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Authors: Oscar Wilde

Tags: #Humor

El fantasma de Canterville (3 page)

BOOK: El fantasma de Canterville
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Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.

Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que hacía que hasta las tinieblas le maldijesen a su paso.

Hubo un momento en que le pareció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Prosiguió su marcha, mascullando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo de vez en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington.

Allí hizo una breve parada.

El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.

Con una risa maligna dio la vuelta al ángulo del corredor. Pero apenas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas manos huesudas.

Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata; la boca semejaba un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simon, envolvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca.

Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente.

Como no había visto nunca fantasmas hasta aquel día, sintió un pánico terrible, y después de lanzar rápidamente una segunda mirada sobre el espantoso fantasma, regresó a su habitación, enredándose los pies en el sudario que le envolvía. Cruzó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.

Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al cabo de un momento el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que había visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse en presencia de un espectáculo terrible.

Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante deslizándose de su mano, estaba recostada sobre la pared en una actitud forzada e incómoda.

Simon se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo desprenderse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de algodón grueso y que yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:

HE AQUÍ EL FANTASMA OTIS EL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICO Y VERDADERO ¡CUIDADO CON LAS IMITACIONES! TODOS LOS DEMÁS ESTÁN FALSIFICADOS

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!

La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las encías desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, según la fraseología pintoresca de la antigua escuela «que cuando el gallo tocase por dos veces el cuerno de su alegre llamada se perpetrarían crímenes sangrientos y que el asesinato, de callado paso, saldría entonces de su retiro».

No había terminado de formular este juramento terrible cuando de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.

Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su vana esperanza y proyecto fracasado.

Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas ocasiones se tuvo que recurrir a aquel juramento.

—¡Que el diablo se lleve a ese infame volátil! —murmuró—. En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi gran lanza, atravesándole el gañote y obligándole a cantar otra vez para mí aunque reventara.

Y dicho esto se retiró a su confortable ataúd de plomo y allí permaneció hasta la noche.

Capítulo
IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado y temblaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cinco días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del salón de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e indiscutiblemente fuera de su gobierno. Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida estuvo llena de crímenes, pero quitado eso era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.

Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no dejaba de usar el engrasador
Sol Naciente
para engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos.

A pesar de todo, no se vio a cubierto de molestias.

No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacerle tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de «Isaac el Negro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal rabia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el temerario, o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canterville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidos.

Sin embargo, fue, permitiéndome emplear un término teatral para aplicarle a uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mundo superior a la Naturaleza, una creación de las más difíciles y necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.

Por fin todo estuvo listo y él contentísimo de su disfraz. Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.

Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta.

A fin de hacer una entrada efectista, la abrió de par en par con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal conmoción que regresó a sus habitaciones a toda prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros, pues de lo contrario las consecuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con vagar por el corredor, en zapatillas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera hasta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a molestar, y se entretenía en hacer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mujer, hechas en casa por Saroni
[6]
y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.

Iba vestido, sencilla pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una linternita y un azadón de sepulturero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más notables y de la que guardaban recuerdo, con más motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.

Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas, mientras gritaban a su oído:

—¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!

Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el lamentable estado en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones nocturnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las noches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mostrarse.

En vista de ello, míster Otis reanudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.

La señora Otis organizó un
clambake
[7]
extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la comarca.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al
écarté
, al
póker
y a otros juegos típicos de América.

Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban.

El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el duque de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.

A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:

—¡Seis dobles!

Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las
Memorias de lord Tattle sobre el príncipe regente y sus amigos
.

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