El hereje (9 page)

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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

BOOK: El hereje
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Don Bernardo partió de Villanubla al día siguiente. La vida, en la meseta profunda, ofrecía escasa variación y, sin embargo, encontró la feria de Rioseco inusitadamente animada. El pueblo no ofrecía novedad visible, salvo en el crecimiento respecto al resto de los poblados del Páramo. Los niveles de los rebaños se sostenían y los esquiladores preparaban sus trebejos para el mes de junio. La reserva de madera y hierba se mantenía y el señor Salcedo pasó una noche tranquila, a pesar de las chinches, en la posada de Evencio Reglero.

El recorrido por el Páramo le deparó algunas sorpresas. Una positiva: el crecimiento de los rebaños en Peñaflor de Hornija, donde se había rebasado la cifra de diez mil cabezas, y otras dos negativas: la viuda Pellica había muerto y Hernando Acebes, el corresponsal de Torrelobatón, había sufrido una perlesía y, aunque el barbero de ViUanubla le había sangrado dos veces, no recuperaba y allí estaba sentado el día entero en una butaca de mimbre en el zaguán de su casa, como un inútil. El propio Hernando Acebes, sin bienes de fortuna, se espantaba las lágrimas al facilitarle los nombres y direcciones de los que podían sustituirle.

Tal como había proyectado, don Bernardo Salcedo abandonó el Páramo, iniciado mayo, por el camino de Toro. Hacía un día templado, de sol franco, y los grillos aturdían en las orillas del camino. Las lluvias de otoño y primavera habían caído regularmente y las espigas anunciaban una prieta granazón. También los palos de los sarmientos se esponjaban y, de no presentarse una insolación prematura, la uva maduraría a su ritmo y, a diferencia del último año, se recogería una buena cosecha. Desde las cuestecillas de La Voluta, Salcedo divisó el cerro Picado y, a su pie, el pueblo de Pedrosa, entre las viñas, apiñado a la izquierda de la iglesia. El día estaba tan claro que, desde la Mota del Niño, se divisaba el soto del Duero, con álamos y negrillos a medio vestir, y, tras él, el verde oscuro de los pinares, pinocarrascos y pinos negros, plantados en las tierras arenosas al comenzar el siglo.

Don Bernardo faldeó un montículo con láminas de yeso cristalizado y dos conejos corrieron atolondradamente a refugiarse en el vivar. Benjamín, el rentero, le aguardaba. Era hombre rechoncho, como casi todos los de la zona, como sus hijos, calvo prematuro, con unas facciones abultadas, negroides, tan características que el señor Salcedo le hubiera reconocido entre mil. El capotillo de dos haldas, de tela burda, los calzones de loneta hasta media pierna y sus cortas piernas peludas eran su uniforme inalterable. Benjamín era uno de los pocos hombres, en aquella época de ostentaciones, a quien agradaba aparentar menos de lo que era. Sus ingresos y su categoría social como rentero, hombre del que en cierto modo dependía el trabajo de los braceros, le daban derecho a otra imagen física que él y los suyos desdeñaban. Tanto la Lucrecia del Toro, su señora, como sus hijos Martín, Antonio y Judas Tadeo, vestían sayas y capotillos marrones repasados y vueltos a repasar, y en los que Lucrecia había puesto más puntadas que los tejedores de Segovia. Benjamín confirmó a don Bernardo los buenos auspicios: el trigo y la cebada estaban granando bien y, aunque cualquier juicio sobre la vid pecaba de prematuro, de no surgir algún imprevisto, la cosecha de uva podría superar en una quinta parte a la del año anterior. Se oían los relinchos impacientes de
Lucero
, el caballo de don Bernardo a la puerta del chamizo y, dentro, en el zaguán, donde conversaban, hacía fresco y olía a alholvas. Don Bernardo se sentaba rígido en el escañil y Benjamín en un tajuelo, junto al arcón donde Lucrecia guardaba las sábanas y la ropa blanca entre hierbas olorosas. La casa de Benjamín era elemental y sórdida. Contaba con pocos muebles y ningún adorno, por lo que conservaba, como oro en paño, una colgadura con figuras que representaban el nacimiento de Nuestro Señor y el dosel de guadamacíes bajo el que dormía con su esposa desde hacía veinticinco años.

La misma austeridad emanaba su figura, caballero en mulo matalón, con manta en lugar de silla, y la de su hijo Martín, el primogénito, sobre una burra lunanca de medio pelo, cuando le acompañaron a inspeccionar las tierras. Detrás de la lomilla, don Bernardo advirtió que Benjamín había sustituido una tierra de cebada por un bacillar: es la uva la que nos saca de pobres, don Bernardo, hay que desengañarse —le dijo por toda explicación. Pero al señor Salcedo lo que le interesaba era conocer las aranzadas más escatimosas de la propiedad, las que menos daban: las que faldean La Mambla, había respondido Benjamín sin pensarlo dos veces. Y ahora recorrían las calles de estos majuelos, de buena apariencia, cuya poquedad solamente se advertía a la hora de la vendimia. ¿Son los más escatimosos? —insistió don Bernardo. De largo, señor Salcedo; menos fruto y más agraz; a saber la razón —dijo.

Únicamente al regreso, don Bernardo, desde lo alto de su caballo, comunicó a Benjamín Martín y a Martín Martín, su primogénito, que doña Catalina había muerto. Benjamín, aposentado en su mulo, se sacó el sombrero de la cabeza y se persignó: Nuestro Señor dé salud a vuesa merced para encomendar su alma —dijo a media voz, mientras Martín Martín, el muchacho, más avergonzado que dolido, se limitó a bajar la cabeza.

La señora Lucrecia le dio de comer en la cocina, sobre la mesa de pino, sentados en escañiles, frente a la alacena, colmada de pucheros y cazuelas, con dos lebrillos de agua a cada lado. Tras cada ausencia prolongada, Lucrecia le hacía este honor, le preparaba la comida sin advertirlo, sin invitación previa. Era un hecho ya sabido y cuando don Bernardo se sentó a la mesa, en el seno de la confianza, Benjamín ya estaba comiendo. Masticaba ferozmente, el sombrero calado, y cada ocho o diez bocados hacía ademán de llevarse la mano a la boca y eructaba sin disimulo. Entre eructo y eructo, pasó revista a las novedades, particularmente a aquellas que afectaban a su peculio. Los salarios subían sin cesar. Hoy un vendimiador no se agachaba por menos de veinte maravedíes, ni se encontraba un obrero por cuarenta, ni un podador por sesenta. En ese sentido las cosas estaban mal. Por si fuera poco, la última cosecha había venido muy mermada y, en consecuencia y, como don Bernardo habría advertido, no le había pagado la renta de la Pascua. Don Bernardo le hizo ver que los reveses del campo le afectaban a él tanto como al rentero y que el retraso en el pago de las rentas estaba lejos de ser una solución: Acabarás en manos de usureros, Benjamín —sentenció apuntándole con el dedo índice. Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una vez que el espeso vino de Toro hubiera producido sus efectos. En su primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar de afrontar directamente el tema de la sustitución de los bueyes por muías, inició lateralmente el debate, poniendo en cuestión el barbecho al que calificó de labor anticuada e inútil. Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento de la tierra, pero suplía su ignorancia con la experiencia de sus contertulios en la taberna de Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo, del que había poca práctica en Castilla. El rentero miraba a don Bernardo de hito en hito y argumentó que el abono era preferible al cambio de cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación de padre e hijo, les preguntó si podía saberse dónde encontraban abono en Toro puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco estiércol de que disponemos se consume en las huertas. La conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien alegó, a propósito del estiércol, que lo más moderno en usos agrarios estribaba en sustituir el buey por la muía, ya que ésta come menos, es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado. Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, argüyó que la muía era un animal que carecía de fuerza y apenas arañaba la tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por mor de su fuerza, araba en surcos profundos con lo que defendía mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el pasto de que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo, lejos de doblegarse, intentó hacerle ver que la decadencia agrícola en otros lugares de España venía precisamente del hecho de haber sustituido el buey por la muía. Benjamín Martín, más pragmático, hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores seguían con los bueyes de arado, pero, en tal coyuntura, don Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el único pueblo en decadencia del Páramo. El rentero lo admitió pero señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación de la tierra exigía traslados rápidos de las yuntas, y de los bueyes podía esperarse todo menos rapidez. Los jarros de espeso vino de Toro iban desapareciendo de la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero, con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar, por ejemplo, los bueyes de una yunta y dejarlos en las otras dos. La eficacia y el tiempo hablarían. El grano diría si la agilidad y alimentación de la muía compensaba el mejor trabajo del buey, o éste, por el contrario, seguía por delante de las presuntas virtudes de la muía.

Don Bernardo estaba cansado. Eran demasiados días embromado en discusiones necias y las discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le sacaban de quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi de noche cuando abandonó la casa de los renteros con la cabeza cargada y brumosa. El pueblo se adentraba pausadamente en las tinieblas y el señor Salcedo tomó a
Lucero
de la brida y lo condujo al paso hasta la casa de la viuda de Baruque, donde, como de costumbre, pensaba pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la puerta de la calle con un candil. Acomodaron a
Lucero
en la cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar. Don Bernardo prefería no cenar. La comida, a base de cerdo y judías pintas, le había resultado empachosa; le había dejado ahito. Al desprenderse de sus ropas embarazosas y estirarse desnudo en las planchadas sábanas gimió de placer. Habían sido dos semanas cambiando cada día de dieta y alojamiento. Muy de mañana pagó a la viuda y, por el atajo del Vivero, salió al camino de Zamora. En la encrucijada brincó una liebre de la viña y corrió cien metros zigzagueando por delante del caballo. Luego espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tordesillas. Su carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar de ruta. Por unos segundos pensó en su hijo y en el donaire de Minervina con él en brazos. Sonrió. Rebasada Tordesillas picó a
Lucero
, atravesó las tierras de Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta del Campo, dejando a mano derecha la Mancebía de la Villa.

III

Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró enganchado de nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a pensar que podía morir de aburrimiento, pero ahora, como si aquello hubiera sido un amago de tormenta, pensaba que sus temores habían sido exagerados. Su
acceso de melancolía
, como él llamaba pomposamente a sus meses de vagancia, había sido vencido, así que volvió a tomar las riendas de su casa y de sus negocios. Por la mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los niños llenos de bubas que llenaban las calles de la villa, en invierno y en verano. Ahora, de pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni por qué no, había salido del bache y había vuelto a hacerse cargo de la situación. El viaje a Burgos había sido el inicio de su resurgimiento. En el mismo despacho de don Bernardo, en una mesa de pino de Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando las cuentas de las reatas de muías que bajaban del Páramo y de los vellones almacenados en la inmensa nave de la Judería.
Atila
, el mastín feroz que le regalaron de cachorro, correteaba ladrando entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta de la entrada. Era un can de oído fino y malas pulgas, y las noches, especialmente las de luna llena, las pasaba aullando en el corredor. No se sabía de ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don Bernardo como su fiel Dionisio, presumían de que nadie se había llevado un vellón desde que
Atila
vigilaba el almacén.

Manrique, sin otra ayuda que Federico, un galopín de quince años, mudo de nacimiento, era el alma del establecimiento. El despacho, la mesa y los manguitos eran la tapadera de actividades más prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Federico a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba una expedición y, entre ellos y el arriero, descargaban las sacas sin apelar a manos mercenarias, almacenando ordenadamente las pieles. Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir personalmente una carreta hasta las instalaciones de don Néstor Maluenda en Las Huelgas o donde hiciera falta. Una vez metido en harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los arrieros o dormía en las habitaciones colectivas de las ventas con objeto de que el patrón ahorrase unos maravedíes.

En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica de zamarros de Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos de la sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía de la versatilidad de Dionisio, de su disponibilidad, definía a su subordinado de una manera peculiar, no exenta de tintes despectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un descosido.

Los primeros días de verano fueron fechas de agitación en el almacén y la actividad desaforada desplegada por don Bernardo vino a restablecerle de la plétora causada por sus excesos gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no dejaba de creer por un desacierto. Don Bernardo partía de la base de la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero—cirujano, demostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a extremar toda su ciencia y habilidad.

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