El Extraño (47 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: El Extraño
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Guió a Ash al interior de otra estancia y cerró la puerta a su espalda.

—Siéntate —dijo la mujer, empujando a Nico hasta uno de los sillones que había junto a la ventana—. ¿Chee, eh? ¿Quieres un poco de chee?

Nico sonrió e hizo un gesto negativo con la cabeza. Le asaltó la imagen de las ratas correteando por todas partes, la mugre y la basura que atiborraban la casa y la roña incrustada en las uñas amarillentas de la anciana.

—Sí, ¿verdad? —insistió la anciana, y antes de que Nico pudiera contradecirla ya se había adentrado renqueante en otra habitación, por cuya puerta abierta emanó una nube de vapor impregnada del tufillo húmedo de col.

Nico oyó que la anciana espantaba algo a gritos y luego el choque de las tazas.

Un reloj mecánico hacía tic tac en algún rincón del salón, aunque no conseguía verlo entre todos los cachivache que abarrotaban sin orden ni concierto las paredes. No estaba cómodo en el sillón, tenía la sensación de estar sentado sobre un suelo cubierto de gravilla, de modo que se levantó y sacudió las cagarrutas de rata esparcidas por el asiento. Volvió a sentarse con aprensión. Estuvo a punto de posar los brazos sobre los brazos del sillón, pero cambió de opinión y los dejó caer sobre su regazo.

La anciana regresó tambaleante, cargada con una bandeja que amenazaba con estrellarse contra el suelo en cualquier momento y sobre la que asomaban una tetera humeante de chee y dos tazas blancas de porcelana.

—Déjeme ayudarla —dijo Nico, levantándose; le cogió la bandeja de las manos y la posó sobre una mesita de café.

Ella sonrió y se sentó en un sillón enfrente de Nico, encorvada incluso sentada y con la mano todavía apoyada sobre el bastón. Contempló detenidamente al muchacho mientras éste servía el chee.

—Gracias —dijo Nico, con una sonrisa forzada, y se hundió en el sillón con la taza en la mano, si bien no le dio ni un sorbo.

La anciana le correspondió inclinando la cabeza sin dejar de escrutarlo. Nico se preguntó qué estaría viendo.

—Dime, ¿sueñas a menudo? —le preguntó la mujer.

Nico reflexionó unos segundos.

—Últimamente tengo muchos sueños —confesó el muchacho.

—Algunas personas sueñan más que otras, eso ya lo sabrás. Y algunas también ven mejor que otras. Puedo asegurarte que tú eres una de esas personas. Eres afortunado. Mi marido es igual.

Nico se quedó mirando la taza entre sus manos. El chee tenía un aspecto apetecible y la porcelana estaba limpia. Levantó un instante la mirada y sonrió; luego desvió los ojos en otra dirección y al fin vio el reloj sobre un pedestal apoyado contra la pared de enfrente, junto a un perchero de pie del que colgaba un abrigo de amplios faldones y una chistera negra. Le incomodaba la mirada de la anciana, y la hedionda nube de vapor que seguía escapándose por la puerta abierta de la cocina empezaba a revolverle el estómago.

Nico se obligó a mirar a su anfitriona, cuya piel tenía el color de la grasa quemada incrustada en un fogón. Sus miradas se encontraron y el joven aprendiz vislumbró en sus ojos vidriosos un atisbo de vulnerabilidad, de sensibilidad sepultada bajo antiguas cicatrices. También leyó aburrimiento en ellos, revestido con la cortesía que exhibía con él.

La anciana hizo un gesto inclinando la cabeza, como si Nico acabara de regresar de algún lugar y estuviera saludándole.

—Por eso él es sharti, ¿sabes? Me refiero a mi marido. Conserva un gran poder en los ritos ancestrales. Mucha gente sigue acudiendo a él, gente desgraciada, desesperada... Son muchos los que aún solicitan sus servicios.

—Entonces, ¿ustedes no son mannianos?

—¿Eh? ¿Mannianos? No, muchacho. Si los mannianos se enteraran de a qué nos dedicamos, nos convertirían en esclavos.

Aquí practicamos los ritos ancestrales, los primigenios. Nos llaman herejes por ello. A nadie desprecian más los mannianos que a nosotros y a los pobres. —Hizo una pausa para coger su taza de la mesa y llevársela a los labios fruncidos. Sorbió ruidosamente, dos veces, y volvió a dejar la taza en la mesa—. No sabes a qué me refiero cuando hablo de los ritos ancestrales, ¿verdad?

Nico meditó un momento. Recordó que su madre se persignaba siempre que veía una pica sola, una costumbre que incluso le había pegado. También se acordó de que siempre dejaba una vela encendida sobre el alféizar de una ventana abierta las noches del solsticio de invierno.

—No estoy seguro. —Nico se encogió de hombros—. Esos ritos, ¿todavía se practican en algún lugar?

—Oh, se practican en todas partes, pero sólo a escondidas. En tradiciones donde perdieron su auténtico significado hace mucho tiempo y por aquellos que son lo suficientemente viejos como para acordarse de cómo eran nuestras vidas antes de Mann. Sólo en Alto Pash los ritos ancestrales conservan su auténtica esencia. E incluso más lejos aún, en las Islas del Cielo. Por eso sus vidas son eternas, ya sabes. Cuando uno de ellos muere, utilizan esos conocimientos ancestrales para resucitarlo. Sí, este tipo de cosas son las que los mannianos quieren que olvidemos.

Nico escuchaba a la anciana con un brillo de aparente interés en los ojos. Reprimió el impulso de rascarse los tobillos, donde notaba las picaduras y los saltitos de los piojos. Lanzó una mirada a la puerta cerrada preguntándose cuánto tardaría el maestro Ash en regresar. ¿Qué estarían haciendo allí dentro, por el amor de Dao?

La anciana aspiró profundamente y balanceó el bastón que sujetaba por la empuñadura con su mano atrofiada.

—Qué chico más educado. Te quedas ahí escuchando a una vieja cuando podrías estar en cualquier otro lugar. Bueno, creo que ya habrán acabado con sus asuntos.

Nico soltó la taza en la mesa en cuanto oyó que se abría la puerta y ya estaba de pie cuando Ash salió de la habitación seguido por el anciano.

—... hay que ser puntual, ¿de acuerdo? —decía Ash.

El maestro roshun reparó en la taza de chee en la mesita y se detuvo para cogerla. Le dio un trago largo y dirigió una sonrisa a la anciana antes de apurar el resto del contenido de la taza. Luego hizo un gesto sacudiendo la cabeza hacia Nico, para que lo siguiera, y enfiló a trancos hacia la escalera.

—Gracias por el chee —dijo Nico apresuradamente, y salió en pos de su maestro.

Cogieron un tranvía para regresar al distrito de los muelles orientales y se acomodaron en unos asientos de las filas traseras. Ash pasó un rato mirando por la ventana que tenía detrás.

—¿Cree que nos siguen?

Ash se volvió.

—Es difícil saberlo —masculló. No parecía demasiado preocupado.

El tranvía atravesó traqueteando una vasta plaza en tres de cuyos lados se levantaban edificios de mármol blanco y que estaba atestada por una masa arremolinada de miles y miles de individuos embutidos en túnicas rojas.

—Peregrinos —dijo Ash sin dar tiempo a su aprendiz a formular la pregunta.

—Tengo otra pregunta —repuso Nico, alzando la voz lo suficiente para que se le pudiera oír por encima del bullicio de la multitud—. ¿Consiguió lo que buscaba en la casa que hemos visitado?

—Eso espero.

—¿Y no va a contarme nada más sobre el tema?

—De momento, no.

Nico resopló con exasperación.

—Tiene usted un método fantástico de enseñanza: explicar lo mínimo a su aprendiz, incluso cuando le pregunta.

—Durante una misión siempre conviene resolver por uno mismo las dudas.

Nico soltó un gruñido.

—Una teoría muy oportuna. Así se ahorra responder mis preguntas.

—Además eso.

Un bache en la calzada hizo temblar las ventanas del tranvía. Ash giró el cuerpo para echar otro vistazo atrás. Cuando devolvió la vista al frente, empezó a acariciarse el dedo pulgar con el índice mientras meditaba.

Unos segundos después se levantó y se agarró a la redecilla portaequipajes para mantener el equilibrio.

—Regresa a la pensión y espérame en la habitación. Quédate allí hasta que yo vuelva.

Y sin esperar una respuesta enfiló hacia la salida abierta, saltó a la calle y se alejó rápidamente. Durante unos instantes siguió la misma ruta que el tranvía, hasta que Nico, con la cara apretada contra el cristal de la ventana, lo perdió de vista.

Un rato después, el tranvía llegó a los muelles orientales y Nico por fin empezó a reconocer los lugares que atravesaba. Contempló por la ventana las calles que iba dejando atrás y la vaga familiaridad de las vistas suponía una sensación reconfortante también vaga.

Una muchacha cruzó la calzada con paso enérgico y Nico reparó en su cabellera oscura. Se levantó dando un respingo, se adelantó hasta la puerta de salida y bajó.

—¡Serése! —gritó, pero la muchacha estaba demasiado lejos para oírlo.

La perdió de vista al llegar a la esquina de la siguiente manzana. Era ella, no había duda. Siguió caminando en la misma dirección, mirando a un lado y otro. Las calles estaban atestadas de gente como era habitual a última hora de la tarde. Los peatones se deslizaban apresuradamente por las aceras mientras los tranvías y los carros avanzaban con pesadez por la calzada. Un templo lejano dio la hora: dos campanadas y luego el silencio.

Enfiló por una calle de edificios idénticos con ventanas altas abiertas al aire de la ciudad y por donde escapaba el ruido de los trabajos industriales que se llevaban a cabo dentro. Se detuvo frente a una de las ventanas de la planta baja para echar un vistazo. Parecía un taller, aunque gigantesco; una nave amplia y polvorienta. Cientos de personas, la mayoría mujeres y niños, formaban filas sentadas sobre unas esterillas extendidas en el suelo, ajetreadas en una tarea repetitiva que al principio Nico no identificó. Otro grupo de niños barría los restos de tela del suelo, mientras que los hombres que allí trabajaban recorrían, empapados en sudor, los pasillos empujando carritos llenos de telas. Los trabajadores sentados en las esterillas arrojaban los productos terminados a los carritos según pasaban por su lado, mientras que otros los sacaban de ellos. Unos cuantos supervisores deambulaban entre los operarios, llamando la atención de vez en cuando a algún trabajador. Transcurrido un minuto, Nico no había visto ni rastro de Serése y dejó de mirar. Era evidente que la había perdido.

Por un momento pensó en regresar a la pensión, pero la perspectiva de pasarse el día metido allí, solo y dándole vueltas a los acontecimientos de la noche anterior, le resultaba deprimente. De modo que optó por dar un paseo pese a que las calles de la ciudad no eran mucho más acogedoras que su cuartucho de la pensión.

Fue a parar a un distrito de aspecto más refinado, con hileras de árboles a lo largo de las avenidas, plazoletas con casas de chee o fuentes de aguas cristalinas, y una atmósfera tranquila muy distinta del ajetreo de los muelles orientales. No obstante, Nico sentía en el fondo de su corazón que aquella ciudad no era para él. Apenas encontraba nada con lo que sentirse identificado y era rara la ocasión en la que posaba los ojos en algo que le proporcionara la sensación reconfortante de lo conocido. Todo le resultaba intimidante, no sólo las proporciones de los edificios, sino también el comportamiento de la gente.

Por lo menos en Bar-Khos, los desconocidos hablaban entre sí y los tenderos siempre tenían una sonrisa en los labios. Si de pronto se producía una pelea o una discusión, la gente siempre intervenía para calmar los ánimos. Por muy castigada por la guerra que estuviera Bar-Khos, o quizá por eso mismo, entre su población asediada pervivía un sentimiento de comunidad, de que compartían unas vidas con un propósito común que trascendía cualquier credo, religión o ideología. En Q'os, sin embargo, el carácter de la gente tenía algo de avinagrado e individualista. Era como si les hubieran prometido de todo en sus vidas —sí, y lo habían obtenido todo también— y, sin embargo, allí seguían, más atribulados y descontentos que antes.

Tal vez lo que Nico necesitaba con urgencia era un vasto espacio verde para contrarrestar la presencia permanente y opresiva del hormigón y el ladrillo. Ni corto ni perezoso detuvo a un muchacho en medio de la calle y le preguntó cómo llegar al parque más cercano, con la esperanza de que el chico no lo mirara con ojos bizcos por la confusión y le respondiera que en Q'os no había ese tipo de cosas.

Por el contrario, el muchacho le dio unas indicaciones muy sencillas, pues sólo estaba a una manzana. Nico torció la esquina y se le iluminó la mirada. Era cierto, justo delante de él se extendía un pequeño parque cercado por una verja negra de hierro forjado. Apresuró el paso y enfiló hacia la entrada; la gravilla del sendero crujía bajo sus pies. Fue aminorando la marcha para embeberse del paisaje. El parque era interesante a su manera, y estaba prácticamente vacío, sólo se atisbaba alguna que otra figura solazándose sentada entre los arbustos y un puñado de borrachos arrellanados en la hierba alta y descuidada, como si alguien los hubiera plantado allí bajo el sol.

Nico eligió el lugar más apartado del resto de la gente y se sentó bajo un árbol. Con el rostro al sol de la tarde, casi empezaba a relajarse. Se le cerraron los ojos y se imaginó en otro lugar: en su casa de Khos, sentado en las colinas boscosas que se levantaban detrás de la pequeña granja de su madre.

En días como ése solía salir de excursión acompañado por
Boon
y con la mochila a la espalda, donde llevaba un trozo del keesh recién hecho por su madre, algo de queso, un frasco con agua, su reclamo de aves, unos anzuelos e hilo de pesca. Acometía la ascensión dejando atrás sus preocupaciones y avanzaba por las pendientes sudando y respirando trabajosamente, envuelto por el aire fresco y vigorizante de los valles montañosos; su espíritu se aplacaba un poco más a cada paso mientras
Boon
correteaba de un lado a otro olfateando el suelo atento al rastro de conejos, ratones, o cualquier animal que pudiera cazar.

A veces, cuando
Boon
ya se había tranquilizado lo bastante como para tenderse en el suelo y aguantar quieto, Nico se dedicaba a la pesca en las charcas de las montañas y capturaba una trucha arco iris tras otra, que luego llevaría con orgullo a su madre para la cena. En otras ocasiones, cuando tenía un ánimo más contemplativo, buscaba una superficie llana entre las rocas desde donde se dominara algún estanque profundo y se dedicaba a lo que llamaba la pesca con guijarros: arrojaba piedrecitas que hacían un plaf sordo al impactar con el agua y las veía hundirse con nitidez. Si la suerte le sonreía, desde su escondrijo en el margen del lago salía disparada hacia el guijarro una trucha joven, que volvía a alejarse en cuanto descubría que no era nada comestible. El objetivo de Nico no era capturar peces, sino observarlos. Podía pasarse horas así, horas.

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