—Pues claro.

—¡Demonios! Está usted de broma… ¿Cómo iban a poder hacer algo así?

A menos que fuese un actor consumado, un farsante que simulaba un asombro que no sentía, esto era una demostración absolutamente convincente de que aún seguía en el pasado. Sus palabras, sus sentimientos, su asombro inocente, su lucha por encontrar un sentido a lo que veía, eran sin duda las de un joven inteligente de los años cuarenta enfrentado al futuro, a lo que aún no había sucedido y era escasamente imaginable. «Esto, más que ninguna otra cosa», escribí en mis notas, «me convence de que su corte memorístico hacia 1945 es auténtico… Lo que le mostré, y le dije, le produjo el asombro sincero que le habría producido a un joven inteligente de la época anterior al Sputnik».

Busqué otra foto en la revista y se la enseñé.

—Esto es un portaaviones —dijo— . Un modelo ultramoderno, desde luego. Nunca en mi vida he visto uno como éste.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

Miró el pie de la foto, pareció sorprenderse muchísimo y dijo:

—¡El
Nimitz
!

—¿Pasa algo?

—¡Y tanto! —contestó con viveza— . Yo conozco los nombres de todos los portaaviones y no sé de ningún Nimitz… Hay un almirante Nimitz, desde luego, pero no tenía noticia de que le hubiesen puesto su nombre a un portaaviones.

Dejó la revista con irritación.

Se notaba ya que estaba cansado, y un poco irritable y nervioso, bajo la presión constante de lo anómalo y lo contradictorio, y sus implicaciones aterradoras, que no podía eludir del todo. Yo le había asustado ya, imprudentemente, y pensé que era hora de poner fin a nuestra sesión. Nos acercamos de nuevo a la ventana y miramos hacia el campo de béisbol bañado por el sol; ante aquella escena su expresión se suavizó, se olvidó del Nimitz, de la foto del satélite, de los otros horrores y alusiones y se quedó contemplando absorto el partido que jugaban los chicos abajo. Luego, llegó del comedor un aroma apetitoso, chasqueó la lengua, dijo «¡La comida!», me sonrió y se fue.

Yo me quedé allí torturado por las emociones… era descorazonador, era absurdo, era profundamente desconcertante, pensar en su vida perdida en el limbo, disolviéndose.

«Está, digamos», escribí en mis notas, «aislado en un momento solitario del yo, con un foso o laguna de olvido alrededor… Es un hombre sin pasado (ni futuro), atrapado en un instante sin sentido que cambia sin cesar». Y luego, más prosaicamente: «El resto del examen neurológico es completamente normal. Impresión: probable síndrome de Korsakov, debido a degeneración alcohólica de los cuerpos mamilares». Mis notas eran una extraña mezcla de observaciones y datos, cuidadosamente detallados y especificados, con meditaciones irreprimibles sobre lo que podían «significar» aquellos trastornos, qué y quién era aquel pobre hombre y dónde estaba… si es que en realidad se podía hablar de una «existencia», con aquella privación tan absoluta de memoria o de continuidad.

Seguí especulando en estas notas y otras posteriores (nada científicamente) en torno a «un alma perdida», y a cómo establecer alguna continuidad, unas raíces, pues era un hombre sin raíces o enraizado sólo en un pasado lejano.

«Bastaría conectar»… pero ¿cómo podía conectar él, y cómo podíamos ayudarle nosotros a hacerlo? «Me atrevo a afirmar», escribió Hume, «que no somos más que un amasijo o colección de sensaciones diversas, que se suceden unas a otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un movimiento y en un flujo perennes». En cierto modo él había quedado reducido a un yo «humeano»… Yo no podía evitar imaginarme lo fascinado que se habría quedado Hume al ver encarnada en Jimmie su propia «quimera» filosófica, la tosca reducción de un hombre a un mero flujo y un mero cambio desconectados, incoherentes.

Quizás pudiese hallar orientación y ayuda en la literatura médica… una literatura que, por alguna razón, era principalmente rusa, desde la tesis original de Korsakov (Moscú, 1887) sobre este tipo de casos de pérdida de memoria, que aún se llama «síndrome de Korsakov», hasta el libro de Luria
Neuropsicología de la memoria
(cuya traducción al inglés no apareció hasta un año después de que tuviese yo mi primer contacto con Jimmie). Korsakov escribió lo siguiente en 1887:

Se altera casi exclusivamente el recuerdo de hechos recientes; parece como si las impresiones recientes desapareciesen más de prisa, mientras que las impresiones de hace mucho se recuerdan correctamente, de manera que el paciente conserva casi intactos el ingenio, la agudeza mental y la inventiva.

A estas parcas pero inteligentes observaciones de Korsakov se ha añadido todo un siglo de investigaciones posteriores, entre las que se destacan, por su profundidad y riqueza, las de Luria. Y, en versión de Luria, la ciencia se convierte en poesía y evoca el elemento patético de la pérdida radical. «Estos pacientes presentan siempre graves trastornos en la organización de las impresiones de los acontecimientos y su sucesión en el tiempo», escribió. «Debido a ello, pierden su experiencia integral del tiempo y empiezan a vivir en un mundo de impresiones aisladas.» Más tarde, como ya indicó Luria, la desaparición de las impresiones (y su desorganización) puede ampliarse hacia atrás en el tiempo: «en los casos más graves hasta acontecimientos relativamente lejanos, incluso».

La mayoría de los pacientes de Luria, tal como éste explica en su libro, tenían tumores cerebrales enormes y graves, que producían los mismos efectos que el síndrome de Korsakov, pero que más tarde se extendían y solían ser mortales. Luria no incluyó ningún caso de síndrome de Korsakov «simple», basado en la destrucción autolimitada que describió Korsakov: destrucción neurológica, causada por el alcohol en los cuerpos mamilares, pequeños pero importantísimos, manteniéndose el resto del cerebro en perfecto estado. No había, pues, un tratamiento complementario a largo plazo de los casos de Luria.

Other books

Kiss Me by Jillian Dodd
Coronation Everest by Jan Morris
Vacant by Alex Hughes
The Lyon Trilogy by Jordan Silver
A Is for Apple by Kate Johnson
Thirty-Three Teeth by Colin Cotterill
A Grave Exchange by Jane White Pillatzke