El hombre es un gran faisán en el mundo (7 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Drama

BOOK: El hombre es un gran faisán en el mundo
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La gitanilla tira de la lengua roja de su trenza. Ríe y se gira. Windisch ve sus pantorrillas. «¿Cuánto?», pregunta. «Quince mil por persona», dice el carpintero. Recibe la cerveza de manos del tabernero. «Una casa de un piso. A la izquierda quedan los invernaderos. Si el coche rojo está en el patio, quiere decir que está abierto. En el patio habrá alguien cortando leña. Él te hará entrar», dice el carpintero. «No toques el timbre. Si lo haces, el leñador desaparecerá. Y no volverá a abrir la puerta.»

Los hombres y mujeres que están en una esquina de la sala beben todos de la misma botella. Uno de los hombres lleva un sombrero de terciopelo negro abollado y carga un niño en sus brazos. Windisch ve las pequeñas plantas de los pies desnudos. El niño intenta coger la botella. Abre la boca. El hombre le acerca el gollete a la boca. El niño cierra los ojos y bebe. «Borrachín», dice el hombre. Le quita la botella y se ríe. La mujer que está a su lado mordisquea una corteza de pan. Mastica y bebe. En el interior de la botella flotan migas de pan blanco.

«Esos apestan a establo», dice el carpintero. De su dedo cuelga un largo cabello castaño.

«Son los de la vaquería», dice Windisch.

Las mujeres cantan. El niño avanza tambaleándose ante ellas y tira de sus faldas.

«Hoy es día de pago», dice Windisch. «Se pasan tres días bebiendo. Y al final se quedan otra vez sin nada.»

«La vaquera del pañuelo azul vive detrás del molino», dice Windisch. La gitanilla se remanga la falda. De pie junto a su pala, el sepulturero hurga en su bolsillo. Le da diez lei.

La vaquera del pañuelo azul canta y vomita contra la pared.

El disparo

L
a revisora se ha remangado la blusa. Está comiendo una manzana. El segundero palpita en su reloj. Son las cinco pasadas. El tranvía chirría.

Un niño empuja a Amalie contra la maleta de una anciana. Amalie echa a correr.

Dietmar la espera a la entrada del parque. Su boca arde sobre la mejilla de Amalie. «Tenemos tiempo», dice. «Las entradas son para la función de las siete. Para la de las cinco no quedaba ni una.»

El banco es frío. Por el césped pasan unos hombrecitos cargando cestos de mimbre llenos de hojas secas.

La lengua de Dietmar es caliente. Arde sobre la oreja de Amalie, que cierra los ojos. El aliento de Dietmar es más grande que los árboles en la cabeza de Amalie. Su mano es fría bajo la blusa de Amalie.

Dietmar cierra la boca. «Tengo que irme a la mili», dice. «Mi padre me ha traído la maleta.»

Amalie aparta la lengua de Dietmar de su oreja. Le tapa la boca con su mano. «Vamos a la ciudad», dice. «Tengo frío.»

Amalie se apoya en Dietmar. Siente sus pasos. Camina pegada a él bajo su chaqueta, como uno de sus hombros.

En el escaparate hay un gato durmiendo. Dietmar tamborilea con los dedos sobre el cristal. «Aún tengo que comprarme calcetines de lana», dice. Amalie se está comiendo un croissant. Dietmar le lanza un ovillo de humo a la cara. «Ven», dice Amalie, «te enseñaré mi jarrón».

La bailarina levanta el brazo sobre la cabeza. El vestido de encaje blanco permanece inmóvil tras el cristal.

Dietmar abre una puerta de madera junto al escaparate. Detrás de la puerta hay un pasillo oscuro. La oscuridad huele a cebollas podridas. Junto a la pared, tres cubos de basura se alinean como enormes latas de conserva.

Dietmar arrincona a Amalie contra uno de los cubos. La tapa rechina. Amalie siente los embates del miembro de Dietmar en su vientre. Se aferra firmemente a sus hombros. En el patio interior se oye hablar a un niño.

Dietmar se abotona los pantalones. Por la ventanita trasera del patio llega una música.

Amalie ve avanzar los zapatos de Dietmar en la fila. Una mano rasga las entradas. La acomodadora lleva un pañuelo negro en la cabeza y un vestido negro. Apaga su linterna. Las mazorcas de maíz se deslizan por el largo cuello de la cosechadora hasta el remolque del tractor. El documental ha terminado.

Dietmar recuesta su cabeza en el hombro de Amalie. En la pantalla aparecen unas letras rojas: «Piratas del siglo XX». Amalie pone su mano sobre la rodilla de Dietmar. «Otra vez una película rusa», susurra. Dietmar levanta la cabeza. «Pero al menos en colores», le dice al oído.

Agua verde y temblorosa. Bosques verdes que proyectan su imagen sobre la orilla. La cubierta del barco es ancha. Una mujer hermosa apoya las manos sobre la barandilla del barco. Como follaje flamea su cabello al viento.

Dietmar estruja los dedos de Amalie en su mano. Mira la pantalla. La mujer hermosa está hablando.

«No volveremos a vernos», dice él. «Yo tengo que irme a la mili, y tú te vas del país.» Amalie ve la mejilla de Dietmar. Que se mueve. Y habla. «He oído decir que Rudi te está esperando», dice Dietmar.

En la pantalla se abre una mano. Saca algo del bolsillo de una americana. En la pantalla aparecen un pulgar y un índice. Entre ambos hay un revólver.

Dietmar sigue hablando. Amalie oye el disparo detrás de su voz.

El agua no descansa nunca

«L
a lechuza está paralizada», dice el guardián nocturno. «Un día de duelo con un aguacero es demasiado incluso para ella. Si esta noche no ve la luna, no volverá a volar nunca más. Y si se muere, el agua apestará.»

«Las lechuzas no descansan nunca, y el agua tampoco», dice Windisch. «Si ésta se muere, vendrá otra lechuza al pueblo. Una lechuza joven y tonta, que no sabrá adonde ir. Y se posará en todos los tejados.»

El guardián nocturno mira la luna. «Y volverá a morir gente joven», dice. Windisch siente que el aire que tiene ante su cara pertenece al guardián nocturno. Aún le queda voz para una frase cansada: «Y todo será otra vez como en la guerra», dice.

«Las ranas croan en el molino», dice el guardián nocturno.

Y vuelven loco al perro.

El gallo ciego

L
a mujer de Windisch se ha sentado al borde de la cama. «Hoy día vinieron dos hombres», dice. «Contaron las gallinas y anotaron el número. Luego cogieron ocho y se las llevaron. Las encerraron en jaulas de tela metálica. El remolque del tractor se llenó de gallinas.» La mujer de Windisch suspira. «Tuve que firmar», dice. «También firmé por cuatrocientos kilos de maíz y cien kilos de patatas. Dijeron que vendrían más tarde a por ellos. Les di en el acto los cincuenta huevos. Se metieron al huerto con sus botas de goma. Vieron el trébol frente al granero. Dijeron que el año próximo tendremos que plantar allí remolachas azucareras.»

Windisch levanta la tapa de la olla. «¿Y los vecinos?», pregunta. «A ellos no los visitaron», responde la mujer de Windisch, que se mete en la cama y se tapa. «Dijeron que los vecinos tienen ocho niños pequeños y nosotros una hija que ya se gana la vida.»

En la olla hay sangre e hígado. «Tuve que matar al gallo blanco», dice la mujer de Windisch. «Los dos hombres recorrieron el corral de arriba abajo y el animal se asustó. Se precipitó aleteando contra la valla y se hirió en la cabeza. Cuando los tipos se marcharon, ya estaba ciego.»

Anillos de cebolla flotan en la olla sobre ojos de aceite. «Y tú misma dijiste que conservaríamos a nuestro gran gallo blanco para tener grandes gallinas blancas el año próximo», dice Windisch. «Y tú dijiste que todo lo blanco es muy sensible. Y tenías razón», dice la mujer de Windisch.

El armario cruje.

«Cuando iba al molino, me detuve ante la cruz de los caídos», dice Windisch en la oscuridad. «Quise entrar en la iglesia y rezar, pero estaba cerrada con llave. Y pensé que era un signo de mal agüero. San Antonio está justo detrás de la puerta. Su librote es marrón. Parece un pasaporte.»

En el aire caliente y oscuro de la habitación, Windisch sueña que el cielo se ha abierto. Las nubes se alejan del pueblo. Por el cielo vacío vuela un gallo blanco. Se golpea la cabeza contra un álamo seco que se yergue en la pradera. Y ya no ve. Se queda ciego. Windisch está a la orilla de un campo de girasoles. Grita: «El gallo se ha quedado ciego». El eco de su voz regresa convertido en la voz de su mujer. Windisch se adentra en el campo de girasoles y grita: «No te busco porque sé que no estás aquí».

El coche rojo

L
a barraca de madera es un cuadrado negro. Del tubo de hojalata sale un humo rastrero que se filtra por la tierra húmeda. La puerta de la barraca está abierta. En el interior, un hombre con un traje de faena azul está sentado en un banco de madera. Sobre la mesa hay una escudilla de hojalata humeante. El hombre sigue a Windisch con la mirada.

Han quitado la tapa del pozo de alcantarillado. En el pozo hay un hombre. Windisch ve la cabeza que sobresale del suelo, cubierta por un casco amarillo. Windisch pasa junto a la barbilla del hombre, que lo sigue con la mirada.

Windisch mete las manos en los bolsillos de su abrigo. Siente el fajo de billetes en el bolsillo interior de su chaqueta.

Los invernaderos se hallan al lado izquierdo del patio. Sus cristales están empañados. El vaho devora el ramaje. Las rosas arden rojas entre el vapor. El coche rojo está en medio del patio. A su lado hay unos cuantos leños. Contra la pared de la casa hay leña apilada. El hacha está junto al coche.

Windisch camina lentamente. Estruja el billete del tranvía en el bolsillo de su abrigo. Siente el asfalto húmedo a través de sus zapatos.

Windisch mira a su alrededor. El leñador no está en el patio. La cabeza del casco amarillo sigue a Windisch con la mirada.

La valla se acaba. Windisch oye voces en la casa contigua. Un enano de jardín arrastra un macizo de hortensias. Tiene una gorra roja. Un perro blanquísimo da vueltas en círculo y ladra. Windisch lanza una mirada calle abajo. Los rieles del tranvía acaban en el vacío. Entre los rieles crece la hierba. Las hojas, ennegrecidas por el aceite, se ven pequeñas y quebradas por el chirriar de los tranvías y el rechinar de los rieles.

Windisch da media vuelta. La cabeza del casco amarillo se sumerge en el pozo. El hombre del mono azul apoya una escoba contra la pared de la barraca. El enano de jardín tiene un delantal verde. El macizo de hortensias tiembla. El perro blanquísimo se detiene, silencioso, junto a la valla. El perro blanquísimo sigue a Windisch con la mirada.

Del tubo de hojalata de la barraca sale humo. El hombre del mono azul barre el fango alrededor de la barraca. Sigue a Windisch con la mirada.

Las ventanas de la casa están cerradas. La blancura de las cortinas ciega la vista. Encima de la valla hay dos hileras de alambre de púas atado a ganchos herrumbrosos. Los extremos de la leña apilada son blancos. La acaban de cortar. El filo del hacha reluce. El coche rojo está en medio del patio. Las rosas florecen entre el vapor.

Windisch vuelve a pasar junto a la barbilla del hombre del casco amarillo.

El alambre de púas se acaba. El hombre del mono azul está sentado en la barraca. Sigue a Windisch con la mirada.

Windisch da media vuelta. Se detiene ante el portón.

Windisch abre la boca. La cabeza del casco amarillo emerge del suelo. Windisch tiene frío. Se ha quedado sin voz.

El tranvía pasa chirriando. Sus ventanillas están empañadas. El revisor sigue a Windisch con la mirada.

En el marco del portón está el timbre. Tiene una yema de dedo blanca. Windisch la aprieta. El timbre resuena en su dedo. Resuena en el patio. Resuena muy lejos dentro de la casa. Detrás de las paredes el timbre resuena sordo, como enterrado.

Windisch aprieta quince veces la yema de dedo blanca. Windisch cuenta. Los sonidos agudos en su dedo, los sonidos intensos en el patio, los sonidos enterrados en la casa se entremezclan todos.

El jardinero está enterrado en los cristales, en la valla, en las paredes.

El hombre del mono azul enjuaga su escudilla de lata. Y observa. Windisch vuelve a pasar junto a la barbilla del hombre del casco amarillo. Windisch sigue los rieles con el dinero en su chaqueta.

El asfalto le hace doler los pies.

La consigna secreta

W
indisch vuelve del molino a su casa. El mediodía es más grande que el pueblo. El sol lo abrasa todo a su paso. El bache está agrietado y reseco.

La mujer de Windisch está barriendo el patio. En torno a sus pies la arena parece agua. Ondas inmóviles rodean la escoba. «Aún estamos en verano y las acacias ya empiezan a amarillear», dice. Windisch se desabrocha la camisa. «Cuando los árboles se secan en verano es que se viene un invierno crudo», dice.

Las gallinas giran la cabeza bajo sus alas. Con el pico buscan su propia sombra, que no las refresca. Los cerdos manchados del vecino hozan entre las zanahorias silvestres de flores blancas, detrás de la valla. Windisch mira por la alambrada. «No les dan de comer nada a esos cerdos», dice. «Valacos tenían que ser. No saben ni alimentar a sus cerdos.»

La mujer de Windisch sostiene la escoba ante su vientre. «Deberían ponerles anillos en el hocico», dice. «De lo contrario arrasarán la casa antes de que llegue el invierno.»

La mujer de Windisch lleva la escoba al cobertizo. «Vino la cartera», dice. «Apestaba a aguardiente y eructó varias veces. Dijo que el policía te agradece la harina, y que el domingo por la mañana pase Amalie por su despacho. Que lleve una solicitud y sesenta lei para timbres fiscales.»

Windisch se muerde los labios. Su cavidad bucal aumenta de tamaño hasta llegar a la frente. «¿A qué viene tanto agradecimiento?», dice.

La mujer de Windisch levanta la cabeza. «Ya sabía yo que no irías muy lejos con tu harina», dice. «Lo suficiente para que mi hija acabe de colchón», grita Windisch hacia el patio. Escupe sobre la arena: «¡Puah! ¡Qué vergüenza!». Una gota de saliva le cuelga de la barbilla.

«Tampoco irás muy lejos con tus ¡puahs!», dice la mujer de Windisch. Sus pómulos son dos piedras rojas. «Lo que importa ahora no es la vergüenza, sino el pasaporte», dice.

Windisch cierra la puerta del cobertizo de un sonoro puñetazo. «¡Y tú muy bien que lo sabes!», grita. «¡Después de lo de Rusia muy bien que lo sabes! ¡Allí tampoco te importó mucho la vergüenza!»

«¡Cerdo asqueroso!», grita la mujer de Windisch. La puerta del cobertizo se abre y se cierra como si el viento soplase en la madera. La mujer de Windisch busca su boca con la punta del dedo. «Cuando el policía vea que nuestra Amalie aún es virgen, se le irán las ganas», dice.

Windisch se ríe. «¡Virgen, virgen como lo eras tú aquella vez en el cementerio, después de la guerra», dice. «En Rusia la gente se moría de hambre y tú vivías de prostituirte. Y lo habrías seguido haciendo después de la guerra si no me hubiera casado contigo.»

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