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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (47 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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Los murales del artista barcelonés Josep Maria Sert que decoraban paredes y techos les echaron el alto. La sala rebosaba alegorías de la Paz, del Progreso, de la Justicia... Mei se quedó anclada ante la inmensa pintura que representaba las consecuencias de la guerra, con unos vencedores y vencidos que compartían los mismos rostros de pena por sus caídos. Al fondo, entre las filas de sillas de cuero verde de la grada, estaba Sabrina. Apoyada de espaldas en la barandilla, se entregaba de forma tan concienzuda a su guión que ni siquiera los había visto entrar. Se volvió para señalar a los cinco gigantes del techo que, representando a los cinco continentes, unen sus puños para destruir todas las armas.

Entonces advirtió la presencia de Emilian y Mei. Interrumpió en seco su explicación y los miró, confundida.

—¿Qué hacéis aquí?

Emilian se abrió paso entre el grupo que comenzaba a cuchichear.

—Tienes que llamar otra vez al chico de presupuestos —le dijo bajando la voz.

—¿Estás loco? —exclamó ella como si estuvieran solos.

Emilian la agarró del brazo para separarla del resto. Los veinte turbantes y saris se giraron hacia ellos al mismo tiempo, como en una coreografía de Bollywood. Después se volvieron hacia Mei, de nuevo todos a una. La japonesa se encogió de hombros e hizo una media reverencia, tratando de quitarle importancia al hecho de haber irrumpido en su visita.

—Tienes que pedirle que vuelva a entrar en los archivos—insistió Emilian.

—Pero ¡si ya lo miró y no salía nada de aquella empresa!

—Tengo otro nombre —la sosegó pidiéndole calma con las manos—, tengo otro nombre.

—¡Vas a hacer que me echen!

—Por favor...

Ella resopló cerrando los ojos.

—¿Por qué siempre me convences? Debo de ser idiota.

—Sabía que no me fallarías.

Sabrina le hizo un gesto despectivo, sacó su móvil y llamó a un número que tenía grabado.

—Philippe —saludó al poco. Emilian respiró al ver que al menos había dado con él—. Sí, soy Sabrina, qué tal. Tienes que hacerme otro favor. Sí... Se trata de lo mismo que te pedí el otro día, pero con otro nombre... Sí, será la última vez... ¡De verdad que sí! —gruñó, y lanzó a Emilian una mirada de desaprobación—. Entra en el programa y ahora te doy el nombre.

—Tapó el auricular y se dirigió a Emilian susurrando—. Te voy a matar. Anda, dime cómo se llama esa sociedad.

—Ahora es una persona física. Su nombre es Victor Ulrich.

—Victor Ulrich —le transmitió Sabrina a su amigo—. Sí... Eso mismo. Cualquier transferencia a su nombre.

—Nos basta con saber la procedencia del dinero —apuntó Emilian en voz baja.

—Con que me digas la localización de cuenta de origen es suficiente —siguió ella por el teléfono—. Los demás datos óbvialos. Ni cuantía, ni nada por el estilo. Pero date prisa. Sí, espero, espero.

Unos segundos después arqueó los ojos y puso gesto de muñeca. Exageró una sonrisa que dejó ver aquella dentadura perfecta de pura sangre, como le decía Emilian cuando quería alabar su fortaleza y al mismo tiempo meterse con ella.

—¿Hay algo? —le urgió éste.

Sabrina le pidió calma.

—Gracias, Philippe —se dirigió al otro—. Ya te llamaré más tranquila.

Colgó.

—¿Tienes algo?

—Me debes una, y bien gorda.

—¡Suéltalo ya!

—Zermatt.

—¿Zermatt? —exclamó Emilian—. ¿Qué demonios hace en Zermatt?

—Me ha dicho que hace dos años y medio se ordenó una transferencia con ese nombre desde una sucursal del Credit Suisse que hay allí.

—Zermatt, Zermatt... —repetía Emilian para sí, tratando de que se le ocurriera algo. ¿Qué pintaba Kazuo en aquella localidad de montaña del Condado del Valais? Había acotado enormemente el cerco pero...

—Gracias por la espera, señores —exclamó Sabrina en tono jovial para recuperar la complicidad del grupo, dando la espalda a Emilian—. Mi amigo y su novia ya se van.

Y volvió a señalar los puños enlazados del techo como si nada hubiera pasado.

Emilian y Mei abandonaron la sala.

—Está en Zermatt —le comunicó él nada más cruzaron la puerta. Mei frunció el ceño—. Es un pueblo situado a unas tres horas de Ginebra al sur del país —le informó—. En las faldas del pico Cervino.

—El que sale en los chocolates Toblerone —anotó ella.

—Eso es. Sirve de base a una de las estaciones de esquí más exclusivas de los Alpes.

—¿Está abierta ahora?

—Siempre hay gente allí, incluso en verano.

—Y ¿qué vamos a hacer?

Cada vez era peor. Más información, menos tiempo, misma indefinición.

Volvieron sobre sus pasos hasta el aparcamiento sin hablar una palabra. Una vez en el interior del coche, Emilian trató de relajarse y pensar. Tenían una pista vaga que los desviaba hacia Zermatt, se estaba haciendo de noche y al día siguiente volaban hacia Tokio. Pegó la frente al volante y permaneció así casi un minuto.

—¿Estás bien? —le preguntó Mei.

—El apellido Ulrich es suizo alemán, coincide con la zona... —murmuraba él, devanándose los sesos intentando ligar cualquier nexo que le aportase una nueva pista—. Seguro que su familia adoptiva procedía de allí. Pero...

—¿En qué piensas?

—Hay algo que se me escapa. Algo que tengo ahí, al alcance de la mano. ¿Qué demonios he hecho yo en Zermatt hace años?

Recordaba los tiempos del instituto, cuando los llevaban en autobús a esquiar en excursiones de un día. Con Veronique no fue nunca allí, de eso estaba seguro. ¿Qué le unía a aquel lugar?

Seguía postrado hacia delante. Mei le acarició la espalda.

—Mou nakanaide boya —canturreó muy suave en su idioma—, anata wa tsuyoi ko desho u, mou nakanaide boya...

—¿Qué cantas?

—Una nana.

—¿Qué quiere decir?

—Lo normal: no llores, niño, eres un niño fuerte, mamá está aquí...

El interior del coche parecía el vientre de aquella madre. ¿A quién iba dirigida la nana, a él mismo o a Kazuo? Quizá a ninguno de los dos, y sí a un hijo que quisiera tener algún día. Pensó que se lo daría si ella se lo pidiera. Le daría cualquier cosa.

Debía empezar por encontrar aquel chico de Nagasaki; tenía que recordar, no debía pensar desde la actualidad, debía vaciar la mente y remontarse a momentos anteriores, a vidas anteriores...

Se reclinó de súbito hacia atrás.

—La casa sostenible —salió de su boca.

—¿Te has acordado de algo?

—Hace muchos años, cuando me incorporé al primer estudio de arquitectura en el que trabajé... —Se estrujó el cerebro para avivar esa chispa inicial antes de que se apagase—. Es allí donde oí hablar de esa casa. La había diseñado un pupilo de Peter Zumthor —siguió, refiriéndose al reputado arquitecto suizo a cuya escuela pertenecían sus jefes de entonces— y todos sentíamos una envidia horrible. No era un proyecto grande. Se trataba de una casa particular, pero el dueño no había dudado en invertir en nuevas tecnologías y todo tipo de sistemas de autoabastecimiento amigos del Medio Ambiente. En aquel momento fue un proyecto revolucionario.

—Podría coincidir con su perfil, aunque tú mismo me dijiste que en Suiza es normal encontrar gente así.

—Sí, pero recuerdo algo más que todos comentaban: nadie había visto nunca al propietario. Especulaban sobre si se dedicaba a esto o a aquello. Incluso se decía que pertenecía a la mafia. Ten en cuenta que Zermatt está a un paso de Italia.

—El mismo secretismo enfermizo —murmuró Mei.

Emilian permaneció unos segundos con la vista al frente, aferrado al volante como si se tratase de los mandos de un caza.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta el embarque?

—Unas doce horas.

Para llegar a Zermatt era preciso dejar el coche al pie de la montaña y coger un tren cremallera que tardaba un buen rato en subir hasta el pueblo, por el que sólo circulaban coches eléctricos y trineos tirados por caballos. Sin duda era un destino inmejorable para aquellos que buscaban pasar unos tranquilos días de vacaciones, pero aquella complejidad de accesos distaba mucho de lo que Emilian y Mei necesitaban en aquel momento.

—Pon algo de música para que me relaje —resolvió señalando la guantera. Y aun trató de bromear—. Vamos a buscar nuestro regalo al reino de Santa Claus.

Zermatt, 9 de marzo de 2011

Zermatt, 9 de marzo de 2011

T
ardaron unas tres horas en llegar a Tásch, la localidad en la que aparcaban todos aquellos que se dirigían al conjunto montañoso del pico Cervino. Era de noche y había bastante nieve en los arcenes. No querían ni imaginar cuánta encontrarían en Zermatt. Fueron directos a la estación y subieron a una lanzadera que los llevó a través de fascinantes gargantas hasta el corazón de aquella ambicionada joya de montaña.

El andén estaba abarrotado. La mayoría eran esquiadores que se marchaban tras una jornada de deporte y, cómo no, la posterior cena en alguno de los restaurantes de fondue. Por todas partes había carteles del festival Zermatt Unplugged que se celebraría unos días después, con artistas invitados de la talla de Seal o Roger Hodgson, el vocalista de Supertramp. Emilian miró el reloj. Le angustió comprobar que las agujas engullían a velocidad de vértigo sus últimas posibilidades. Se consoló pensando que si hubieran coincidido con alguno de los días de concierto aún habría sido peor.

A Emilian no dejaba de extrañarle que alguien como Kazuo, que quería pasar desapercibido a toda costa, hubiese fijado su residencia en un lugar tan concurrido. Aunque quizá ese movimiento de gente favorecía que nadie se preocupase de lo que hacían o dejaban de hacer los lugareños. Además, una casa tan peculiar como la suya habría llamado mucho más la atención en cualquier otro enclave de Suiza. En el valle de Zermatt no era extraño encontrar edificios de alto diseño en laderas apartadas. Los avispados que descubrieron el paraje disfrutaban de mil rutas de montaña para meditar en soledad, lejos de los ecos festivos de los esquiadores que se alojaban en los hoteles del centro. No debía preocuparse más. Seguro que estaban siguiendo la pista correcta.

Se acercó al conductor de un electrotaxi y le dio unas indicaciones sobre la casa que buscaban. Por allí todas solían ser de piedra y madera quemada por el sol, mientras que la de Kazuo estaba levantada íntegramente con hormigón. El taxista, tras escrutarlos con recelo porque llegaban sin maletas ni equipo de esquí —lo que los exoneraba de pagar el recargo—, afirmó conocerla. Montaron sin perder tiempo y enfilaron la calle principal, a paso de tour panorámico sobre la nieve. Emilian se inclinó sobre el conductor y le prometió el doble de la tarifa si conseguía arrancar al ecoauto un poco más de brío.

Pasaron junto a una plaza ocupada por una iglesia con el tejado tan en punta que parecía un decorado de dibujos animados y la sucursal del Credit Suisse desde la que se había llevado a cabo la transferencia. Abandonaron el centro del pueblo, cruzaron el río por un puente con arcadas de piedra e iniciaron el ascenso por una calzada sinuosa tallada en una ladera. Mei miró hacia arriba y entornó los ojos. La luna creciente matizaba destellos plateados sobre las rocas.

Un rato después, el taxista detuvo su jadeante vehículo y se giró sobre su asiento.

—Desde aquí tendrán que seguir a pie —informó.

Emilian se asomó por su lado. El asfalto daba paso a un sendero de tierra. Cuando el electrotaxi se marchase se quedarían sin luz. Y tampoco llevaban ropa apropiada para andar a la intemperie en plenos Alpes, ni gorro ni guantes... No les quedaba otro remedio, así que bajaron del vehículo con decisión. Emilian pisoteó el suelo con fuerza para desentumecer los pies. Mei cerró hasta arriba la cremallera de su chaquetón, lo que le obligaba a llevar la cabeza recta como un robot. Se miraron para darse ánimos y echaron a andar.

Después de todo no fue tan grave. Aun cuando comprobaron que todavía les quedaba un buen trecho, tras la siguiente curva divisaron la casa en un alto.

—Sin duda es ésa —celebró Emilian.

Tenían delante el rincón secreto de Kazuo. De nuevo sobre una colina y dominando un valle, aunque éste careciera de la bahía en la que se reflejaba el de Urakami. Llegaron hasta la verja que delimitaba el recinto. Parecía como si una mano gigante hubiera depositado la casa ya edificada sobre la ladera blanca. Salvo por la ligera inclinación de los tejados, menos acentuada de lo que era habitual en la zona, tenía aspecto de bunker. En el piso superior se abría un enorme ventanal rectangular. Carecía de persianas o cortinajes. El interior estaba oscuro. Sólo se veían algunas luces de referencia, meros testigos para señalar pasos, escalones o interruptores.

Antes de que hubieran tenido tiempo de llamar, alguien accionó desde dentro la apertura automática. La puerta se abatió despacio. Cruzaron sin dudar el terreno que los separaba del edificio escuchando sus propias pisadas sobre la nieve. Cuando se estaban acercando al porche, dos hombres salieron a recibirlos. Mei ahogó un grito. Eran los sicarios que habían asaltado la casa de Emilian y, como constataron, los mismos que le sorprendieron en la bodega abandonada de Rolle el día que inició sus pesquisas.

—No te preocupes —la tranquilizó, pasando su mano congelada sobre el abrigo de ella.

En verdad no parecía haber motivos para preocuparse. Incluso puede que los estuvieran esperando. Si la vez anterior se enteraron de inmediato de que el amigo de Sabrina había accedido a los archivos para curiosear, en esta ocasión no habría sido diferente.

—Acompáñenme —dijo el más delgado con su amedrentador acento.

Mei no podía mirarle. Recordaba el rato que le hizo pasar mientras hacía girar el tambor de la pistola por su piel, y cuando se la introdujo en la boca...

Trató de controlarse. Rodearon la casa hasta la parte de atrás. Unos cuantos metros más arriba, en el empinado terreno que formaba parte de la propiedad, vieron a un hombre arrodillado. Vestía pantalones impermeables y botas de montañero, e iba cubierto por un abrigo verde con una gran capucha rematada con piel. Había clavado en la nieve un par de velas que a duras penas aguantaban prendidas por los constantes golpes de viento. Parecía estar orando.

Los sicarios dieron media vuelta. Mei respiró. Emilian la cogió de la mano y se acercaron despacio al hombre, que seguía de espaldas. Era un anciano. No estaba rezando, sino podando con cuidado unos tallos cuyo color rojo destacaba sobre el impoluto manto blanco. Se detuvieron a poco más de un metro de donde se encontraba. Emilian detectó un leve temblor en sus manos.

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