El Hada Carabina (13 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Uno de los cristales esmerilados ha estallado por el choque y, cuando abro la puerta de par en par, un cálido riachuelo de sangre corre por mi rostro, mezclándose con la fría sopa del cielo. La quincallería está vacía, pero no es un vacío cualquiera. El vacío precipitado, el vacío del desgarramiento. El vacío del último segundo. El vacío imprevisto que lo deja todo empantanado. El vacío que debiera estar lleno. Nadie. Nadie salvo mamá, inmóvil en su sillón. Mamá que vuelve hacia mí un rostro bañado en lágrimas y que me mira como si no me reconociese.
20

 

—¿Cómo estás, Thian?
Pastor había renunciado a recuperar la totalidad de los medicamentos. Algunas píldoras habían rebotado hasta la planta baja, peldaño a peldaño, tomando con cuidado las curvas. Sentada en el rellano del tercero, doblada por la mitad en su estricto vestido thai, la viuda Ho maullaba buscando su respiración.
—¿Cómo estás? —repitió Pastor.
—Como alguien a quien acaban de matar.
—¿Podrás subir hasta arriba?
—Los muertos suben solos, según parece.
Pastor puso un brazo bajo las alas de la viuda Ho y la sostuvo hasta la puerta de Julie Corrençon.
—Ya está.
Thian no habría podido decir si aquel «Ya está» se refería al esfuerzo que acababa de hacer o al espectáculo que les ofrecía la puerta abierta del apartamento. Como Pastor no le hacía eco, Thian se volvió hacia él. El rostro del muchacho lo asustó. Pastor contemplaba aquel campo de ruinas como si se tratara de su propia casa. Estaba tan trastornado que se había dejado caer de través contra el marco de la puerta. Rostro de yeso. Mirada inmóvil. Boca entreabierta.
—¿Qué pasa, chiquillo, nunca has visto un robo?
Pastor levantó una mano pétrea.
—Sí. Ya lo crecí. No te preocupes por mí, Thian, pasará.
Permanecieron largo rato en el umbral, como si temieran aumentar el desorden.
—Han registrado todo lo hueco —dijo Thian.
Pastor se irguió por fin, pero la expresión de su mirada no había cambiado.
—Malaussène no ha podido hacerlo solo —dijo.
—¿Malaussène?
—Es el nombre del tipo que te ha atropellado por las escaleras.
—¿Te ha dejado la tarjeta al pasar?
—Julie Corrençon escribió un artículo sobre él, un reportaje, con fotos.
Pastor hablaba con voz lejana, como ensimismado.
—¿Malaussène, eh? Lo recordaré —dijo Thian.
Avanzaban ahora por la estancia, levantando mucho los pies, como cuando se camina por los escombros, con una prudencia algo tardía.
—Eran dos o tres, al menos, ¿no?
—Sí —dijo Pastor—. Especialistas. Gente de la construcción. Tiene su firma.
Había una especie de rabia en aquella voz soñadora.
—Mira —añadió—, han dejado al descubierto las regatas, han registrado incluso las cajas eléctricas.
—¿Crees que han encontrado algo?
—No. No han encontrado nada.
—¿Cómo lo sabes?
—No han podido evitar los destrozos.
Thian levantaba los restos con circunspección.
—¿Qué crees que buscaban?
—¿Qué puede buscarse en casa de una periodista?
En cuclillas, Pastor limpió una fotografía, tomada de entre los fragmentos de un marco pulverizado.
—Mira.
La fotografía representaba a un hombre flotando en un uniforme blanco y estrechando convulsivamente bajo el brazo una gorra con hojas de roble. El hombre parecía posar en Thian y Pastor una mirada cargada de ironía. Estaba erguido entre unas malvarrosas más altas que él. Su uniforme era tan grande que parecía el de otro.
—Es Corrençon padre —explicó Thian—. Lleva el uniforme de los gobernadores coloniales.
—Enfermo, ¿no? —preguntó Pastor.
—Opio —contestó Thian.
Pastor comprendió por primera vez el sentido de la expresión que utilizaban Gabrielle y el Consejero cuando hablaban de uno de sus viejos amigos enfermo: «Ha despegado del todo». En aquella foto, Corrençon padre había «despegado» del todo. Algo en él había largado amarras. Piel y esqueleto no estaban ya de acuerdo. Y aquella llama en los ojos indicaba la embriaguez de las últimas alturas. Pastor recordó una frase del Consejero acerca de la enfermedad de Gabrielle: «No quiero verla despegar». Pastor hizo un esfuerzo sobrehumano por expulsar la doble imagen de Gabrielle y el Consejero.
—Me estoy haciendo una pregunta.
Thian, rascándose la cabeza, evocaba bastante bien la silueta de la campesina thai de pie en los escombros tras el paso del tifón.
—El tal Malaussène...
Pastor se esforzó por ser jovial.
—Mal recuerdo, ¿eh?
—Para mis costillas no es un recuerdo todavía. Bajaba de aquí hace un momento, ¿no?
—Es probable.
—Me parece que llevaba unas fotos en la mano, cuando me ha atropellado. Fotos o un manojo de papeles.
—Fotos —dijo Pastor—. Las ha dejado caer con el choque, las tengo yo.
—¿Crees que las ha encontrado aquí?
—Se lo preguntaremos.

 

Julie Corrençon vivía sobre un taller de confección más o menos honesto. El único del barrio que no soltaba a sus obreros turcos más de dos horas después de los horarios indicados. Nadie, en el taller, recordaba haber oído el menor ruido en el apartamento de arriba.
—Lo único que se oye a veces —declaró el patrono (un buen tipo de oro macizo)— es el teclear de una máquina de escribir.
—¿Cuánto tiempo hace que no lo oye?
—No puedo decirlo, quince días tal vez...
—¿Y a la inquilina, hace mucho que no la ha visto?
—Se la ve poco, y es una lástima, por otra parte, ¡está como un tren!

 

Se había puesto a llover. Un auténtico diluvio de primavera en pleno invierno. Una lluvia brutal y helada. Pastor conducía en silencio. Thian preguntó:
—¿Has visto el armazón de una máquina de escribir en aquellas ruinas?
—No.
—¿Acaso se la lleva para seguir currando?
—Tal vez.
Aquella lluvia... era aquella misma lluvia la que Pastor había atravesado para acudir a su última cita con Gabrielle y el Consejero. «Dame tres días —le había pedido el Consejero—. Dentro de tres días, ven, todo estará en regla.»
—¿Y si pasáramos por el Almacén? —propuso Pastor.
—¿El Almacén?
—El lugar del último artículo de la Corrençon. Allí trabajaba Malaussène como chivo expiatorio.
—¿Chivo expiatorio? ¿Qué significa ese lío?
—Te lo explicaré por el camino.

 

En el Almacén, el joven director de personal, vestido de punta en blanco y que respondía al medieval nombre de Sainclair, no les dijo gran cosa.
—Eso no es serio, ya tuve que explicarme a este respecto con alguno de sus colegas. Nunca hemos utilizado al tal Malaussène como chivo expiatorio. Asumía aquí la función de Control Técnico. Y esa abyecta manía de llorar ante la clientela se debía sólo a su carácter.
—De todos modos, a causa del artículo escrito por Julie Corrençon pusieron ustedes a Malaussène de patitas en la calle, ¿no? —preguntó Thian.
El joven director dio un respingo. No esperaba que aquella vietnamita le hiciera una pregunta, y menos aún con la voz de Gabin.
La lluvia tamborileaba sobre su cabeza, en la gran claraboya del Almacén. Una lluvia de invierno con una obstinación tropical. «Nunca hubiera podido ser comerciante —pensó Pastor—, hay que tener respuesta para todo.» Recordó una frase de Gabrielle: «Este niño nunca da respuestas. Sólo sabe hacer preguntas». «Algún día las responderá en bloque», había profetizado el Consejero.
—¿Cree usted que Malaussène ha podido vengarse de la periodista, después de que lo despidieran? —preguntó Pastor.
—Se ajusta bastante a su carácter, sí —respondió el joven director.

 

Pastor parecía agotado. Thian había querido tomar el volante.
—Pero ¿qué significa esta lluvia, joder, acaso es Vietnam?
Pastor callaba.
—¿Un chiste, chiquillo?
—No gracias, estoy bien.
—Te suelto en el despacho y vuelvo a mi montaña. Tengo que verificar algunas cositas por mi lado. Nos encontraremos esta noche a la hora del informe, ¿de acuerdo?

 

El timbre del teléfono recibió a Pastor en su despacho.
—Oiga, ¿Pastor?
—Pastor.
—Aquí Cercaire. ¿Sabes una buena, pequeño?
—Voy a saberla.
—En cuanto te has marchado he recibido un telefonazo del ayuntamiento del undécimo.
—¿Ah, sí?
—Sí, del Servicio de Salud, las enfermeras municipales. Figúrate que Malaussène utiliza a los viejos para obtener anfetaminas a cargo de la municipalidad.
—¿Malaussène? —dijo Pastor como si oyera el nombre por primera vez.
—Sí, el tipo al que Ben Tayeb iba a soltarle la farmacia cuando les he echado mano. Se llama Malaussène.
—¿Y qué va a hacer usted?
—Darle hilo, pequeño, no es todavía hora de engancharlo.
—...
—¿Pastor?
—¿Sí?
—Créeme, no eres todavía uno de los grandes, pero eres ya un pasma estupendo.
Pastor colgó el teléfono lentamente, como si fuera de gran fragilidad.
21

 

Agua hirviendo en el fogón, el horno ocupado por la cena, pero ni Clara ni Riñón. El libro de historia de Jérémy abierto en la mesa, sin Jérémy. A su lado, el cuaderno de caligrafía del Pequeño, con un buen borrón en mitad de la página, pero ¿dónde está el Pequeño? Las cartas del tarot en la mesilla de Thérèse, abierto abanico del porvenir, ¿y Thérèse? ¿Y Peluca? ¿Y Mediasuela? ¿Y Risson?
Mamá, que, a fin de cuentas, acaba reconociéndome, dice:
—¡Ah!, eres tú, muchacho, ¿lo sabes ya? ¿Quién te ha avisado?
Se seca las lágrimas con un gesto tan lento que el sol hubiera podido ponerse.
—¿Avisado de qué, mamá? Rediós, ¿qué ha ocurrido?
Con el mentón, señala la gran mesa y murmura:
—Verdún.
Como un gilipollas, en el estado en que estoy, lluvia y sangre mezcladas, pienso primero en la batalla.
Para mí, todo es Verdún desde hace algún tiempo.
—Estaba ayudando al Pequeño a hacer su página de caligrafía, y ha caído ahí, con la frente sobre el cuaderno.
A mi espalda, la puerta está abierta todavía. Una corriente de aire húmedo levanta precisamente una página del cuaderno, que vuelve a caer como si no tuviera ya fuerza. Pienso «Verdún», «Ver Dun» (¿qué Dun?), «Verde un», y la jodida palabra no quiere darme su sentido. «Debe de ser un gran problema para los extranjeros...»
—Mira, muchacho, te has cortado, voy a curarte. Cierra la puerta, ¿quieres?
Obediente, el hijo cierra la puerta que, sin embargo, permanece abierta puesto que he roto el cristal. En medio del cuaderno hay un borrón. Como una explosión azul sobre Verdún.
—¿Verdún se ha encontrado mal?
Ya está, he comprendido.
—Verdún se está muriendo.
Me entero. Sí, me entero y, hoy todavía, percibo el alivio de mi voz cuando pregunto:
—¿Eso es todo? ¿No ha ocurrido nada más?
Y veo de nuevo la mirada de mamá. No una mirada escandalizada, no, del tipo: «¡Dios mío, mi primogénito es un monstruo!», sino una de esas miradas como si yo fuera el moribundo. Se ha levantado con aquella extraña pesadez, sobre todo cuando está preñada, ese aspecto de aparición (un movimiento suyo y, en casa, todo se pone silenciosamente en orden). Ha tomado una inmensa toalla y me seca por completo mientras mis empapadas ropas caen a mis pies. Desnudo, el hijo ante la madre.
—¿Te han dejado sola?
¡Qué vivo parece un esparadrapo que te cruza la frente!
—Se lo han llevado al hospital Saint-Louis.
Ha hecho con mis ropas una bola de papel maché, y regresa con todo lo necesario, seco y de abrigo.
—Han querido acompañarlo y tú tendrías que ir también, deben de necesitarte. Bébete eso. ¿Has corrido?
Maggi. Infusión de esqueletos pulverizados. Es la vida. Y está hirviendo.

 

Verdún, mi buen Verdún, y sin embargo es cierto, ninguna noticia en el mundo me habrá aliviado más que la de tu cercana muerte. Te lo digo claramente, en el taxi que me lleva al hospital, para que, cuando llegues arriba, empieces ya a defender mi causa. No me reprocharás que haya preferido tu muerte a otra, tú supiste ya muy bien lo que era la explosión de uniformes que no eran el tuyo. Pero el Otro, arriba, la Gigantesca Hinchazón, no lo sabe, no hizo la guerra, sólo asistió a ella, desde muy arriba, y por aquí almas valientes, no hizo el amor tampoco, Todo Amor según parece, y en consecuencia sin saber nada de la «abyecta jerarquía del amor» que nos hace preferir la muerte de un Verdún a la de una Julia...
Pero Julia, gracias a ti lo sé ahora, Julia es inmortal. Se han cebado con su apartamento porque no le han podido echar mano, han torturado sus muebles porque se les ha escurrido entre los dedos, lo que nada tiene de extraño dada su casta de inasible aventurera. Ni siquiera yo consigo encolarla en mi jergón. Díselo a Él de mi parte, Verdún. Que va a pagarme este alivio cuando llegue la hora de pasar cuentas. Y, ya puestos a ello, dile también que le haré pagar la gripe española de tu pequeña Camille, que te hiciera atravesar vivo cinco años de acerado tornado, para soltarte esa última ráfaga (oh, el Sublime Refinado): la gripe española, y matar a la pequeña, tu pequeña, la niña por la que tanto habías procurado permanecer vivo.
Así me devano, vehementemente, los sesos, en el taxi que me lleva a Verdún, dirigiéndome a Aquel que, si existe, demuestra que el estiércol está, efectivamente, como sospechábamos, en el origen del mundo, y que, si no existe, Inocencia pues, es más útil todavía, Chivo como yo, Chivo Expiatorio, en el origen de nada aunque responsable de todo. En el parabrisas, las escobillas barren la tormenta. Diríase que son nuestro único medio de propulsión. El taxista, como yo, se mete con el Altísimo. Ese diluvio no es, según parece, de la estación y, a su entender, el Otro, allí arriba, debe de dedicarse a otra cosa con sus ángeles.

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