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Authors: Col Buchanan

El Extraño (8 page)

BOOK: El Extraño
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El asago, cargado con la fina arena que arrastraba desde el desierto de Alhazii —a seiscientos laqs al este—, barría los tejados de Bar— Khos. Nico entornó los ojos, le había entrado polvo y le escocían. Torció el gesto. No veía el momento de bajar de allí. No le gustaban las alturas.

Desde su posición elevada en el tejado divisaba el Escudo y el Monte de la Verdad coronado por el parque, en cuyo centro se erigía la alta mole moteada de multitud de ventanas del Ministerio de la Guerra. Durante unos breves instantes que le supieron a gloria, el viento cesó y dio la sensación de que se cerraba la puerta de un horno. Desde la distancia le llegaba el estruendo regular de los cañones; cada descarga seguida inmediatamente de un grito apenas audible.

—Esto es una locura. ¿Qué pasará si nos pillan?

—Mira —espetó Lena a su espalda—, o lo hacemos o me voy a los muelles y me levanto la falda para el que quiera pagarme. ¿Prefieres eso?

—Ni siquiera tienes una falda.

—Quizá después de unos cuantos trabajos manuales pueda permitirme una. Tú podrías ser mi chulo. Empiezo a pensar que eso te gustaría... así, observando desde la distancia, sin hacer nada.

Nico suspiró y reanudó la marcha. Se había quitado los zapatos y los llevaba en las manos, tal como Lena le había sugerido para caminar mejor por las tejas. Y funcionaba, cierto, pero las tejas le estaban abrasando las plantas de los pies. Prácticamente iba bailando sobre ellas.

—Me queman los pies —se quejó.

—¿Quieres caerte y romperte la crisma?

—Lo que quiero es bajarme de este tejado, Lena. Eso es lo que quiero.

La muchacha no le respondió.

Avanzaban por el tejado inclinado de una taberna de tres plantas. La taberna comprendía dos edificios, uno más alto que el otro. Frente a ellos se elevaba la pared de los dos pisos que sobresalían del primero y cuya fachada encalada a punto de desmoronarse estaba salpicada por un puñado de ventanas; algunas estaban completamente cerradas, pero de las abiertas asomaban delicadas cortinas de encaje.

En torno a los pies de Nico, despatarradas sobre las tejas ardientes, las lagartijas los observaban con sus centelleantes miradas prehistóricas y torvas. Lena tomó la delantera, también su mirada saltaba de un lado a otro con nerviosismo. Se asomó a una de las ventanas abiertas y se agachó al oír voces dentro. Enfiló sigilosamente en cuclillas hacia otra ventana, examinó el interior y también la descartó; luego se dirigió a una tercera.

Nico daba saltitos alternando los pies. El dolor era insoportable. Volvió a calzarse y se preguntó, por el amor de Eres, qué hacía allí con aquella muchacha, y también si Lena no habría hecho aquello otras veces. Se arriesgaban a ser azotados públicamente si los atrapaban.

—Esta —susurró Lena. Nico se acercó a la ventana que había escogido—. Entra y hurga en la mochila a ver si encuentras el monedero.

—¿Yo? —replicó, articulando para que le leyera los labios.

—Sí, tú. Hasta ahora lo único que has hecho ha sido quejarte

—Lena, hablo en serio, larguémonos antes de que sea demasiado tarde.

A la muchacha se le frunció aún más el ceño.

—¿Quieres comer hoy o no?

—No, si eso implica seguir adelante con este asunto. Tú haz lo que quieras. Yo me voy.

Lena lo agarró cuando Nico daba media vuelta.

—No te miento —musitó la muchacha—. Si no lo hacemos, me voy directa a los muelles. Me da igual el precio que tenga que pagar. No voy a morirme de hambre como tu perro.

Las palabras y el agarrón de Lena parecieron tener en Nico el efecto repentino de un hechizo. Le rugieron las tripas, azuzándole a continuar. El joven asintió embobado.

Lena lo soltó y le ofreció un apoyo para el pie. Nico apenas era consciente de sus actos, apretó los dientes y se encaramó a la ventana.

Atravesó con torpeza las cortinas de encaje desplegadas, tratando de hacer el menor ruido posible. Le temblaba todo el cuerpo y notaba el calor abrasador del alféizar encalado en las palmas de las manos. Una vez en el interior estiró los pies hacia el suelo y sus plantas se posaron sigilosamente. Se enderezó y... entonces se quedó petrificado.

En la cama yacía un hombre envuelto en una túnica oscura.

La garganta de Nico hizo un intento plausible de no tragar. Tenía la impresión de que su corazón estaba armando tal jaleo que quienquiera que estuviera un poco cerca lo oiría. No obstante, la figura dormía, y su pecho se inflaba y se desinflaba con la cadencia de una respiración superficial.

La piel del sujeto era negra como la noche. «Un extranjero de tierras remotas», concluyó Nico... un anciano extranjero de tierras remotas, pelón y con el rostro curtido y enjuto surcado de arrugas. Pero había algo más: en sus mejillas había algo que brillaba al ser alcanzado por un rayo de sol que se colaba por entre el encaje de la cortina ondulante. Nico se dio cuenta de que estaba llorando en sueños.

Lena lo observaba desde la ventana. No había forma de zafarse de su vigilancia. Nico tuvo que tragarse sus temores y un repentino sentimiento de culpa que iba en aumento. Apretó los puños sudorosos y cruzó a hurtadillas la habitación, en dirección a una silla tallada de madera retuerta recuperada de la deriva en el mar. Sobre el asiento había una mochila de piel. Nico la alcanzó sin hacer ruido mientras Lena le hacía señas con la mano para que se diera prisa, con la boca entreabierta en una mueca de angustia.

Las manos de Nico rebuscaban con torpeza en la mochila de piel y los ojos le escocían empapados en sudor. Por un momento oyó voces fuera de la habitación y el crujido de los listones de madera del suelo bajo las pisadas de alguien que pasaba junto a la puerta. Eso lo apresuró en su tarea hasta que por fin dio con un monedero, abultado y pesado por las monedas.

Lena volvió a sacudir las manos apremiándole. El viejo seguía dormido.

Nico ya se disponía a marcharse cuando reparó en otro objeto colgado de la misma silla. Era una especie de collar, aunque no una de esas bonitas joyas de plata o con incrustaciones de piedras preciosas. Este era feo de verdad; parecía una enorme nuez de cuero y estaba recubierto de algo que parecía sangre seca. «Un sello —adivinó Nico—. El viejo lleva un sello.»

Casi con voluntad propia su mano se estiró hacia el colgante. Detrás de Nico, el viejo soltó un gemido repentino desde la cama y el muchacho se detuvo a tiempo y encogió el brazo. ¿En qué estaría pensando?

Dio media vuelta para huir y estuvo a punto de dejar caer el monedero del susto. El viejo extranjero se había incorporado en la cama y lo miraba con los ojos entornados, de una manera extraña.

A Nico se le aflojaron las tripas. Se había quedado paralizado. Su mirada saltó de la puerta a la ventana. Se humedeció los labios resecos.

El anciano se volvió y recorrió de un extremo al otro la habitación con la mirada. Daba la impresión de que apenas veía.

—¿Quién anda ahí? —bramó.

Nico no aguantaba más. Cruzó la habitación con seis veloces zancadas y escapó trepando por la ventana.

—¡Se ha despertado! —musitó mientras se escabullían rápidamente por la pendiente del tejado, observados por las lagartijas.

—Y al parecer estaba medio ciego —replicó Lena sin detenerse.

Nico la seguía, aunque había aminorado el paso para concentrarse en las tejas que pisaba por miedo a resbalar.

Llegaron al borde del tejado del edificio, que se elevaba un par de metros por encima del de un edificio adyacente.

—Dámelo —dijo Lena, volviéndose a Nico—, ¡Dámelo! —repitió, con la mirada clavada en el monedero que Nico apresaba en la mano. Él lo levantó levemente y se lo pegó al pecho.

Nico no quería aquel dinero. Sin embargo, por alguna razón, tampoco quería que Lena se lo quedara.

La muchacha intentó arrebatárselo, pero Nico retrocedió. Entonces su pie izquierdo resbaló por las tejas y Nico cayó de costado. Aún tuvo tiempo para ver de refilón a Lena estirando los brazos desesperadamente para agarrarlo —al monedero, no a él, por supuesto—, antes de chocar contra las tejas soltando un alarido y espantando a las lagartijas. Rodó sin freno hasta el borde del tejado. Sus piernas se quedaron colgando sobre la calle adoquinada, un alarido ahogado emergió de su garganta y los dedos de sus manos buscaron a tientas un lugar donde asirse que nunca hallaron.

Se precipitó al vacío.

Gritó con todas las fuerzas que le quedaban. Su espalda rebotó en el cartel de la taberna y su cuerpo dio una vuelta de campana antes de estrellarse de bruces contra el toldo de lona. Nico siguió gritando mientras lo atravesaba y mientras veía la dura calle adoquinada más cerca de él. Se protegió la cara con los brazos y aterrizó haciendo añicos una de las mesas dispuesta en el exterior de la taberna.

Nico yacía sin aliento entre los restos del toldo y de la mesa mientras los cascajos de madera, pintura y tela caían flotando a su alrededor como copos de nieve. Al cabo de unos segundos, una señora vieja y gorda se acercó para ayudarlo; otras personas se habían quedado petrificadas en sus sillas, con las tazas de chee suspendidas en el aire a medio camino de sus bocas. Nico estaba aturdido y ni siquiera podía respirar. Su sombrero de paja descansaba frente a él. Le costaba creer que siguiera vivo.

El monedero lleno de dinero debía de habérsele escapado de las manos mientras se deslizaba por el tejado y desde entonces habría realizado su propio viaje, más lento y accidentado que el suyo pero con el mismo final: caer por el borde del tejado. La mujer se agachaba para socorrerlo cuando el monedero se estrelló contra los adoquines justo delante de la cara de Nico, y las monedas de plata y oro se desparramaron por la calle en un festival de sonidos metálicos y centelleos dorados. La mujer se tapó la boca con la mano. Los transeúntes se volvieron para contemplar la escena. Las miradas se dirigieron al muchacho... la fortuna rodando por el suelo... la caída desde el tejado de la taberna... Fue cuestión de segundos que comenzaran a gritar.

—¡Ladrón! —vocearon antes de que Nico fuera capaz de tomar aire para moverse siquiera.

—¡Ladrón! —bramaron a coro, mientras Nico se daba media vuelta y, tumbado boca arriba, miraba detenidamente el tejado del que acababa de caer. Lena había desaparecido y únicamente el sol permanecía allí arriba como testigo de su aciago destino.

En aquel estado de aturdimiento, Nico se aferró a la esperanza de que todo fuera un sueño, una pesadilla de la que muy pronto despertaría. Pero rápidamente un par de manos rudas lo sacudieron y lo arrancaron de esa ilusión. Y mientras tiraban de él para levantarlo el choque con la realidad fue aún más violento que el golpetazo contra el suelo. «Oh, dulce Eres... —gritó una voz en su interior—, es real... ¡Está sucediendo de verdad!»

Y entonces perdió el conocimiento.

Capítulo 3

Las visitas

Nico jamás había visto una cárcel, así que mucho menos había pasado la noche en una.

En el recinto se dejaba bastante libertad, y la mayoría de los internos podía campar a sus anchas por el espacio delimitado por los muros. Incluso había una especie de taberna para aquellos que tuvieran dinero para frecuentarla y un comedor donde se vendían alimentos de mejor calidad que las gachas que se servían en el patio como si fueran el contenido de un orinal. En general, los celadores —en su mayoría también reclusos— se mantenían al margen y dejaban a su aire a los internos.

Nico estaba sentado en un rincón de la celda, una de tantas en la laberíntica galería sepultada bajo el patio principal, sobre un montón aplastado de paja mohosa e infestada de piojos. La única iluminación procedía de una solitaria lámpara de aceite suspendida sobre la puerta. La paja apestaba a orín rancio y las cucarachas correteaban entre las briznas.

Como compañeros de celda tenía a otros ladrones y deudores de diversas edades, algunos aún más jóvenes que él, que apenas le prestaban atención. La mayoría iba y venía y rara era la vez que se demoraban allí un rato. Nico agradecía que fuera así. Encogido en su rincón, todavía se dolía de los moratones y los golpes. Los recuerdos rondaban su cabeza como una bandada de pájaros oscuros decididos a atormentarlo. Por mucho que lo intentaba, no podía evitar pensar en su casa y en su madre.

A su madre se le caería el alma a los pies si alguna vez se enteraba de en qué se había convertido: un vulgar ladrón pillado con las manos en la masa. No habría palabras para describir su enfado.

Pero su madre tampoco estaba exenta de culpa. Después de todo, si se remontaba un año atrás, o quizá más, ella debía asumir tanta responsabilidad como él en su actual apuro. Había sido ella quien había necesitado llenar su vacua existencia con un ramillete de amantes muy poco convenientes. Y también había sido ella quien había optado por ignorar las desavenencias entre Los y su hijo, y como consecuencia Nico había huido y ahora se encontraban en esa situación.

Los sólo era uno más en la larga lista de pésimas elecciones de su madre, quien había aparecido en casa con él después de conocerlo en la taberna del cruce. El hombre había llegado vestido con ropa elegante pero que le quedaba demasiado holgada —evidentemente robada— y había examinado los enseres de la granja, incluida su madre, como calculando su valor. Era obvio que se había propuesto engatusarla aquella noche, y habían hecho tanto ruido en el dormitorio que Nico se había visto obligado a arrastrar sus mantas hasta el establo y dormir con el viejo caballo
Harry
.

Por eso le guardaba rencor, por su debilidad en lo concerniente a los hombres. Sabía que su madre tenía sus motivos para comportarse así, y también que no era en ella precisamente en quien debía volcar todo su resentimiento por los derroteros que habían seguido las vidas de ambos, pero así era y no podía evitarlo.

Nico estaba viviendo el peor día de su vida y pasó lo que quedaba de él sumido en el aturdimiento, se le hizo eterno y espantoso. Con la llegada de la noche —señalada no por la falta progresiva de luz, sino porque se apagaban las lámparas y se oían los golpetazos lejanos de pesadas puertas—, el hedor en la celda se hizo aún más intenso y en el aire quedó flotando una miasma compuesta por las emanaciones de aquellos hombres que llevaban enjaulados con sus propias miserias demasiado tiempo. La pestilencia se volvió insoportable y Nico se ató un pañuelo alrededor de la boca y la nariz, aunque de poco le servía, y de vez en cuando tenía que inclinarse a un lado y alzarlo para escupir de la boca el regusto repugnante que se le acumulaba en la lengua.

BOOK: El Extraño
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