El enigma de Ana (5 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—Querido Enrique, qué casualidad. Esta tarde iba a acudir a tu despacho. Necesito hablar contigo. —Al darse cuenta de su descortesía, Donnes buscó la mirada de Ana—. Perdón, señorita Sandoval. Es un placer como siempre volver a verla. A sus pies. —Ella le tendió una mano que el joven acercó a su cara con auténtica reverencia. Y siguió dirigiéndose a Enrique—. Si tienes un hueco, esta tarde pasaría por tu despacho. Es por el tema Dreyfus. Ya sabes que lo han degradado y condenado a cadena perpetua. ¿Recuerdas que hace un tiempo te comenté que un familiar suyo vive aquí en Madrid y trata de convencerme de la inocencia de su pariente? Pues quiere que le ayude a hacer algo para demostrarlo. La verdad es que es un asunto interesantísimo sobre el que me gustaría conocer tu opinión. De hecho, son muchos los franceses que no se creen las acusaciones contra Dreyfus.

Enrique, o más bien su padre, tenía uno de los bufetes de mayor prestigio de Madrid y era lógico que este buen amigo quisiera conocer su opinión al respecto.

—Me interesa muchísimo la polémica que se ha organizado en torno a ese caso —le contestó Enrique—. Si te acercas esta tarde al despacho, podremos charlar con tranquilidad. Además, le pediremos a mi padre que nos acompañe.

—Estupendo. Qué suerte he tenido al encontrarte ahora en el restaurante. Buenas tardes, señorita.

—Buenas tardes —respondió Ana.

El caso Dreyfus había conmovido a la opinión pública: el capitán francés de origen judío Alfred Dreyfus, destinado en el Estado Mayor del Ejército, Ministerio de la Guerra, había sido acusado de entregar documentos secretos a los alemanes. Un tribunal militar lo condenó a cadena perpetua en la isla del Diablo, situada frente a las costas de la Guayana francesa, tras considerarlo culpable de alta traición, pero ni la familia Dreyfus ni un sector de la población aceptaron nunca la condena por considerar falsas las acusaciones. Y desde el mismo momento en que Dreyfus fue trasladado a la prisión, comenzaron sus reivindicaciones para intentar descubrir la falsedad de todos los cargos de los que se le había acusado.

—¿De qué lado te inclinas tú? —preguntó Ana a Enrique mientras esperaban en el coche—. ¿Consideras a Dreyfus culpable o crees que es todo un montaje para desprestigiarlo, especialmente por ser judío?

No es que Ana estuviera muy al tanto de las noticias de actualidad, pero de este tema le había hablado su tía Elvira, que era una gran defensora y admiradora de la etnia judía.

—La verdad es que no tengo elementos de juicio para hacer una valoración seria. Aunque en principio creo que un tribunal militar es garantía suficiente para pensar que si han tomado esa decisión, sus motivos tendrían.

Verdaderamente resultaba muy difícil poder opinar. Y sin duda, lo lógico era inclinarse del lado de la postura mantenida por la justicia que había estudiado el caso. Aunque el empeño que ponían la familia y los conocidos cercanos del inculpado en demostrar su inocencia equilibraba la balanza: no se limitaban estos a unas meras declaraciones, sino que intentaban seguir investigando para llegar al fondo del asunto. Nadie podría imaginar en aquellos momentos el rumbo que tomaría este tema después de unos cuatro o cinco años.

Enrique tomó una de las manos de Ana y le suplicó.

—Querida, hablemos de nosotros, prométeme que seguiremos haciendo durante este año la misma vida de siempre y que irás conmigo, como habíamos planeado, al cóctel en casa de tu tía Elvira.

—Por supuesto que iré contigo —afirmó ella sonriendo—, aunque no debes hacerte excesivas ilusiones.

Durante el trayecto a casa hablaron poco. Ana se sentía muy bien con la cabeza reclinada sobre el hombro de Enrique: le gustaba su perfume, varonil y sugerente. Llevaban dos años saliendo juntos y él rayaba la perfección. Jamás le había dado pie para iniciar una pelea… Claro que la suya no era una relación seria de pareja, porque aunque Ana le apreciaba, nunca había estado segura de que aquel sentimiento llegara un día a convertirse en amor. Ahora tenía la certeza de que en su relación con Enrique faltaba, además de ese sentimiento, la confianza. En el silencio del coche, la joven siguió dándole vueltas a los misterios que la rodeaban desde su estancia en Biarritz, pero ni una palabra al respecto salió de sus labios.

III

E
l aspecto del salón principal de la casa de Elvira era soberbio. A pesar de que oficialmente estaba de luto por la muerte de su hermano, había querido mantener el tradicional encuentro con sus conocidos y amigos. Organizaba tres fiestas anuales. Esta de ahora era la destinada a darle la bienvenida al nuevo año. La segunda —en opinión de la organizadora— no perseguía más que un objetivo: abandonarse en manos de la primavera, y para la ocasión era preceptivo llevar atuendos relacionados con esta estación. La tercera solía ser a la vuelta de las vacaciones de verano y tenía carácter benéfico: normalmente se sorteaba un cuadro de su amigo Juan —que era un afamado pintor— y lo recaudado se destinaba a obras de caridad.

En esa ocasión, la muerte de Pablo había empujado a Elvira a buscar un tono más austero: si no una fiesta, se podría hablar de un cóctel, ya que se había suprimido la música, el baile y otras manifestaciones lúdicas, limitándose a reunir a un grupo de amigos a los que ni siquiera se les había exigido vestir de etiqueta. Aun así, la mayoría de las señoras aparecían hermosísimas con sus elegantes vestidos y joyas espectaculares.

Mientras observaba el atuendo de sus invitadas, Elvira pensó que cualquiera que las hubiese visto entrar en su casa creería que iban a asistir a una fiesta de renombre y se preguntó si había hecho bien en seguir adelante con la tradicional reunión de inicio de año. No le importaba lo que dijeran de sus costumbres, pero le disgustaba la sospecha de que alguno de los no invitados comentaría antes o después lo inapropiado de no guardar un luto estricto tras la muerte de su hermano. A Elvira le hubiera gustado vivir en otra sociedad más auténtica que la suya. Estaba harta de tanta hipocresía. Pero era una cobarde y no se había atrevido a dejar de lado la mayoría de las imposiciones establecidas como buenas y correctas. Algunas veces, como ahora, se permitía romper algún que otro molde; era una forma de sentirse viva.

La tía de Ana era la anfitriona perfecta, en eso estaban de acuerdo quienes algún día tuvieron la suerte de ser invitados a su casa. Aquella noche ya habían llegado todos. Solía enviar unas noventa invitaciones, contando con que al final asistirían en torno a sesenta personas porque siempre surgían contratiempos. En esta ocasión, el número de ausencias era inferior y alrededor de setenta invitados llenaban los distintos salones.

Cualquier tipo de velada organizada por Elvira resultaba interesante, sobre todo por la variedad de asistentes, aunque siempre sucedía lo mismo: en la primera media hora se mezclaban todos, pero según iban pasando los minutos, los hombres formaban sus corrillos y lo mismo hacían las mujeres. Solo el grupo de amigos íntimos de Elvira permanecían mezclados entre ellos —tres hombres y cuatro mujeres—. No era inusual que según avanzase la velada los ojos del resto se fuesen volviendo hacia este pequeño círculo, atrapados en lo extraño de su comportamiento.

Elvira se sorprendió al ver que Ana se encontraba con ellos y escuchaba muy atenta lo que decía un conocido catedrático de Historia a su amigo Juan.

—La pena es que en esas declaraciones, de las que se hace eco Morayta en su reciente
Historia de España,
el tal Ramón Martínez Pedregosa no desvele quiénes les pagaron para irse al extranjero después de participar, como asegura, en el asesinato del general Prim.

—Lo extraño es que ese Pedregosa falleciera de muerte natural. Lo más probable es que no tuviese nada que ver con el asesinato —dijo Juan.

—Es probable. Lo cierto es que nunca sabremos la verdad —concluyó el catedrático con cierta resignación.

—Quién sabe, es posible que alguno de los que intervinieron en el asesinato se atreva a desvelar la verdad y así conozcamos la identidad de quienes les encargaron el crimen.

Era Juan quien había manifestado esta opinión.

—No lo harán. —Elvira no salía de su asombro al escuchar a su sobrina, que muy seria intervenía ahora en la conversación—. Es imposible porque los han ido matando a todos. A los que de verdad podían hablar, ya se ocuparon de silenciarlos.

Pero ¿qué sabía Ana de todo aquello? «Tal vez ha leído algún libro sobre el asesinato del general Prim —se dijo Elvira—, aunque no imaginaba a mi sobrina interesada por estos temas».

El profesor tomó la palabra.

—Querida señorita, no lamento en absoluto la muerte de toda esa gentuza que en realidad no eran más que asesinos a sueldo.

—Seguro que tiene usted razón, profesor —replicó Ana—, pero los verdaderos culpables, los que lo organizaron todo, los que decidieron acabar con la vida de Prim, siguieron disfrutando aquí de la misma situación de poder sin que nadie les pidiera cuentas de lo que habían hecho.

—Nunca se encontraron pruebas para confirmar eso que usted apunta —matizó el profesor.

—¿No se encontraron o no se buscaron? —interpeló ella, que aparecía totalmente acalorada, como fuera de sí, para añadir acto seguido—: ¿No recuerda lo que la viuda del general asesinado le dijo al rey Amadeo de Saboya?

Elvira observó la copa de su sobrina; estaba medio vacía, pero comprobó con alivio que bebía limonada. Después se giró hacia su amigo Juan, interrogándole con la mirada y pidiéndole ayuda para que diese por terminada aquella conversación. Necesitaba averiguar qué le estaba sucediendo a Ana. Él, tan receptivo como siempre, captó en el acto el mensaje de su amiga y dijo desenfadadamente:

—Perdón, profesor, ¿qué le parece si suspendemos de momento esta charla? Sé que Elvira está deseando mostrarnos su última adquisición, ¿no es así, querida? —le preguntó mientras tomaba una de sus manos.

Elvira, que se había incorporado al grupo, asintió con una sonrisa.

—Me da un poco de apuro, aunque la verdad es que me apetece mucho que lo veáis.
Os
aseguro que es la mejor obra que ha salido de las manos de Juan.

Antes de que ninguno de los amigos de Elvira dijera nada, fue el profesor quien intervino.

—Querido Juan, no sabía que fueras tan presumido. Vayamos a ver tu obra de arte. Tiempo tendremos para seguir charlando.

Entre risas, se disponían a abandonar el salón cuando Elvira se fijó en su sobrina, que permanecía sentada ajena a todo.

—Ana, ¿no te apetece verlo?

—¿Qué es lo que tengo que ver? —respondió ella un tanto sorprendida.

—No me digas que no has escuchado la propuesta que acaba de haceros Juan para ir a ver el cuadro que me ha regalado.

—Pues la verdad es que no.

—¡Pero si estabas aquí! Si discutías acaloradamente con el profesor sobre los asesinos de Prim —argumentó Elvira un poco enfadada.

—¿Yo? Imposible —replicó Ana—. Sabes que a mí la política… Seguro que te has confundido.

—No, eras tú, y parecías de lo más enterada.

—Que no, tía, créeme —insistió ella—. No he participado en ninguna conversación. La verdad es que no sé ni de lo que hablaban. Estoy bastante cansada, ¿en qué salón estará Enrique?

Ana parecía sincera, pero Elvira habría jurado que la había oído… Tenía que estar mintiendo. Aunque era cierto que su sobrina se había expresado de una forma poco habitual en ella, como si fuera otra persona. «Algo extraño le está sucediendo», pensó, y preocupada le propuso que se quedara aquella noche con ella para que pudiesen hablar con calma y sin que nadie las molestase.

—Ahora voy a buscar a Enrique. Tengo que decirle algo. Avisaré a mamá y me quedaré contigo. Creo que podrás aclararme muchas cosas que, según tú, me han sucedido esta tarde —dijo Ana, irónica, mientras abandonaba el salón.

Era consciente de que no tenía que haber acudido a casa de su tía. No se encontraba bien;
no
es que estuviese enferma, era su cabeza la que no conseguía centrarse. Tendría que hacer algo, no podía permanecer más tiempo dándole vueltas a lo que le había pasado en Biarritz, a las hojas pintadas en su libreta, al texto en la partitura de los Caprichos… Al principio había creído poder dominarlo porque confiaba en que fuera su inconsciente, pero aquel texto en la carpeta de las partituras constituía la prueba de que sus extrañas experiencias respondían a alguna fuerza que precisamente la había empujado hacia ellas. Ana se desesperaba al no ser capaz de llegar a ninguna conclusión.

Dos días después de toparse con las anotaciones en los Caprichos, volvió a la biblioteca y utilizando la excusa de que había perdido una tarjeta con unos apuntes importantes, le rogó a la señorita Belmonte que le permitiera ver otra vez las partituras por si se hubiese quedado en la carpeta.

Disimulando a duras penas el nerviosismo, la había abierto con la esperanza de no encontrar el mensaje; deseaba que el texto hubiera desaparecido, bien porque el destinatario lo borrara o porque todo hubiese sido fruto de su imaginación. Ana prefería creer que sufría ciertas alucinaciones antes que ser consciente de que algo extraño le estaba sucediendo.

Pronto se desvaneció su ilusión; allí seguía el texto.

Sin dudarlo ni un segundo, se dirigió a la copista.

—Señorita Belmonte, ya he terminado. Desgraciadamente, la tarjeta no está, pero mire —dijo mientras le acercaba la carpeta de las partituras—, fíjese, aquí hay algo escrito y lo cierto es que el pasado día ni me di cuenta.

—Déjeme ver —pidió la copista mientras tomaba las partituras en sus manos. Después de leer el texto y mirarlo con detenimiento, afirmó muy convencida—: Estoy segura de que es una broma, un juego que no ha encontrado el eco deseado. No tiene ninguna importancia. Ahora mismo voy a borrarlo —añadió resuelta.

—Por favor, no lo haga —le suplicó Ana—. ¿Y si no es un juego?

—Sea lo que sea, una partitura no es lugar para enviar mensajes —concluyó la señorita Belmonte a la vez que borraba enérgicamente aquellas líneas.

Una profunda desazón invadió el espíritu de Ana, que salió de la biblioteca con paso inseguro. Era tal el desgarro interior que sentía que tuvo que buscar asiento y permanecer durante unos minutos con la cabeza reclinada entre las manos mientras las lágrimas resbalaban mansamente por sus mejillas.

Desde ese momento, Ana fue consciente de que lo que le estaba sucediendo se escapaba a su control. Se dijo que tal vez se estaba volviendo loca, pero tenía un testigo de que el texto de las partituras no era ningún invento. Lo cierto era que desde hacía unos días notaba que en algunos momentos se quedaba como ausente —lo mismo que, según su tía, le había sucedido hacía unos segundos—. ¿Era posible que ella hubiese opinado del asesinato de Prim? No podía seguir así, tenía que contárselo a alguien.

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