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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

El gran Gatsby (8 page)

BOOK: El gran Gatsby
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Un tal Klipspringer iba tan a menudo y se quedaba tanto tiempo que acabaron llamándolo «el
Interno
»: dudo que tuviera otra casa. Del mundo del teatro estaban Gus Waize y Horace O’Donavan y Lester Myer y George Duckweed y Francis Bull. También de Nueva York estaban los Chrome y los Backhysson y los Dennicker y Russel Betty y los Corrigan y los Kelleher y los Dewar y los Scully y S. W. Belcher y los Smirke y los jóvenes Quinn, que ya se han divorciado, y Henry L. Palmetto, que se mató tirándose al metro en Times Square.

Benny McClenahan se presentaba siempre con cuatro chicas. No eran nunca las mismas, pero eran todas tan idénticas que inevitablemente parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.

Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O’Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.

Toda esa gente fue a casa de Gatsby aquel verano.

A las nueve, una mañana de finales de julio, el coche magnífico de Gatsby subió traqueteando el camino de piedras que llevaba a mi puerta y entonó con la bocina una explosiva melodía de tres notas. Era la primera vez que Gatsby venía a verme, aunque yo había ido a dos de sus fiestas, me había montado en su hidroplano y, ante sus insistentes invitaciones, había usado su playa con frecuencia.

—Buenos días, compañero. Hoy comes conmigo y he pensado que podríamos ir juntos en el coche.

Se mantenía en equilibrio en el estribo del automóvil con esa facilidad de movimientos tan característicamente americana que procede, supongo, de la ausencia de trabajos pesados en la juventud y, más aún, de la gracia informe de nuestros deportes, tan esporádicos, tan nerviosos. Era una cualidad que, en forma de agitación, se transparentaba bajo sus puntillosos modales. Nunca estaba quieto del todo: un pie no paraba de golpear el suelo o una mano impaciente no acababa nunca de abrirse y cerrarse.

Vio que miraba el coche con admiración.

—Es bonito, ¿verdad, compañero? —saltó del estribo para que lo admirara mejor—. ¿No lo habías visto?

Lo había visto. Todo el mundo lo había visto. Era de un color crema intenso, con rutilantes cromados, y, de una longitud monstruosa, aún lo hacía más grande una acumulación triunfal de compartimentos para sombreros, provisiones y herramientas, y un laberinto de parabrisas sucesivos que reflejaban una docena de soles. Protegidos por muchas capas de cristal, en una especie de invernadero de piel verde, salimos hacia la ciudad.

Puede que hubiera hablado con Gatsby cinco o seis veces en los últimos tiempos y había descubierto, decepcionado, que tenía poco que decir. Así que mi primera impresión (que se trataba de una persona interesante, de un interés indefinido pero cierto) se fue borrando poco a poco y Gatsby se convirtió simplemente en el dueño del aparatoso albergue de carretera de al lado de mi casa.

Y entonces llegó aquel viaje desconcertante. No habíamos pasado todavía West Egg Village cuando Gatsby empezó a dejar sin terminar sus elegantísimas frases y a golpearse con la palma de la mano, inseguro, la rodilla del traje color caramelo.

—Dime, compañero —soltó de pronto—, ¿qué piensas de mí?

Un poco abrumado, recurrí a las evasivas y generalidades que merece esa pregunta.

—Bien, voy a contarte algo de mi vida —me interrumpió—. No quiero que te hagas una idea equivocada sobre mí con todas esas historias que habrás oído.

Así que conocía todas las acusaciones disparatadas que sazonaban la conversación en sus salones.

—Juro por Dios que te diré la verdad —su mano derecha ordenó inmediatamente que estuviera preparado el castigo divino—. Soy hijo de una familia acomodada del Medio Oeste. Todos los míos han muerto. Crecí en América pero me eduqué en Oxford, porque, desde hace muchos años, todos mis antepasados se han educado allí. Es una tradición familiar.

Me miró de reojo, y comprendí por qué Jordan Baker creía que Gatsby mentía. Pronunció deprisa la frase «me eduqué en Oxford», o casi se la tragó, o se le atragantó, como si ya le hubiera dado problemas antes. Con esta duda toda su declaración se vino abajo, y me pregunté si, al fin y al cabo, no había en él algo siniestro.

—¿De qué parte del Medio Oeste? —pregunté sin mucho interés.

—De San Francisco.

—Ya.

—Mi familia murió y heredé una buena cantidad de dinero.

Su voz era solemne, como si el recuerdo de aquella repentina extinción del clan todavía le pesara en el alma. Por un momento sospeché que me estaba tomando el pelo, pero me bastó mirarlo para convencerme de lo contrario.

—Entonces viví como un joven rajá en todas las capitales de Europa: París, Venecia, Roma, coleccionando joyas, principalmente rubíes, practicando la caza mayor, pintando un poco, exclusivamente para mí, e intentando olvidar algo muy triste que me había pasado hacía mucho tiempo.

A duras penas pude contener una carcajada incrédula. Aquellas frases eran tan tópicas y tan poco convincentes que la única imagen que conseguían evocar era la de un monigote con turbante que sudaba serrín mientras perseguía a un tigre por el Bois de Boulogne.

—Luego llegó la guerra, compañero. Fue un gran alivio, y puse todo mi empeño en morir, pero era como si un encantamiento protegiera mi vida. Recibí la graduación de primer teniente al comienzo de la guerra. En el bosque de Argonne conduje adelante a lo que quedaba de mi batallón de ametralladoras hasta que, a un flanco y a otro, despejamos un espacio de cerca de un kilómetro por el que la infantería no podía avanzar. Resistimos allí dos días y dos noches, ciento treinta hombres con dieciséis ametralladoras Lewis, y cuando por fin llegó la infantería encontró las enseñas de tres divisiones alemanas entre los montones de muertos. Me ascendieron a mayor, y todos los gobiernos aliados me condecoraron, incluso Montenegro, ¡el pequeño Montenegro, a orillas del mar Adriático!

¡El pequeño Montenegro! Resaltaba las palabras y las confirmaba con una sonrisa. La sonrisa se hacía cargo de la turbulenta historia de Montenegro y apoyaba las luchas heroicas del pueblo montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.

Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.

—Es la condecoración de Montenegro.

Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «
Orderi di Danilo
», se leía en círculo, «
Montenegro, Nicolas Rex
».

—Dale la vuelta.

«
Mayor Jay Gatsby
», leí: «
Por su extraordinario valor
».

—Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.

Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.

Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.

—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.

—¿En la comida?

—No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.

—¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?

—No, compañero, no. Pero miss Baker ha accedido amablemente a hablarte del asunto.

Yo no tenía la menor idea de la naturaleza «del asunto», pero me sentía más contrariado que interesado. No había invitado a Jordan a tomar el té para hablar de mister Jay Gatsby. Estaba seguro de que iba a pedirme algo absolutamente fantástico y, por un momento, lamenté haber pisado alguna vez su césped superpoblado.

No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.

Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.

—¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.

Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.

—Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!

—¿Qué le has enseñado? ¿La foto de Oxford?

—Una vez tuve ocasión de hacerle un favor al jefe de la policía, y me manda todos los años una felicitación de Navidad.

En el gran puente la luz del sol parpadeaba sin fin a través de las vigas sobre los coches en movimiento, y la ciudad se alzaba al otro lado del río en blancas aglomeraciones, en terrones de azúcar construidos, como por un deseo, con dinero inodoro. La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por primera vez, virgen en su primera promesa de todo lo misterioso y maravilloso del mundo.

Un muerto nos adelantó en un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carrozas con las cortinas echadas, y por carrozas más animadas para los amigos. Los amigos, que tenían el labio superior propio del sureste de Europa, muy fino, nos dirigieron miradas trágicas, y me alegré de que la visión del espléndido coche de Gatsby estuviera incluida en su fiesta sombría. Cuando cruzábamos Blackwell’s Island, nos adelantó una limusina conducida por un chófer blanco, en la que viajaban tres negros muy a la moda, dos chicos y una chica. Me reí a carcajadas cuando sus ojos giraron como huevos hacia nosotros con orgullosa rivalidad.

«Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.

Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.

—Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.

Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.

—… Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?

—¿Qué? —pregunté por cortesía.

Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.

—Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.

Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.

—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el
maître
.

—Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.

—Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.

—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.

—¿Qué sitio es? —pregunté.

—El viejo Metropole.

—El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.

—¿Y salió? —pregunté inocentemente.

—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.

—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.

—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted
coneggsiones
para sus negocios.

La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.

—Ah, no —exclamó—. No es éste.

—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.

—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.

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