El espíritu de las leyes (31 page)

Read El espíritu de las leyes Online

Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

BOOK: El espíritu de las leyes
12.66Mb size Format: txt, pdf, ePub

El mal ha venido de la falsa idea de que es preciso vengar a la divinidad. Pero a la divinidad es menester honrarla y no vengarla. En efecto, si nos guiáramos por esta última razón, ¿cuál sería el término de lo suplicios? Para que las leyes de los hombres hayan de defender y vencer a un ser infinito, se habría de hacerlas con arreglo a una infinidad, no según las flaquezas, la ignorancia y los caprichos de la naturaleza humana.

Un historiador de Provenza
[9]
cuenta un hecho que nos pinta muy bien lo que puede influir en los espíritus débiles esa extraña idea de defender a la divinidad. Un judío, acusado de haber blasfemado contra la Virgen Santísima, fue condenado a ser desollado vivo. Y hubo caballeros que subieron al cadalso, con careta y con cuchillo en mano, expulsaron al verdugo y creyeron que así vengaban ellos mismos el honor de la Santísima Virgen… No quiero anticiparme a las reflexiones del lector.

La segunda clase de delitos es la de los que se cometen contra la moral; figura entre ellos la violación de la continencia pública o privada, esto es, de la forma en que se debe gozar de los placeres sexuales, del uso de los sentidos en la unión de los cuerpos. Las penas de estos delitos deben sacarse también de la naturaleza de la cosa. La privación de las ventajas que atribuye la sociedad a la pureza de costumbres, las multas, la vergüenza, la precisión de esconderse, la infamia pública, la expulsión de la ciudad y de la sociedad, en fin todas las penas de la jurisdicción correccional, son penas suficientes para reprimir la temeridad de los dos sexos. Porque estas cosas no vienen de la maldad, sino de la falta de respeto a la propia persona.

Se trata aquí de los delitos que interesan únicamente a las costumbres, no de los que atacan al mismo tiempo al derecho ajeno y a la seguridad pública, tales como la violación y el rapto, que son de la cuarta especie.

Los delitos de la tercera clase son los que turban la tranquilidad de los ciudadanos; las penas han de ser de la naturaleza de la cosa y referirse a dicha tranquilidad, como la prisión, el destierro y otras que calmen los espíritus inquietos y reestablezcan el orden.

Restrinjo los delitos contra la tranquilidad, no incluyendo en ellos sino los que contienen alguna simple lesión de policía, pues los que perturban la tranquilidad atentando a la vez contra la seguridad, deben ser inclusos en la cuarta clase.

Las penas de estos últimos delitos son llamadas
suplicios
. Una especie de
talión
, que hace que la sociedad le niegue o le quite la seguridad al ciudadano que ha privado o querido privar a otro de la suya. Esta pena, igualmente, ha de corresponder a la naturaleza de la cosa. Un ciudadano merece la muerte, cuando ha violado la seguridad de otro hasta el punto de quitarle la vida o de querer quitársela. La pena de muerte es como el remedio de la sociedad enferma, como la amputación de un miembro gangrenado. Cuando se viola el derecho a la seguridad en lo tocante a los bienes, puede haber razones para imponer la pena capital; pero mejor sería, y estaría más en la naturaleza de la cosa, que los delitos contra la seguridad de los bienes se castigaran con pérdida de los bienes. Y así sería, ciertamente, donde los bienes fueran comunes o iguales; pero como no suelen tenerlos casi nunca los que más atacan a los bienes de otros, se ha hecho preciso que las penas corporales suplan a las pecuniarias.

Todo lo que he dicho es ajustado a la naturaleza y muy favorable a la libertad del ciudadano.

CAPÍTULO V
De ciertas acusaciones que más particularmente exigen moderación y prudencia

Máxima importante: hay que ser muy circunspecto en la persecución de la magia y la herejía. La acusación de estos dos delitos pudiera ser extremadamente peligrosa para la libertad y originar una infinidad de tiranías, si el legislador no sabe limitarla. Como no va directamente contra las acciones de un ciudadano, sino más bien contra el concepto que se tiene de su carácter, puede acentuarse en proporción de la ignorancia del pueblo. Siempre es un gran peligro para un ciudadano, pues no lo cubren contra la sospecha de semejantes delitos, ni la práctica de todos sus deberes, ni la conducta más correcta, ni la moral más pura.

Acusado Aarón de haber leído un libro de Salomón, cuya lectura provocaba la aparición de una legión de demonios, fue perseguido con ensañamiento. Se supone en la magia un poder terrible, que desata el infierno; y en tal supuesto, se considera que el hombre a quien se titula de mago es el más adecuado para trastornar la sociedad, lo que induce a castigarle sin medida.

La indignación aumenta cuando se le atribuye a la magia el poder de destruir la religión. La historia de Constantinopla
[10]
nos enseña que, por una revelación que había tenido un obispo, se creyó que cierto milagro había cesado por las artes mágicas de un particular. Éste y su hijo fueron sentenciados a muerte. ¡Cuántas cosas eran necesarias para explicar este crimen! Que haya revelaciones, que tuviera una aquel obispo; que el milagro, en efecto, hubiera cesado; que la magia existía; que, existiendo, tenga poder contra la religión; que el acusado fuera mago efectivamente; por último, aun siendo mago, que hubiera hecho un acto de magia.

El emperador Teodoro Lascaris atribuyó la enfermedad que padecía a la magia. Los acusados de haberse valido de ella no tenían otro recurso que manejar un hierro candente sin quemarse. Entre los Griegos, había que ser mágico para justificarse de la magia. Tal era el extremo de su idiotez, que al delito más dudoso del mundo le agregaron las pruebas más dudosas.

Reinando Felipe
el Largo
se expulsó de Francia a los judíos acusados de haber envenenado las fuentes por medio de los leprosos. Esta absurda acusación es suficiente para que se dude de todas las que se fundan en la animosidad pública.

No quiero decir con esto que la herejía no deba castigarse; lo que digo es que para castigarla, se ha de proceder con gran circunspección.

CAPÍTULO VI
Del crimen
contra natura

No permita Dios que yo intente disminuir el horror que se siente contra semejante crimen, castigado por la religión, por la moral y por la política. Habría que proscribirlo, aunque no hiciera más que darle a un sexo las debilidades del otro y preparar una vejez infame por una juventud ignominiosa. Lo que voy a decir le dejará todas sus manchas, no atenuará su afrenta, pues sólo va contra la tiranía que puede abusar hasta del horror que inspira.

Como por su índole este crimen es oculto, ha sucedido con frecuencia que lo hayan castigado los legisladores por la simple deposición de un niño: esto es abrir una ancha puerta a la calumnia.
Justino
, nos dice Procopio
[11]
,
dictó una ley contra este crimen; hizo buscar no sólo a los que fueran culpables desde la promulgación de la ley, sino desde antes de ella, dándole efecto retroactivo. La declaración de un testigo, a veces de un esclavo, era suficiente, sobre todo contra los ricos, y contra los que pertenecían a la facción de los verdes
[12]
.

Es singular que entre nosotros, aquí donde la magia, la herejía, y el crimen
contra natura
son tres cosas de las que podría probarse: de la primera que no existe, de la segunda que se presta a un gran número de distinciones, interpretaciones y limitaciones; de la tercera, el crimen
contra natura
, que es a menudo obscuro; es singular, repito, que los tres hayan sido castigados con la pena del fuego.

Diré que el crimen
contra natura
nunca se propagará excesivamente en una sociedad, si el pueblo no es arrastrado a él por alguna causa, como sucedía entre los Griegos, que hacían todos sus ejercicios enteramente desnudos; como entre nosotros, donde la educación doméstica se halla en desuso; como entre los Asiáticos, donde hay personajes que tienen muchas mujeres, y las desprecian, en tanto que otros no poseen ninguna. Que no se prepare con excitaciones este crimen, que se le proscriba por medio de una policía rigurosa, como todos los ataques a la moral, y se verá que la naturaleza tarda poco en defender sus derechos o en recuperarlos. La dulce, amable y encantadora naturaleza ha esparcido sus placeres con liberalidad; y al colmarnos de delicias, nos da hijos en los que renacemos y satisfacciones más intensas que esas mismas delicias.

CAPÍTULO VII
Del crimen de
lesa majestad

Las leyes de China mandan que quien falte al respeto debido al emperador sea castigado con la muerte. Como no definen en qué consiste esa falta, cualquier cosa puede dar pretexto para quitarle la vida a una persona a quien se tenga mala voluntad, y para exterminar a una familia entera.

Dos personas encargadas de redactar la Gaceta de la Corte
[13]
pagaron con su vida el haber escrito algo que no era cierto, por considerarse falta de respeto su equivocación (68).

Un príncipe de sangre real que, por distracción, había escrito una nota en un memorial sellado con la roja estampilla del emperador, fue acusado formalmente de haber faltado al respeto al soberano, lo que dio motivo a las persecuciones más terribles que ha registrado la historia.

Basta que no esté bien definido el crimen de
lesa majestad
, para que el gobierno degenere en despotismo. Acerca de esto he de extenderme algo más en el libro de la Composición de las leyes.

CAPÍTULO VIII
De la mala aplicación del nombre de
crimen de sacrilegio
y de
lesa majestad

Es un violento abuso dar el nombre de crimen de
lesa majestad
a un acto que no lo sea. Una ley de los emperadores
[14]
perseguía como sacrílegos a los que discutieran los dictados del príncipe o dudaran del mérito de los que él escogía para cualquier empleo
[15]
.

Sin duda fueron los favoritos quienes establecieron y calificaron este crimen. Otra ley declaró que quien atentara contra los ministros y oficiales del príncipe era culpable de
lesa majestad
, como si hubiera atentado contra el príncipe mismo
[16]
. Esta ley la debemos a dos príncipes
[17]
cuya debilidad es célebre en la historia: los dos fueron guiados por sus ministros como lo son los rebaños por sus pastores; eran príncipes esclavos en palacio, niños en el consejo, extraños a la milicia, que si conservaron el imperio fue porque en realidad no lo tenían. Algunos de sus favoritos conspiraron contra el imperio, llamaron a los bárbaros; y cuando se les quiso detener, el Estado era tan débil que fue preciso violar su ley exponiéndose al crimen de
lesa majestad
para castigarles.

Sin embargo en esa ley se fundaba el acusador de
Cinq-Mars
[18]
cuando, para probar que este señor era culpable de
lesa majestad
por haber querido que se destituyera al cardenal Richelieu, dijo:
El crimen que afecta a la persona del ministro es idéntico al perpetrado contra la persona del monarca, según las constituciones de los emperadores. Un ministro sirve al príncipe y al Estado; privar al uno y al otro de sus servicios, es quitarle al príncipe su brazo y al Estado su poder
[19]
. El mayor servilismo no hablaría de otro modo.

Otra ley de Valentiniano, Teodosio y Arcadio
[20]
, declara culpables de
lesa majestad
a los monederos falsos. ¿Pero no es esto confundir las cosas? Darle a otro delito el nombre de
lesa majestad
, ¿no es disminuir el horror del crimen de
lesa majestad
?

CAPÍTULO IX
Prosecución del mismo asunto

El emperador Alejandro, al decirle Paulino
que se preparaba a perseguir como culpable de lesa majestad a un juez que había sentenciado contra sus ordenanzas
, respondió:
En un siglo como el mío, no hay crimen indirecto de lesa majestad
.

Faustiniano le escribió al mismo emperador que, habiendo jurado por la vida del príncipe no perdonar nunca a su esclavo, se veía forzado a perpetuar su cólera para no hacerse culpable de
lesa majestad. Vanos terrores
, le contestó el emperador;
ya veo que no conocéis mis máximas
.

Un senado consulto ordenó que no incurría en la culpa de
lesa majestad
el que hubiera fundido estatuas del emperador que fuesen reprobadas. Los emperadores Severo y Antonino le escribieron a Porcio que no se persiguiera por
lesa majestad
a los que vendieran estatuas del emperador no consagradas. Los mismos emperadores advirtieron a Julio Casiano que no era crimen de
lesa majestad
arrojar una piedra sin querer a la estatua del emperador
[21]
. La
Ley Julia
pedía todas estas modificaciones, pues según ella eran culpables de
lesa majestad
los que fundían estatuas de los emperadores y aun todos los que hicieran algo parecido
[22]
, por lo cual la calificación del mencionado crimen era arbitraria.

Cuando hubo demasiados crímenes de
lesa majestad
, fue necesario distinguir entre ellos. Por eso el jurisconsulto Ulpiano, después de haber dicho que la acusación de
lesa majestad
no prescribía ni aun con la muerte del culpable, hubo de añadir que no hacía referencia a todos los crímenes de
lesa majestad
señalados en la
ley Julia
, sino solamente a los atentados directos contra la vida del emperador.

CAPÍTULO X
Continuación del mismo asunto

Una ley de Inglaterra y de la época de Enrique VIII, declaraba culpables de alta traición a cuantos predijeran la muerte del rey. Era una ley muy vaga. El despotismo es tan terrible que se vuelve hasta contra los mismos que lo ejercen. En la última enfermedad del rey, los médicos no se atrevieron a decir que estaba en peligro; y obraron, sin duda, en consecuencia
[23]
.

CAPÍTULO XI
De los pensamientos

Un Marsias soñó que degollaba a Dionisio
[24]
. Éste lo mandó matar diciendo que no habría soñado por la noche si no lo hubiera pensado en el día. Fue una acción tiránica, pues aunque hubiera pensado no había ejecutado
[25]
. Las leyes no deben castigar más que los hechos.

Other books

La Estrella de los Elfos by Margaret Weis, Tracy Hickman
The Girl in the Woods by Bell, David Jack
Return of the Viscount by Gayle Callen
Tower: A Novel by Bruen, Ken, Coleman, Reed Farrel
My Soul to Keep by Carolyn McCray
Mudlark by Sheila Simonson