Taran meneó la cabeza.
—Descubrí que no he nacido para ser herrero ni tejedor…, ni tampoco moldeador de la arcilla, por desgracia. Gurgi y yo ya volvíamos a casa cuando Kaw nos encontró, y aquí nos quedaremos.
—Me alegra oírte decir eso —replicó Eilonwy—. Lo único que se sabía de ti era que andabas vagabundeando de un lado a otro. Dallben me dijo que estabas buscando a tus padres. Después encontraste a alguien que creíste era tu padre, pero que resultó no serlo. ¿O era al revés? La verdad es que no lo entendí del todo.
—Hay muy poco que entender —dijo Taran—, Encontré lo que buscaba, aunque no era lo que tenía la esperanza de encontrar.
—No, no lo era —murmuró Dallben, quien había estado observando a Taran con mucha atención—. Encontraste más de lo que buscabas, y quizá hayas obtenido más de lo que tú mismo sabes.
—Sigo sin entender por qué quisiste marcharte de Caer Dallben… —empezó a decir Eilonwy.
Taran no tuvo ocasión de replicar, pues alguien se apoderó de su mano y empezó a estrecharla vigorosamente haciéndola subir y bajar a gran velocidad.
—¡Hola, hola! —exclamó un joven de ojos azul claro y cabellos color de paja. Su capa adornada con hermosos bordados parecía haber quedado empapada y haber sido colgada luego a secar. Los cordones de sus botas, rotos en varios puntos, habían sido recompuestos mediante enormes nudos que colgaban a un lado y a otro.
—¡Príncipe Rhun!
Taran casi no le había reconocido. Rhun estaba más alto y delgado, aunque su sonrisa seguía siendo tan grande y jovial como siempre.
—Rey Rhun, en realidad —respondió el joven—, ya que mi padre murió el verano pasado. Ésa es una de las razones por las que la princesa Eilonwy se encuentra aquí ahora. Mi madre quería que se quedara en Mona con nosotros para completar su educación. ¡Y ya conoces a mi madre! La educación nunca se habría acabado, a pesar de que Dallben había enviado un mensaje diciendo que Eilonwy debía volver a casa. Bien, al final tuve que imponer mi voluntad —añadió orgullosamente—. Ordené que aparejaran un navío y zarpamos del puerto de Mona. ¡Es asombroso lo que puede llegar a conseguir un rey cuando decide poner manos a la obra! Y hemos traído a alguien más con nosotros… —dijo Rhun, y señaló la chimenea con la mano.
Su gesto hizo que Taran se fijara por primera vez en el hombrecillo regordete que estaba sentado al lado del hogar con una marmita entre las rodillas. El desconocido se lamió los dedos y contempló a Taran arrugando su nacida nariz. No hizo ningún intento de levantarse, y se limitó a asentir brevemente con la cabeza, lo que hizo que la no muy abundante franja de pelos que rodeaba su bulbosa cabeza se agitase como un matorral de algas sumergidas.
Taran le observó sin creer en lo que veían sus ojos. El hombrecillo se irguió y sorbió aire por la nariz mientras adoptaba una expresión entre altiva y ofendida.
—Nadie debería tener problemas para acordarse de un gigante —dijo con voz malhumorada.
—¿Que si me acuerdo de ti? —replicó Taran—. ¡Cómo no iba a acordarme!
¡La caverna de Mona! Pero la última vez que te vi eras más…, más grande, y eso sin exagerar. Pero no cabe duda de que eres tú… ¡Sí, es él! ¡Es Glew!
—Cuando era un gigante muy pocos me habrían olvidado tan deprisa — dijo Glew—. Por desgracia las cosas son como son y lo pasado pasado está. Bueno, en la caverna…
—Has conseguido que vuelva a empezar —murmuró Eilonwy volviéndose hacia Taran—. Ahora seguirá hablando y hablando de los gloriosos días en los que era un gigante hasta que acabes tan harto de oírle que apenas podrás tenerte en pie. Sólo parará para comer, y sólo parará de comer para hablar… Puedo comprender que coma de esa manera, ya que pasó mucho tiempo alimentándose únicamente de hongos; pero cuando era un gigante debió de ser muy desgraciado, y cualquiera pensaría que querría olvidarlo.
—Sabía que Dallben envió a Kaw con una poción para encoger a Glew devolviéndole a su tamaño normal —dijo Taran—, En cuanto a lo que le ha ocurrido después de eso, no sé absolutamente nada.
—Eso es lo que le ha ocurrido —replicó Eilonwy—. En cuanto logró salir de la caverna fue directamente al castillo de Rhun. Nos aburrió a todos hasta extremos indecibles con esas interminables historias suyas que no tienen ni pies ni cabeza, pero daba tanta pena que nadie se atrevió a echarle del castillo. Cuando zarpamos nos lo llevamos con nosotros pensando que sentiría una inmensa gratitud hacia Dallben y querría agradecerle personalmente lo que había hecho por él. ¡Pues no! Casi tuvimos que retorcerle las orejas para conseguir que subiera a bordo… Ahora que está aquí desearía que le hubiéramos dejado donde estaba.
—Pero faltan tres de nuestros compañeros —dijo Taran recorriendo el interior de la casita con la mirada—. El buen Doli, y Fflewddur Fflam… Y albergaba la esperanza de que el príncipe Gwydion quizá hubiera venido para dar la bienvenida a Eilonwy.
—Doli te envía sus mejores deseos —dijo Coll—, pero tendremos que prescindir de su compañía. Desenraizar a nuestro amigo el enano del reino del Pueblo Rubio es más difícil que sacar un tocón de un campo. Se niega a moverse de allí. En cuanto a Fflewddur Fflam, no hay nada que pueda impedir que él y su arpa se mantengan alejados de una celebración. Ya tendría que llevar algún tiempo aquí.
—Y el príncipe Gwydion también tendría que haber llegado ya —añadió Dallben—. Él y yo tenemos asuntos que discutir. Aunque vosotros los jóvenes podáis dudarlo, algunos de ellos tienen una importancia aún mayor que dar la bienvenida a una princesa y a un Ayudante de Porquerizo.
—Bueno, volveré a ponerme esto cuando lleguen Fflewddur y el príncipe Gwydion para que puedan ver qué tal me queda —dijo Eilonwy quitándose la tiara de oro de la frente—, pero no estoy dispuesta a aguantarla ni un momento más. El roce me ha hecho una ampolla, y me da dolor de cabeza…; es como si alguien te estuviera apretando el cuello todo el rato, sólo que más arriba.
—Ah, princesa, una corona es más incomodidad que adorno —dijo Dallben con una sonrisa que creó nuevas arrugas en su rostro—. Si has aprendido eso ya has aprendido mucho.
—¡Aprender! —gritó Eilonwy—. He estado aprendiendo tantas cosas que se me salen por las orejas. Lo que he aprendido no se ve, claro, por lo que resulta difícil darse cuenta de que está allí. No, esperad, eso no es del todo verdad… Mirad, he aprendido a hacer esto. —Sacó de entre los pliegues de su capa un cuadrado de tela doblada, y se lo alargó a Taran en un gesto de ofrecimiento casi tímido—. Lo bordé para ti. Aún no está acabado, pero aun así quiero que lo tengas, a pesar de que admito que no es tan hermoso como algunas de las cosas que has hecho tú.
Taran desplegó el cuadrado de tela. Era tan ancho como sus brazos extendidos, y las un tanto erráticas puntadas del bordado mostraban a una cerda blanca de ojos azules sobre un campo verde.
—Se supone que es Hen Wen —explicó Eilonwy mientras Rhun y Gurgi se colocaban al lado de Taran para examinar más de cerca su obra—. Al principio intenté incluirte en el bordado —dijo Eilonwy volviéndose hacia Taran—. Lo hice porque quieres tanto a Hen Wen y porque…, porque pensaba en ti. Pero lo que me salió no se parecía en nada a ti y más bien recordaba a un montón de palos coronado por un nido de pájaros, así que tuve que empezar de nuevo limitándome a Hen. Tendrás que imaginarte que estás de pie a su lado…, ahí, un poquito a la izquierda. Si no hubiese obrado así jamás habría conseguido adelantarlo tanto, y eso que me pasé todo el verano trabajando en él.
—Si estaba en tus pensamientos por aquel entonces, tu trabajo me alegra todavía más —dijo Taran—. Ah, y el que en realidad Hen tenga los ojos castaños no importa, de veras…
Eilonwy le lanzó una mirada abatida.
—No te gusta.
—Sí, sí, claro que me gusta, de veras —le aseguró Taran—. Castaño o azul, ¿qué más da? Me resultará muy útil…
—¡Útil! —gritó Eilonwy—. ¡El que sea útil o no da igual! ¡Es un regalo conmemorativo, no una manta para caballos! Taran de Caer Dallben, nunca entiendes nada.
—Por lo menos sé de qué color tiene los ojos Hen Wen —replicó Taran con una sonrisa bienhumorada.
Eilonwy alzó el mentón y meneó la cabeza haciendo revolotear de un lado a otro su cabellera cíe un dorado rojizo.
—¡Hum! —exclamó—. Y muy probablemente habrás olvidado el color de los míos.
—No, princesa —respondió Taran en voz baja—. Y tampoco he olvidado el momento en el que me diste esto —añadió descolgando el cuerno de batalla de su hombro—. Sus poderes resultaron ser más grandes de lo que ninguno de los dos imaginaba. Ahora ya se han esfumado, pero sigo guardándolo como un tesoro porque llegó a mí de tus manos.
»Me has preguntado por qué quería descubrir cuál es mi linaje —siguió diciendo Taran—. Me marché porque albergaba la esperanza de que acabaría descubriendo que era de noble cuna, y eso me daría el derecho a pedirte lo que no me atrevía a pedir antes. Mis esperanzas eran infundadas, pero aunque hayan resultado serlo…
Taran vaciló como si buscara las palabras más adecuadas. La puerta de la casita se abrió de golpe antes de que pudiera hablar, y Taran lanzó un grito de alarma.
Fflewddur Fflam acababa de aparecer en el umbral. El rostro del bardo estaba de un gris ceniciento, y algunos mechones de su desordenada cabellera amarilla colgaban sobre su frente. Llevaba el cuerpo herido de un hombre sobre la espalda.
Taran corrió en su ayuda con Rhun detrás de él. Gurgi y Eilonwy les siguieron mientras bajaban la silueta inmóvil al suelo. Glew les contemplaba sin decir palabra y con sus regordetas mejillas sacudidas por temblores. En el primer instante la sorpresa había sido tan grande que Taran se había tambaleado, pero en cuanto se recuperó sus manos empezaron a trabajar muy deprisa y casi como si tuvieran voluntad propia para abrir la capa y aflojar el jubón desgarrado. Gwydion, príncipe de Don, yacía ante él, inmóvil sobre el suelo de tierra apisonada.
La cabellera gris como el pelaje de un lobo del guerrero estaba cubierta por una costra de sangre seca, y su rostro curtido por la intemperie estaba manchado de sangre. Tenía los labios tensos y los dientes apretados por la rabia de la batalla.
La capa de Gwydion le envolvía un brazo como si hubiera pretendido defenderse con ese único recurso.
—¡Han matado al señor Gwydion! —gritó Eilonwy.
—Vive…, aunque a duras penas —dijo Taran—. Trae medicinas —ordenó a Gurgi—. Las hierbas curativas de mis alforjas y… —Taran no llegó a completar la frase, y se volvió rápidamente hacia Dallben—. Perdonadme. No es correcto que dé órdenes estando bajo el techo de mi señor, pero las hierbas tienen un gran poder. Adaon, Hijo de Taliesin, me las dio hace mucho tiempo. Si las deseáis son vuestras.
—Conozco su naturaleza, y no dispongo de ninguna hierba curativa que pueda surtir un efecto superior al de ellas —replicó Dallben— y tampoco deberías temer el dar órdenes debajo de un techo, sea el que sea, pues ya has aprendido a mandar sobre ti mismo. Confío en tu capacidad porque veo que tú confías en ella. Haz lo que te parezca más adecuado.
Coll ya volvía corriendo de la cocina con una palangana llena de agua. Dallben, que se había arrodillado al lado de Gwydion, se puso en pie y se volvió hacia el bardo.
—¿Qué maligna acción es ésta? —La voz del anciano encantador apenas era un susurro, pero aun así resonó por toda la casita. Sus ojos ardían de ira—. ¿A quién pertenece la mano que ha tenido la osadía de atacarle?
—Han sido los Cazadores de Annuvin —dijo Fflewddur—. Estuvieron a punto de poner fin a dos vidas… ¿Qué fue de ti? —preguntó con voz apremiante volviéndose hacia Taran—. ¿Cómo conseguiste dejarles atrás tan deprisa? Da gracias de que no lo pasaras mucho peor.
Taran contempló al inquieto bardo con una expresión de perplejidad en el rostro.
—Tus palabras no tienen ningún significado, Fflewddur.
—¿Significado? —replicó el bardo—. Su significado no puede estar más claro. Gwydion habría dado su vida a cambio de la tuya cuando los Cazadores se lanzaron sobre ti hace menos de una hora.
—¿Que se lanzaron sobre mí? —La perplejidad de Taran seguía aumentando—. ¿Cómo es posible? Gurgi y yo no hemos visto a ningún Cazador, y ya llevamos más de una hora en Caer Dallben.
—¡Gran Belin, un Fflam ve lo que ve! —gritó Fflewddur.
—Estás sintiendo los efectos de una fiebre —dijo Taran—. Puede que tú también estés herido más gravemente de lo que crees. Descansa, te proporcionaremos toda la ayuda que podamos.
Se volvió nuevamente hacia Gwydion, abrió la bolsita de hierbas que Gurgi le había traído y empezó a empaparlas en el agua de la palangana.
El rostro de Dallben estaba muy sombrío.
—Deja que el bardo hable —dijo—. En sus palabras hay muchas cosas que me inquietan.
—El señor Gwydion y yo vinimos juntos desde las tierras del norte —empezó a decir Fflewddur—. Habíamos cruzado el Avren, y ya no nos quedaba mucho camino que recorrer para llegar aquí. A poca distancia delante de nosotros, en un claro… —El bardo hizo una pausa y clavó la mirada en Taran—, ¡Te vi con mis propios ojos! Estabas en una situación muy apurada. Nos pediste ayuda a gritos, y nos hiciste señas con la mano para que acudiéramos.
»Gwydion se me adelantó —siguió diciendo Fflewddur—, Tú ya habías galopado hasta salir del claro. Gwydion te siguió moviéndose tan velozmente como el viento. Llyan me transportó lo más deprisa posible, pero cuando llegué no había ni rastro de ti…, aunque sí había Cazadores por todas partes. Habían arrancado a Gwydion de su silla de montar. ¡Si se hubieran enfrentado a mí lo habrían pagado con sus vidas! —exclamó Fflewddur—. Pero huyeron en cuanto galopé hacia ellos. Gwydion estaba cerca de la muerte, y no me atreví a dejarle allí.
Fflewddur inclinó la cabeza.
—Su herida se encontraba más allá de la capacidad de mis artes curativas. Lo único que he podido hacer ha sido traerle hasta aquí en el estado en que le ves.
—Le has salvado la vida, amigo mío —dijo Taran.
—¡Y he perdido aquello que Gwydion habría dado su vida por conservar! — gritó el bardo—. Los Cazadores no consiguieron matarle, pero una calamidad todavía más terrible ha caído sobre él. Le han despojado de su espada…, ¡de la hoja y de la vaina!
Taran contuvo el aliento. Hasta aquel momento sólo se había preocupado por las heridas de su compañero, y no se había dado cuenta de que Dyrnwyn, la espada negra, ya no colgaba del costado de Gwydion. El terror se adueñó de él. Dyrnwyn, la hoja encantada, el arma llameante del antiguo poder, se encontraba en manos de los Cazadores. Se la llevarían a su amo y la entregarían a Arawn, el Señor de la Muerte, monarca del reino oscuro de Annuvin.