El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (8 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Tal vez haya venido a la ciudad por algún motivo, pero no consigo recordar cuál —añadí.

—Esta ciudad es muy tranquila. Si has venido en busca de paz, seguro que te gustará.

—Sí, seguro que sí —repuse—. ¿Y qué tengo que hacer hoy aquí?

Ella hizo un ademán negativo con la cabeza, se levantó con movimientos pausados y recogió las dos tazas vacías.

—Hoy no puedes hacer nada aquí. Empezaremos a trabajar mañana. Mientras, vuelve a casa y descansa.

Alcé de nuevo los ojos hacia el techo y luego volví a clavarlos en su rostro. Sin duda aquel rostro estaba estrechamente ligado a algo del fondo de mi corazón. Y ese algo me producía una emoción suave y dulce. Cerré los ojos y rebusqué dentro de mi mente confusa. Al cerrar los ojos, sentí cómo el silencio, semejante a un fino polvo, iba cubriendo mi cuerpo.

—Vendré mañana a las seis —dije.

—Adiós —dijo ella.

Al salir de la biblioteca, me acodé en la barandilla del Puente Viejo y, mientras escuchaba el murmullo del agua, contemplé la ciudad, que las bestias ya habían abandonado. Las primeras y pálidas sombras de la noche teñían de azul la torre del reloj, los muros de piedra que circundaban la ciudad, las hileras de edificios que bordeaban el río y la Sierra del Norte. Mis oídos percibían sólo el murmullo del agua. Incluso los pájaros se habían ido ya a alguna parte.

Ella me había dicho: «Si has venido en busca de paz...».

Pero yo no podía jurar eso.

Cuando las negras tinieblas cayeron sobre la ciudad y empezaron a encenderse las farolas que se sucedían en el camino que bordeaba el río, me dirigí hacia la Colina del Oeste por las calles desiertas.

5
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Cálculos. Evolución. Deseo sexual

El anciano regresó a la superficie para restituir la voz original a su nieta insonorizada, y yo proseguí a solas mis cálculos mientras tomaba café.

No sé cuánto tiempo estuvo ausente. Yo había programado mi reloj de pulsera digital de modo que la alarma sonara, alternativamente, a la hora y a la media hora, a la hora y a la media hora... para así entregarme al cálculo y al descanso, al cálculo y al descanso, guiándome por la señal. Apagué la esfera del reloj para no ver la hora. Si estoy pendiente del tiempo, me cuesta más concentrarme en mis cálculos. Y es que la hora real no guarda relación con mis operaciones matemáticas. Cuando inicio mis cálculos, empieza la jornada de trabajo; cuando los concluyo, termina. Para mí, el único tiempo válido es el ciclo hora-media hora, hora-media hora.

Mientras el anciano permaneció fuera, descansé dos o tres veces. En las pausas me tendí en el sofá y dejé vagar libremente mis pensamientos, fui al lavabo, hice flexiones. El sofá era muy cómodo. Ni demasiado duro ni demasiado blando, y el cojín se adaptaba a la perfección a la forma de mi cabeza. En todos los sitios a los que voy a trabajar, cuando llega la hora del descanso acostumbro a echarme un rato en el sofá, y lo cierto es que hay poquísimos que valgan realmente la pena. Los sofás son en su mayoría verdaderas chapuzas; parecen comprados para salir del paso, y a menudo, incluso en el caso de los más lujosos, esos cuya calidad se aprecia a simple vista, al acostarte en ellos te llevas una gran decepción. No comprendo cómo la gente es tan descuidada a la hora de elegir un sofá.

Siempre he creído —aunque tal vez sea un prejuicio, vete a saber— que, en la elección del sofá, uno demuestra su categoría. El mundo del sofá tiene unas reglas propias que no puedes transgredir. Pero eso sólo puede entenderlo quien haya crecido sentado en un buen sofá. Sucede como con quien ha crecido leyendo buenos libros o escuchando buena música. Un buen sofá crea buenos sofás, un mal sofá crea malos sofás. Es así como funciona.

Conozco a varios individuos que, pese a conducir automóviles de lujo, tienen en su casa sofás de segunda o tercera categoría. Esos tipos no me merecen excesiva confianza. Un automóvil de lujo tendrá su valor, nadie lo niega, pero no es más que un coche caro. Cualquiera que tenga dinero puede comprarlo. Sin embargo, para adquirir un buen sofá, hace falta juicio, experiencia y filosofía. Cuesta dinero, pero no basta con gastar dinero. Es imposible hacerse con un sofá excelente si no se tiene una imagen clara y definida de lo que es un sofá.

El sofá en el que estaba tendido yo en aquellos momentos era, a todas luces, un sofá de primera categoría. Eso despertó mis simpatías hacia el anciano. Acostado en el sofá, con los ojos cerrados, estuve dándole vueltas a su extravagante conversación y a su extraño modo de reírse. Al recordar lo de la eliminación del ruido, me dije que no cabía duda de que, como científico, pertenecía a la categoría superior. Un científico mediocre jamás podría eliminar o introducir el sonido a su antojo. Es más, a un científico mediocre ni siquiera se le pasaría por la cabeza que cupiera tal posibilidad. También era innegable que el hombre era terco. Entre los científicos abundaban los excéntricos o los misántropos, pero no conocía a ninguno que llegara al extremo de construirse un laboratorio subterráneo detrás de una cascada para huir de las miradas de la gente.

Imaginé las astronómicas cifras que podrían derivarse de la comercialización de la técnica de eliminación e introducción del sonido. Para empezar, los equipos PA desaparecerían de las salas y locales de conciertos. Ya no harían falta aparatosas máquinas para amplificar el sonido. Y también sería posible lo contrario: eliminarlo. Si se dotara a los aviones de mecanismos para anular el sonido, las personas que viven cerca de los aeropuertos lo agradecerían. Al mismo tiempo, era innegable que la industria armamentística y el mundo de la delincuencia también harían uso de esa técnica. Bombarderos silenciosos, armas con silenciador, bombas con el volumen amplificado para hacer estallar el cerebro humano y otros artefactos por el estilo irían apareciendo, uno tras otro, y con ellos la matanza institucionalizada de seres humanos a gran escala alcanzaría un grado de sofisticación sin precedentes. Me parecía estar viéndolo con mis propios ojos. Quizá el anciano fuera consciente de ello y, precisamente por ese motivo, no se atreviera a publicar los resultados de su estudio y se los guardara para él. La simpatía que sentía hacia el anciano aumentó.

Regresó cuando yo había completado ya cinco o seis veces el ciclo de trabajo. De su brazo colgaba una gran cesta.

—He traído café recién hecho, y emparedados —dijo el anciano—. De pepino, de jamón y de queso. ¿Le gustan?

—Gracias. Son mis preferidos —dije.

—¿Va a comérselos enseguida?

—Cuando acabe este ciclo, gracias.

Cuando sonó la alarma del reloj, había completado ya el lavado de cinco de las siete hojas de listas de valores numéricos. Faltaba poco. Lo dejé en este punto, me levanté y, después de desperezarme largamente, empecé a comer.

Había montañas de emparedados, muchos más de los que te sirven los restaurantes y bares en un plato. Devoré dos tercios del montón en silencio. No creo que haya ninguna razón en particular, pero un lavado de cerebro prolongado me despierta un hambre canina. Fui embutiéndome en la boca, por ese orden, emparedados de jamón, de pepino y de queso, acompañándolos de café caliente.

Mientras yo devoraba tres, el anciano mordisqueaba uno. Por lo visto, le gustaba el pepino y, tras levantar la rebanada de pan y salar el pepino con gran cuidado, lo masticaba con fruición entre pequeños crujidos. No sé por qué, pero parecía un grillo bien educado.

—Coma, coma. Coma tanto como quiera —me animó el anciano—, A mi edad, cada vez se come menos. Se come poco y se trabaja poco. Pero los jóvenes tienen que comer mucho. Es bueno comer mucho y engordar. La gente odia engordar. A mi modo de ver, es porque engorda mal. Y cuando engorda mal, pierde la salud y la belleza. Pero si uno engorda bien, eso no sucede. Al contrario: vive la vida en su plenitud, el deseo sexual aumenta, tiene la mente más lúcida. Yo, cuando era joven, también estaba muy gordo. Ahora soy una sombra de lo que era, ¿sabe? —El hombre se rió a carcajadas, frunciendo los labios—, ¿Qué? ¿Qué le parecen? Están buenos, ¿verdad?

—Pues sí. Riquísimos —los alabé. Eran deliciosos. Soy tan exigente con los emparedados como con los sofás, pero aquéllos superaban con creces el límite de lo aceptable. El pan era tierno, esponjoso, cortado con un cuchillo limpio y bien afilado. Por cierto, eso es algo que suele pasar inadvertido, pero para preparar un buen emparedado es indispensable contar con un buen cuchillo. Por excelentes que sean los ingredientes, si el cuchillo es malo, es imposible preparar emparedados que merezcan tal nombre. En aquel caso, la mostaza era de calidad superior; la lechuga, crujiente; la mayonesa, hecha a mano, o lo parecía. Hacía tiempo que no comía unos emparedados tan bien hechos.

—Los ha preparado mi nieta. Como señal de agradecimiento hacia usted —dijo el anciano—. Es su especialidad, ¿sabe?

—Son fantásticos. Ni un profesional los prepararía mejor.

—¡Qué bien! Cuando se lo diga, se pondrá muy contenta. Es que, ¿sabe?, como casi nunca tenemos visitas, tiene poquísimas oportunidades de conocer la opinión de terceros sobre sus emparedados. Los prepara ella, pero siempre nos los comemos nosotros dos.

—¿Viven ustedes dos solos? —le pregunté.

—Sí, desde hace tiempo. Yo me relaciono muy poco con el mundo exterior y he acabado contagiando mi actitud a mi nieta. Eso, la verdad, me preocupa. La niña tendría que salir más. Es inteligente y tiene muy buena salud: debería relacionarse más con el mundo exterior. Es joven. Y el deseo sexual tiene que satisfacerse de una manera adecuada. ¿Qué? ¿Qué le parece? ¿Verdad que es atractiva mi nieta?

—¡Oh, sí! Por supuesto.

—El deseo es una energía positiva. Esto está muy claro. Pero, si no se satisface, se acumula y la mente pierde lucidez, y el cuerpo, su equilibrio. Esto les pasa tanto a los hombres como a las mujeres. En el caso de las mujeres, se producen desarreglos menstruales que, a su vez, provocan inestabilidad emocional.

—¡Ah! —exclamé.

—La niña debería tener relaciones lo antes posible con un hombre adecuado. Estoy convencido de ello, como tutor y como biólogo —dijo el anciano sazonando el pepino.

—¿Ah, sí?... Por cierto, ¿ya le ha devuelto el sonido? —le pregunté. En pleno trabajo, no me apetecía demasiado hablar del deseo sexual de los demás.

—¡Vaya! Me había olvidado de decírselo —dijo el anciano—. Sí, por supuesto. Le agradezco mucho que me lo comentara. Si no lo hubiera hecho, la pobre niña habría pasado unos días más insonorizada. Es que me voy a encerrar aquí y no subiré hasta dentro de algunos días. Y vivir sin sonido comporta algunos inconvenientes, ¿sabe usted?

—Pues sí, me lo imagino —asentí.

—La niña, tal como acabo de decirle, apenas se relaciona con la gente, así que el problema no sería tan grave, pero si la llama alguien por teléfono... En ese caso, sería un inconveniente. Mire, yo mismo la llamé desde aquí varias veces y me extrañó mucho que no contestara. ¡Qué desastre!

—Y si no puede hablar, tendrá problemas al ir de compras, supongo.

—No, no. Para comprar no hay ningún problema —dijo el anciano—. En los supermercados, aunque no digas una palabra, puedes comprar lo que quieras. Son muy prácticos. A mi nieta le encantan los supermercados, siempre compra allí. En realidad, se pasa la vida yendo de la oficina al supermercado y del supermercado a la oficina.

—¿Y no regresa nunca a casa?

—A mi nieta le encanta la oficina. Hay cocina, ducha... Nada le impide llevar una vida normal. A casa vuelve, a lo sumo, una vez a la semana.

Asentí, porque me pareció que debía hacerlo, y tomé un sorbo de café.

—Por cierto, creo que usted ha logrado entenderla —dijo el viejo—. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Por telepatía?

—Mediante la lectura de labios. Aprendí hace tiempo, en un cursillo municipal. En aquella época disponía de mucho tiempo libre, y pensé que quizá algún día me sería útil.

—¡Vaya! ¡Conque lectura de labios! —dijo el anciano y asintió repetidas veces, convencido—. Una técnica muy efectiva. Yo también la domino un poquito. ¿Y si intentamos hablar un rato sin pronunciar en voz alta las palabras?

—No, no. Dejémoslo. Es mejor que hablemos normal —me apresuré a replicar. Ese día ya había tenido más que suficiente de aquel asunto.

—Por otro lado, es una técnica muy primitiva y presenta varios inconvenientes. Si está oscuro no entiendes nada, y te obliga a mirar constantemente los labios de tu interlocutor. Pero como medida provisional es eficaz. Al aprenderla, demostró ser muy previsor, ¿sabe usted?

—¿Como medida provisional?

—Exacto —dijo el anciano, y asintió con un movimiento de cabeza—, A usted sí puedo decírselo: en el futuro, el mundo será insonoro.

—¿Insonoro? —repetí sin pensar.

—Sí. Completamente insonoro. Para la evolución del hombre, la emisión de sonidos no sólo es innecesaria sino que, encima, es dañina. Por lo tanto, voy a hacerla desaparecer.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Y qué pasará con el canto de los pájaros, con el murmullo del agua de los ríos o con la música? ¿Todo eso desaparecerá también?

—Por supuesto.

—Pues me parece muy triste, la verdad.

—La evolución es así. La evolución siempre es despiadada, y triste. No existe una evolución alegre —dijo el viejo, y tras pronunciar estas palabras se levantó, se dirigió a la mesa, sacó un pequeño cortaúñas del cajón, volvió al sofá y empezó a cortarse las diez uñas de las manos, por orden, empezando por la uña del dedo pulgar de la mano derecha y acabando por la del meñique de la izquierda—. La investigación aún no ha concluido y no puedo darle más detalles, pero en líneas generales viene a ser eso. Pero no quiero que se lo revele a nadie. Sería catastrófico que llegara a oídos de los semióticos.

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