El espíritu de las leyes (33 page)

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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

BOOK: El espíritu de las leyes
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Tal fue el destino de la gran ciudad, a la que crímenes nuevos le confirmaron la libertad que le habían dado crímenes antiguos. El atentado de Apio contra Virginia devolvió al pueblo aquel horror contra los tiranos que le había inspirado la desdicha de Lucrecia. Treinta y siete años después
[56]
del atentado infame de Papilio, un hecho semejante
[57]
hizo que el pueblo se retirara al monte Janículo
[58]
, y que la ley favorable a los deudores tomara nueva fuerza.

Desde aquel tiempo, más perseguidos fueron los acreedores por quebrantar las leyes dictadas contra la usura, que los deudores por no pagar sus deudas.

CAPÍTULO XXII
De las cosas que merman la libertad en la monarquía

La cosa más inútil para el príncipe ha mermado muchas veces la libertad en las monarquías: los delegados o comisarios que se nombran a menudo para juzgar a alguien.

Tan poca utilidad saca el príncipe de los comisarios, que no vale la pena que cambie el orden establecido para tan poca cosa. Es moralmente seguro que el príncipe tiene más espíritu de probidad y de justicia que sus comisarios, los cuales se creen siempre bastante justificados por las órdenes del príncipe o bien por interés del Estado, o por la elección que ha recaído en ellos o por sus temores mismos.

En tiempo de Enrique VIII, cuando se procesaba a un par del reino se le hacía juzgar por comisarios que pertenecían a la Cámara de los pares: con este método, se hizo morir a cuantos pares se quiso que desaparecieran.

CAPÍTULO XXIII
De los espías en la monarquía

¿Hacen falta espías en la monarquía? El servirse de ellos no es práctica ordinaria de los buenos príncipes. Cuando un hombre es fiel a la legalidad, ha satisfecho cuanto debe al príncipe. Lo menos que se le debe a él es que tenga su casa por asilo, y entera seguridad mientras no falte a las leyes. El espionaje, empero, podría ser tolerable, si fuera ejercido por gente honrada; pero la infamia necesaria de la persona puede hacer que se juzgue de la infamia de la cosa. Un príncipe debe conducirse con sus súbditos, no mostrando recelos, sino con candor, franqueza y confianza. El que tenga inquietudes, sospechas y temores, será un actor que desempeñe su papel con poca desenvoltura. Si ve que las leyes, en general, conservan su vigor y son respetadas, puede creerse bien seguro. El aspecto general le responde de la actitud de los particulares. Que no abrigue ningún miedo y puede creer que será amado. ¿Por qué no se le amaría? Él es la fuente de todos los beneficios; los males y los castigos se achacan a las leyes. No se presenta jamás sin un semblante sereno; hasta su gloria se nos comunica, su poder a todos nos sostiene. Prueba de que se le ama es la confianza que se pone en él; si un ministro nos niega lo que solicitamos, creemos que el monarca nos lo hubiera concedido. Aun en las grandes calamidades públicas, no se le atribuye la más pequeña culpabilidad, nadie le acusa. Laméntase, a lo más, que ignore lo que pasa, que esté engañado por gentes corrompidas.
¡Si el rey lo supiera!
exclama el pueblo. Estas palabras son una especie de invocación, un testimonio de la confianza que inspira.

CAPÍTULO XXIV
De las cartas anónimas

Los Tártaros están obligados a poner sus nombres en sus flechas para que se sepa quien las disparó. Filipo de Macedonia, herido por un dardo en el sitio de una fortaleza, pudo leer estas palabras escritas en el dardo que le hiriera:
Aster ha herido mortalmente a Filipo
[59]
. Si los que acusan a un hombre lo hicieran pensando en el bien público, no lo harían ante el príncipe, que puede ser fácilmente sorprendido o engañado, sino que presentarían su denuncia a los magistrados, conocedores de reglas formidables para los calumniadores. Los que no quieren dejar las leyes entre ellos y el acusado, prueban tener alguna razón para temerlas; y la menor pena que se les puede infligir, es no hacerles caso. Únicamente debe atendérseles cuando se trate de urgencias que no se presten a las lentitudes de la justicia ordinaria, o cuando se trate de la salud del príncipe. En estos casos puede creerse que el acusador no lo hace por su gusto, y que es la importancia de la cosa lo que ha movido su lengua. Pero en los demás casos, es mejor decir con el emperador Constantino:
No sospechemos del que no ha tenido un acusador, que no le faltaba un enemigo
[60]
.

CAPÍTULO XXV
De la manera de gobernar en la monarquía

La autoridad real es un gran resorte que debe moverse con regularidad y sin estrépito. Los Chinos celebran mucho a uno de sus emperadores, de quien dicen que gobernó como el cielo, es decir, dando ejemplo.

Hay casos en que el Poder debe actuar en toda su extensión; otros en que debe limitarse. Lo importante es conocer cuál sea la parte del poder, grande o pequeña, que debe emplearse en cada una de las diversas circunstancias.

En nuestras monarquías, toda la felicidad estriba en la opinión que el pueblo tenga de la blandura del gobierno. El ministro inhábil quiere advertiros y sin cesar os repite que sois esclavos. Aunque así fuera, lo acertado sería procurar que lo ignoraseis. No sabe deciros nada más, ni de palabra, ni por escrito, sino que el príncipe está enojado, que está muy sorprendido, que él os arreglará. Lo que facilita el mando es que el príncipe halague; que las leyes amenacen, y no el príncipe
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.

CAPÍTULO XXVI
En la monarquía, el príncipe debe ser accesible

Esto se sentirá mejor por los contrastes.

El zar Pedro I
, ha dicho Perry,
ha hecho una nueva ordenanza que prohíbe presentarle ninguna solicitud sino después de haberla presentado dos veces a sus oficiales. Si el solicitante es desatendido las dos veces, la tercera solicitud puede presentarse al zar; pero el que pida o reclame sin justificación, debe perder la vida. Y nadie desde entonces ha dirigido súplicas al zar
.

CAPÍTULO XXVII
De las costumbres del monarca

Las costumbres del príncipe contribuyen tanto a la libertad como las leyes; puede hacer con ellas, de los hombres, animales; de los animales, hombres. Si ama las almas libres, tendrá súbditos; si prefiere las almas serviles, tendrá siervos. Si quiere saber el difícil arte de reinar, que tenga a su lado el honor, la virtud, que llame junto a sí al mérito personal. Que no tema a esos rivales suyos llamados hombres de mérito y de talento: es igual a ellos, si los ama. Que les gane el corazón, pero no les aprisione el espíritu. Que se haga popular: debe lisonjearle el cariño del más ínfimo súbdito; todos sus súbditos son hombres. Es tan poco lo que pide el pueblo, que no debe rehusársele; se contenta con tan escasas consideraciones, que es justo concedérselas. Tan infinita es la distancia que media entre el monarca y el pueblo, que aquél no puede estorbar a éste. Que el soberano sea tan exorable al ruego como inexorable con la petición. Y no olvide que si los cortesanos celebran sus gracias, el pueblo aplaude sus justicias.

CAPÍTULO XXVIII
De las consideraciones que los monarcas deben a sus súbditos

Es menester que sean muy comedidos en las bromas. Éstas lisonjean cuando son discretas y moderadas, porque dan un medio de entrar en la familiaridad; pero cuando son picantes o rayan en la burla no están bien ni en el último de los vasallos, mucho menos en el príncipe, que tales chanzas hieren mortalmente.

Y menos debe hacérsele un insulto a ningún súbdito; la misión del monarca es perdonar o castigar, nunca insultar.

Cuando un monarca ofende con la palabra o el ademán a cualquiera de sus súbditos, le trata peor que a los suyos el déspota de los Turcos o el de los Moscovitas. Si éstos insultan a sus vasallos, no los deshonran aunque los humillen; en tanto que aquéllos los humillan y los deshonran.

Es tal el preconcepto de los Asiáticos nacidos y criados en el servilismo, que una afrenta inferida por su príncipe la consideran efecto de su bondad paternal, y nosotros, por nuestra manera de pensar, añadimos al dolor de la afrenta la desesperación de no poder lavarla.

Los monarcas deben alegrarse de tener por súbditos a hombres más amantes del honor que de la vida, sentimiento que es un motivo más de fidelidad y de valor.

Pueden recordarse las desgracias que les han ocurrido a varios príncipes cuando han sido bastante inconsiderados para injuriar a sus súbditos: la venganza del eunuco Narses, la del conde Don Julían y la de la duquesa de Montpensier; ofendida esta última por Enrique III, reveló alguno de sus defectos secretos y le amargó la vida.

CAPÍTULO XXIX
De las leyes civiles adecuadas para poner un poco de liberalismo en el gobierno despótico

Aunque por su propia índole, el gobierno despótico es igual en todas partes, puede haber circunstancias, costumbres, ejemplos, opiniones que en algo lo modifiquen, introduciendo en él diferencias muy considerables.

Es bueno que en él se admitan ciertas ideas. En China se tiene al príncipe por padre del pueblo. Y al fundarse el imperio de los Árabes, el príncipe era su predicador
[62]
.

Conviene que haya algún libro sagrado que sirva de regla para todos, que preste su autoridad al régimen político. Los Árabes tienen el Corán, los Persas tienen los libros de Zoroastro, los Indios los libros de Vedas, los Chinos sus libros clásicos. El código religioso, que suple al civil, da cierta fijeza a la arbitrariedad, le impone reglas al propio despotismo.

No es un mal, que en los casos dudosos, consulten los jueces a los ministros religiosos
[63]
. Así pasa en Turquía. Si el caso merece pena capital, puede ser conveniente que el juez o el gobernador oigan el parecer del sacerdote, aunque resuelva la autoridad política.

CAPÍTULO XXX
Continuación del mismo asunto

El furor despótico ha establecido que la culpa del padre recaiga en sus hijos y su mujer, que ya son bastante desventurados por su mala suerte sin ser culpables. Por otra parte, cuando uno pierde el favor del príncipe, bueno es que entre éste y el que ha caído en desgracia queden suplicantes que suavicen el enfado del primero, o aplaquen su justicia con sus explicaciones.

Es una buena costumbre de los Maldivos
[64]
la de que, al ser destituido o caer en desgracia algún señor, vaya todos los días a hacer la Corte al sultán hasta conseguir que le devuelva su gracia: con su presencia disipa más o menos pronto el desagrado del príncipe.

En algunos Estados despóticos, se piensa que hablarle al príncipe del que ha perdido su gracia es faltarle al respeto
[65]
. Parece que ciertos príncipes hacen todo lo posible por privarse de una gran virtud: de la clemencia.

Arcadio y Honorio, en la ley que he citado tantas veces, declaran que no atenderán a los que se atrevan a pedir el perdón de los culpables. Esta ley era muy mala, aun dentro del despotismo
[66]
.

La costumbre de Persia, que permite salir del reino a quien lo tenga a bien, es una buena costumbre; aunque la contraria se deriva del régimen despótico, en el cual se tiene por esclavos a los súbditos y por esclavos fugitivos a los que se ausentan, es una costumbre buena la de Persia, aun para el despotismo, ya que el temor a que se fuguen o se alejen los contribuyentes modera las persecuciones de los recaudadores.

LIBRO XIII
De las relaciones que la imposición de los tributos y la importancia de los rendimientos tienen con la libertad
CAPÍTULO I
De las rentas del Estado

Las rentas al Estado son una parte que da cada ciudadano de lo que posee para tener asegurada la otra, o para disfrutarla como le parezca.

Para fijar estas rentas se han de tener en cuenta las necesidades del Estado y las de los ciudadanos. Es preciso no exigirle al pueblo que sacrifique sus necesidades reales por necesidades imaginarias del Estado.

Son necesidades imaginarias las que crean las pasiones y debilidades de los que gobiernan, por afán de lucirse, por el encanto que tiene para ellos cualquier proyecto extraordinario, por su malsano deseo de vanagloria, por cierta impotencia de la voluntad contra la fantasía. A menudo se ve que los espíritus inquietos, gobernando, han creído necesidades del Estado las que eran necesidades de sus almas pequeñas.

No hay nada que los gobernantes deban calcular con más prudencia y más sabiduría que las contribuciones, esto es, la parte de sus bienes exigible a cada ciudadano y la que debe dejársele a cada uno.

Las rentas públicas no deben medirse por lo que el pueblo podría dar, sino por lo que debe dar; y si se miden por lo que puede dar, es necesario a lo menos que sea por lo que puede siempre.

CAPÍTULO II
Discurren mal los que dicen que los tributos grandes son buenos por ser grandes

Se ha visto en algunas monarquías, que ciertos países pequeños exentos de tributos, eran tan miserables como otros países colindantes agobiados por las exacciones. La principal razón es que el pequeño país, rodeado por los países vecinos, carecía de industria, de artes, de manufacturas, precisamente por hallarse enclavado en un Estado grande que tenía todo eso. El gran Estado en que están las artes y las industrias hace aranceles, tarifas, reglamentos en ventaja propia; el pequeño se arruina, forzosamente, por más que se reduzcan sus impuestos, y aunque se le exima de pagarlos.

Pero se ha deducido de la pobreza de algunos Estados chicos, no su incapacidad tributaria por la falta de industria, sino la necesidad de crearla recargando los impuestos. Más acertado sería la deducción contraria. La miseria de los países vecinos hace que acudan sus habitantes adonde hay industria, despoblándose aquéllos; pero si se aumentan los tributos, lejos de fomentarse la industria, se la menoscaba; el trabajo estará muy mal retribuído y los trabajadores, cansados de trabajar sin provecho, cifrarán su dicha en no hacer nada.

El efecto de las riquezas de un país es despertar la ambición en todos los pechos; el efecto de la pobreza es que engendra la desesperación. La primera la estimula el trabajo; la segunda la consuela la pereza.

La naturaleza es justa con los hombres: les recompensa; el trabajo los hace laboriosos, porque a mayores trabajos concede mayores recompensas. Pero si un poder arbitrario los despoja del premio que les ha dado la naturaleza, en lugar de sentirse estimulados al trabajo, se entregan a la inacción.

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