El espíritu de las leyes (13 page)

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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

BOOK: El espíritu de las leyes
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Aunque en la democracia es la igualdad el alma del Estado, no es fácil establecerla de una manera efectiva; ni convendría siempre establecerla con demasiado rigor. Bastará con establecer un censo
[9]
que fije las diferencias, y después se igualan, por decirlo así, las desigualdades por medio de leyes particulares de compensación, imponiendo mayores tributos a los ricos y aliviando las cargas de los pobres. Estas compensaciones pesarán sobre las fortunas modestas, pues las riquezas inmoderadas se resisten mirando como una injuria cualquier tributo o carga que se les imponga: les parece poco todo poder, todo honor y todo privilegio.

Las desigualdades en la democracia deben fundarse en la naturaleza misma de la democracia y en el principio de igualdad. Por ejemplo, de temer sería que los hombres obligados por necesidad a un continuo trabajo, se empobrecieran más en el desempeño de una magistratura; o que mostraran negligencia en sus funciones; o que simples artesanos se crecieran y enorgullecieran; o que los libertos, siendo numerosos, llegaran a ser tan influyentes como los antiguos ciudadanos. En estos casos, aun en la democracia habría que suprimir la igualdad entre los ciudadanos en bien de la misma democracia
[10]
. La igualdad suprimida no es más que una igualdad aparente, pues el hombre arruinado por una magistratura quedaría peor que antes y en condición inferior a todos sus convecinos; y el mismo hombre, si descuidaba sus deberes de funcionario por atender a sus obligaciones trabajando como siempre, si no a sí mismo, perjudicaría a sus conciudadanos poniéndolos en condición peor que la suya; y así todo.

CAPÍTULO VI
Las leyes deben mantener la frugalidad en la democracia

En una perfecta democracia, no es suficiente que las tierras se dividan en porciones iguales; es preciso además que esas porciones sean pequeñas, como entre los Romanos.
¡Dios no quiera
, les decía Curio a sus soldados,
que ningún ciudadano estime en poco el pedazo de tierra que es suficiente para alimentar a un hombre!
[11]
.

Como la igualdad de las fortunas contribuye a la frugalidad, la frugalidad mantiene la igualdad de las fortunas. Estas cosas, aunque diferentes, no pueden subsistir la una sin la otra; una y otra son causa y efecto; cuando falta una de ellas, pronto deja de existir la otra.

Es cierto, sin embargo, que cuando la democracia se funda en el comercio, pueden enriquecerse algunos particulares sin que las costumbres se corrompan. El espíritu comercial lleva consigo la sobriedad, la economía, el orden y la regla, por lo cual, mientras subsista ese espíritu, las riquezas no producen ningún mal efecto. Se produce el daño cuando el exceso de riqueza acaba al fin con el espíritu comercial; vienen entonces los desórdenes de la desigualdad que antes no se habían dejado ver.

Para que el espíritu comercial perdure, es necesario que comercie la mayoría de los ciudadanos; que ese espíritu sea el predominante, sin que reine otro ninguno; que lo favorezca la legislación; que las mismas leyes, dividiendo las fortunas a medida que el comercio va aumentándolas, ponga a los ciudadanos pobres en condiciones de poder trabajar ellos también y a los ciudadanos ricos en una medianía que les obligue a seguir trabajando para conservar o para adquirir.

En una República comercial, es buena ley aquella que da a todos los hijos igual participación en la herencia de los padres. Así resulta que, por grande que sea la fortuna hecha por el padre, siempre son todos sus hijos menos ricos que él y por consiguiente, inclinados a trabajar como él y a huir del lujo. No hablo aquí más que de las Repúblicas comerciales, pues para las que no lo sean tiene otros recursos el legislador.

Hubo en Grecia dos clases de Repúblicas: unas eran militares, como Lacedemonia; otras mercantiles, como Atenas. En las unas se quería que los ciudadanos estuvieran ociosos; en las otras se fomentaba el amor al trabajo. Solón tenía por crimen la ociosidad y quería que cada ciudadano diera cuenta de su manera de ganar la vida. En efecto, en una buena democracia, en la que no debe gastarse más que lo preciso, cada uno debe tenerlo, pues no teniéndolo, ¿de quién lo recibiría?

CAPÍTULO VII
Otros medios de favorecer el principio de la democracia

No en todas las democracias puede hacerse por igual un reparto de las tierras. Hay circunstancias en que semejante arreglo sería impracticable, peligroso y aun incompatible con la constitución. No siempre se está obligado a llegar a los extremos. Si se ve que no conviene un reparto, se recurre a otros medios para conservar las costumbres democráticas.

Si se establece una corporación permanente, un senado que dé la norma de las costumbres y al que den entrada la virtud, la edad o los servicios, los senadores, imagen de los dioses para el pueblo que los mira, inspirarán sentimientos que llegarán al seno de todas las familias.

El senado se identificará con las instituciones antiguas, con las viejas tradiciones, lo que es indispensable para que entre el pueblo y sus magistrados reine la armonía.

En lo que respecta a las costumbres, se gana conservando las antiguas. Como los pueblos corrompidos rara vez han hecho grandes cosas; ni han organizado sociedades, ni han fundado ciudades, ni han dado leyes; y como los de costumbres austeras y sencillas han hecho todo eso, recordarles a los hombres las máximas antiguas es ordinariamente volverlos a la virtud.

Además, si ha habido alguna revolución y se ha cambiado la forma del Estado, no se habrá hecho sin trabajos y esfuerzos infinitos, pocas veces en la ociosidad y las malas costumbres. Los mismos que hicieron la revolución querían hacerla grata, y esto no podían lograrlo sino con buenas leyes. Las instituciones antiguas son generalmente corregidas, retocadas; las nuevas son abusivas. Un gobierno duradero lleva al mal por una pendiente casi insensible y no se torna al bien sin un esfuerzo.

Se ha dudado si los senadores que decimos deben ser vitalicios o elegidos por un tiempo dado. Seguramente es mejor que sean vitalicios, como en Roma, en Lacedemonia y aun en Atenas
[12]
. Adviértase que en Atenas se daba el nombre de
Senado
a una Junta que se cambiaba cada tres meses, pero existía el
Areópago
, compuesto de ciudadanos designados para toda su vida y tenidos por modelos perpetuos.

Máxima general: en un Senado elegido para servir de ejemplo, para ser depósito y dechado de morigeración, los senadores deben de ser vitalicios; en un Senado que sea más bien un cuerpo consultivo, los senadores pueden relevarse.

El espíritu, dijo Aristóteles, se gasta como el cuerpo. Esta reflexión es buena para aplicarla a un magistrado único, pero no es aplicable a una asamblea de senadores.

Además del
Areópago
, había en Atenas guardianes de las costumbres y guardianes de las leyes
[13]
. En Lacedemonia, eran censores todos los ancianos. En Roma, había dos magistrados censores. Como el Senado fiscaliza al pueblo, es justo que el pueblo por medio de sus censores restablezcan en la República todo lo que haya decaído; que reprendan la tibieza, juzguen las negligencias, corrijan las faltas, como las leyes castigan todos los crímenes.

La ley romana según la cual debía ser pública la acusación de adulterio, era admirable para mantener la pureza de costumbres: intimidaba a las mujeres; intimidaba también a los que debían vigilarlas.

Nada mantiene más las costumbres que una extremada subordinación de los mozos a los viejos. Unos y otros se contendrán: los mozos por el respeto a los ancianos, éstos por el respeto a sí mismos.

Nada mejor para dar fuerza a las leyes que la extremada subordinación de todos los ciudadanos a los magistrados.
La gran diferencia que ha puesto Licurgo entre Lacedemonia y las demás ciudades
, dice Jenofonte
[14]
,
consiste sobre todo en que ha hecho a los ciudadanos obedientes a las leyes; cuando los cita el magistrado, todos acuden, lo que no ocurre en Atenas, donde un hombre rico se avergonzaría de que se le creyera dependiente de un magistrado
.

La autoridad paterna es también muy útil para mantener la disciplina social. Ya hemos dicho que en la República no hay una fuerza tan reprimente como en los otros gobiernos; por lo que es indispensable suplirla: así lo hace la autoridad paterna.

En Roma, los padres tenían derecho de vida y muerte respecto a sus hijos. En Lacedemonia, todo padre tenía derecho a castigar a sus hijos y a los ajenos.

El poder del padre se perdió en Roma al perderse la República. En las monarquías, en las que ni es posible ni hace falta una extremada pureza de costumbres, se quiere que viva cada uno bajo el poder único de los magistrados.

Las leyes de Roma, que habían acostumbrado a los jóvenes a la dependencia, alargaron la minoridad. Quizá hayamos hecho mal en traer eso a nuestra legislación: en una monarquía, tanta sujeción no es necesaria.

CAPÍTULO VIII
Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierno en la aristocracia

Si en la aristocracia el pueblo fuere virtuoso, gozaríase de igual felicidad, aproximadamente, que en el gobierno popular, y el Estado se fortalecería. Pero como es difícil que haya virtudes donde las fortunas de los hombres son tan desiguales, es necesario que las leyes tiendan en lo posible a dárselas, inculcando un espíritu de moderación y procurando restablecer la igualdad que la constitución del Estado ha suprimido necesariamente.

El espíritu de moderación es lo que se llama virtud en la aristocracia; corresponde en ella a lo que es en la democracia espíritu de igualdad.

Si el fausto y el esplendor que circundan a los reyes contribuyen tanto a su poder, la modestia y sencillez de modales aumentan el prestigio de los nobles. Cuando éstos no presumen, no alardean de ninguna distinción, cuando se confunden con el pueblo y visten como él, cuando toman parte en las mismas diversiones, el pueblo olvida su inferioridad.

Cada forma de gobierno tiene su naturaleza especial y su principio. No conviene que una aristocracia tome el principio y la naturaleza de la monarquía, lo que sucedería si los nobles tuvieran prerrogativas personales y particulares distintas de las correspondientes a su corporación. Los privilegios deben ser para el Senado y el simple respeto para los senadores.

Dos son las principales causas de desórdenes en los Estados aristocráticos: la excesiva desigualdad entre los que gobiernan y los gobernados; la misma desigualdad entre los diversos miembros del cuerpo gobernante. De estas dos desigualdades resultan celos y envidias que las leyes deben precaver o cortar.

La primera desigualdad se ve cuando los privilegios de los grandes solamente son honrosos por ser humillantes para el pueblo. Tal era en Roma la ley que prohibía a los nobles unirse en matrimonio con los plebeyos: lo que no producía otro efecto que, por un lado, ensoberbecer a los patricios, y por otro lado hacerlos más odiosos. Hay que ver las ventajas que sacaron de eso los tribunos en sus arengas.

Con la misma desigualdad se tropieza cuando son diferentes las condiciones de los ciudadanos en materia de subsidios, lo que sucede de cuatro maneras diferentes: cuando los nobles se arrogan el privilegio de no pagarlos; cuando cometen fraudes con el mismo objeto; cuando se quedan con los subsidios so pretexto de retribución o de honorarios por los empleos que ejercen; por último, cuando hacen al pueblo tributario y se reparten ellos, los impuestos. Este último caso es raro; en semejante caso, una aristocracia es la más dura de las formas de gobierno.

Mientras Roma se inclinó a la aristocracia, logró evitar muy bien estos inconvenientes. Los magistrados, por serlo, no cobraban sueldo alguno; los notables de la República pagaban lo mismo que todos los demás, y algunas veces pagaban ellos solos; por último, lejos de aprovecharse los patricios de las rentas del Estado, lo que hacían era distribuir sus riquezas entre el pueblo para hacerse perdonar sus títulos y honores
[15]
.

Es una máxima fundamental que las distribuciones hechas al pueblo son de tan perniciosas consecuencias en la democracia como buenas y útiles en el régimen aristocrático. En la democracia hacen perder el espíritu de ciudadanía; en los otros regímenes lo infunden.

Si no se distribuyen las rentas al pueblo, hay que hacerle ver, a lo menos, que son bien administradas; hacérselo ver es, en cierto modo, hacerle gozar de ellas. La cadena de oro que se tendía en Venecia, las riquezas que los triunfos hacían entrar en Roma, los tesoros que se guardaban en el templo de Saturno, eran riquezas del pueblo.

Esencial es sobre todo que, en la aristocracia, no levanten los nobles los tributos. En Roma no se mezclaba en eso la primera orden del Estado; se quedaba para la segunda, y aun esto produjo al fin inconvenientes graves. En una aristocracia en la que los nobles entendieran en la imposición y percepción de tributos, los particulares quedarían a la merced de la gente de negocios; no habría un tribunal superior que los tuviera a raya. Los encargados de corregir abusos preferirían gozar de los abusos. Los nobles serían o llegarían a ser como los príncipes de los Estados despóticos, que confiscan los bienes de quien les da la gana.

Se acostumbrarían muy pronto a considerar los provechos obtenidos como patrimonio propio, y la codicia les haría extenderlos; acabarían con las rentas públicas. He aquí por qué algunos Estados, sin haber pasado por ningún desastre que se sepa, caen en la inopia con gran sorpresa de propios y de extraños.

Es necesario que las leyes les prohíban comerciar; unos personajes tan visibles y de tanto crédito adquirirían todo género de monopolios. El comercio ha de ejercerse entre iguales; y entre los Estados despóticos, los más pobres son aquellos en que el príncipe se hace comerciante.

Las leyes de Venecia
[16]
prohíben el comercio a los nobles, que dada su influencia, adquirirían riquezas exorbitantes.

Es preciso que las leyes dicten los medios más eficaces para que los nobles hagan justicia al pueblo. Si las leyes no establecen un tribuno, que lo sean ellas mismas.

Toda suerte de asilo contra la ejecución de las leyes es la ruina de la aristocracia; donde hay excepciones está muy cerca la tiranía.

Las leyes deben mortificar, en todos los tiempos, el orgullo de la dominación. Es preciso que haya, temporal o permanente, un magistrado que haga temblar los nobles, como los
éforos
en Lacedemonia y los inquisidores del Estado en Venecia, magistraturas irresponsables y no sujetas a formalidad ninguna. El gobierno de que hablamos tiene necesidad de resortes muy violentos. En Venecia hay para los delatores una boca de piedra
[17]
: diréis que es la de la tiranía.

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