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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (47 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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El obispo examina sus manos arrugadas, que en algunas partes son completamente transparentes.

—En eso tienes razón: cuanto más arriba trepa el mono, mejor se le ve el trasero.

—¿Ha venido sólo por visitarme,
signore
?

—Por ti y sólo por ti. El viaje ha sido fatigoso, el terreno no está hecho para gente de mi edad; pero ha merecido la pena.

—Qué honor. ¿De qué vamos a hablar?

Agostino se inclina hacia delante y baja la voz:

—Lacrima del diavolo
. Cuántos rodeos por una fábula árabe. Cuántos crímenes.

—Si el señor obispo lo dice, será verdad.

—No te quites importancia. Ya hemos hablado antes de esa vieja receta.

—Ah, la conozco bien. La logré en Damasco cuando era joven. Si era buena o mala, lo ignoro.

—Te la sabes con puntos y comas.

—Hasta en sueños,
signore
. Pero con eso ocurre como con la sopa de setas: si no hay setas, no hay sopa.

—¿Quieres decir que te falta algo?

Giuseppe no respondió, y desvió la mirada.

—Me asombra que el señor al cual sirves no te diera nunca la última pizca legendaria.
Pugillus
, o tanto como se puede coger con tres dedos.

Giuseppe se recostó.

—Me dio más que eso, padre.

—¿De verdad?

—Mucho más. Infinitamente más.

—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Tan cerca de la muerte?

—¿Estoy más cerca de la muerte de lo que estuvo Jesús en la cruz?

La expresión de Agostino se transformó; una sombra se desplazó por sus rasgos flacos y dejó el rostro desnudo y vulnerable.

—Tal vez haya tenido demasiadas esperanzas —murmuró—. Al fin y al cabo, no eres más que un mercachifle, un lacayo y un hereje. Tus palabras no seducen a nadie, tus juegos de manos son tan triviales como los que se ven en la plaza del mercado. Si el obispo de Lucca deseara ver a un hipnotizador de moscas, se formaría una cola desde Lucca hasta Bolonia, y no quedaría un solo insecto vivo. ¿Es verdaderamente lo único que te enseñó Satanás? Giuseppe Pagamino, entonces deberían devolverte el dinero dado a cambio.

—Tome la jarra, padre.

—¿Para qué?

—Tómela y sírvase un vaso. Creo que se alegrará de encontrar lo que perdió una vez.

Agostino cogió la jarra. La boca sonreía, pero la mano temblaba cuando vertió el agua en el vaso; aunque aquello no fue nada comparado con la punzada de espanto que lo siguió. Apretó la espalda contra la pared, inspirando pequeñas bocanadas iracundas, mientras miraba la joya que había en el fondo del vaso.

—Cójala —dijo Giuseppe—, porque es suya.

—¿Cómo es posible? —La cadena resbaló entre los dedos del obispo, mientras del dorso de las manos caían pequeñas gotas de agua—. Vas a morir, Pagamino —siseó—, porque esto es obra de Satán.

—No puedo morir,
signore
, porque ya existía cuando el mundo era negro como los niños nonatos de los moros, y también estaba cuando Ricardo Corazón de León luchó contra el gran Saladino, pues fui el correo de la joya, quien la transportó a El Cairo, donde volvió a cambiar de manos para, finalmente, terminar en el tobillo de una meretriz. Después me dediqué a hipnotizar moscas. Es un arte del que no hay que hablar mal, Excelencia.

—Eres Belcebú, que en hebreo significa precisamente «señor de las moscas». Aparta de mí, Satanás. Llévate tu repugnante joya. Morirás con ella. —Los ojos de Agostino se agrandaron, su boca se abrió. Sacó de su hábito una daga larga y estrecha—. Sólo yo, obispo de Lucca y próximo obispo de Roma, puedo poner fin a tu vida miserable. Sólo yo tengo la fuerza necesaria. Ya se ha empezado a escribir sobre esa hazaña. La tinta no se habrá secado aún cuando te hayas desangrado. Viajaremos juntos por mil bóvedas de iglesia, yo con la cruz, tú con tus pezuñas, porque así ha sido siempre.

Giuseppe se pegó a la pared.

—Sé que te falta valor, Agostino, porque tu Dios hace tiempo que te abandonó.

—Mi Dios dirige mi brazo. Mi Dios blande el cuchillo que anhela tu sangre.

—¡Iremos juntos al infierno! —gritó Giuseppe, y se quedó mirando a un cirio volcado en el suelo.

A la llamita que se convirtió en llamas.

Y al fuego que había empezado a lamer la madera seca.

La mano de Agostino estaba blanca de aferrar el mango.

—Satán —dijo entre dientes—, recibe a tu discípulo, que va a llegar ahora.

Pero Giuseppe sólo veía el fuego que había prendido en el hábito del obispo.

El olor inconfundible a humo puso sobre aviso a Agostino.

Giró sobre sí y se quedó un instante como petrificado. Las rojas lenguas de fuego habían llegado al alero, trepaban como sanguijuelas entre planchas y listones, llevándose por delante paja y maromas, transformando el manto del obispo en una antorcha viviente.

Giuseppe extendió la mano hacia la jarra, que vació sobre la cama, mientras miraba al hombre que tenía delante. El obispo estaba totalmente iluminado, el pelo se le había consumido, sus cejas ardían, su piel se arrugaba, los labios desaparecían y de la boca salía una lengua de reptil.

Por fin el cuerpo se desplomó bajo un cráneo negro como el carbón con una sonrisa de plata.

Giuseppe se vuelve en el camastro. Le duele todo el cuerpo, pero sobre todo la espalda; tiene heridas en brazos y piernas, y el olor a carne quemada le escuece en la nariz y le da náuseas. No sabe cuánto tiempo lleva en la habitación que hay sobre la taberna del albergue. Una de dos: o el tiempo se ha detenido o ha dormido mucho tiempo. Sea como sea, sigue siendo el atardecer. No recuerda cómo ha llegado ahí arriba, tampoco qué sucedió después de que se desplomara el cobertizo y cayera rodando sobre la hierba. Pero parecía haber ocurrido mucho antes. Lo único que le queda es el dolor.

Abren una puerta. Giuseppe mira al hombre de negro que entra en la habitación con el mismo sigilo con que una sombra alcanza la pared.

No lo reconoce enseguida, porque siempre lo ha visto de uniforme. Ahora va vestido de civil, aunque de todos modos se le nota la profesión.

Tiziano abre los postigos.

—Volvemos a encontrarnos, Alberto el Venerable.

Giuseppe se encoge de hombros y examina al nuevo verdugo de Lucca. En otro tiempo tuvo un aire melancólico. Ya no. Los rasgos de la cara son naturalmente los mismos, pero cuando desapareció el velo del dolor, desapareció también la belleza de Tiziano. Ahora está esculpido en piedra y mármol.

Giuseppe mira de reojo a la ventana, donde el día se convierte en sombra.

—O sea que es el nuevo Del Sarto.

—Y he venido a terminar el trabajo de mi antecesor.

Giuseppe se da la vuelta.

—¿Va a matar a un hombre que está medio achicharrado?

—¿Existe crimen mayor que el que acabas de cometer?

Giuseppe entorna los ojos.

—Las alabanzas exageradas me alteran la mente, capitán. Pero usted puede hacer algo, algo que pocos pueden, porque conoce el arte de odiar. Ahora lo veo. El odio sigue la pista del dolor.

Tiziano toma el último grano de uva.

—Estará envenenado —dice—, pues no se lo ha comido.

—Estoy lleno —replica Giuseppe—. Démelo, se lo demostraré.

El verdugo lo lanza por la ventana.

—Va a morir un pájaro cantor —suspira Giuseppe.

Tiziano no responde y llama a dos centinelas, que atan a Giuseppe de pies y manos. Mientras tanto, cierra los postigos y enciende una vela. Después dobla su manto, lo deja encima de la silla y pide que le acerquen una jofaina.

Cuando la ponen encima de la mesa, se vuelve hacia Giuseppe. Ahora están solos. Sobre la mesa hay dos piedras: una plana y una redonda. Han sido elegidas cuidadosamente, son las herramientas del verdugo. Junto a ellas, unas tiras de tela que tienen el mismo objetivo programado.

—Damasco —susurra Giuseppe—. No habrá ido hasta Damasco por esas tiras de tela, ¿verdad? Hay que pensarlo dos veces antes de salir a la calle con unas tiras de tela, porque aquí hay un boticario que sabe algo más que el rosario. Las tiras de tela deberían haberme puesto sobre aviso. Cada vendaje oculta una herida. Sólo voy a decir una cosa: yo no he matado a Agostino.

—Tú sólo has matado al próximo Papa de Roma. Tu nombre estará asociado para siempre a ese crimen.

—Mi nombre quedará escrito con agua tibia. Si el obispo ha muerto en la hoguera, ha sido porque lo merecía.

Tiziano no responde; toma una tira y amordaza a Giuseppe, hace un nudo prieto, le sube la camisa, deja su sexo al descubierto y coloca la piedra plana bajo sus testículos.

Lo dispone todo según las normas, porque ha ido a la escuela de Del Sarto y en esa institución se siguen las normas.

—Pagamino —dice con voz formal—, ¿confiesas que estás confabulado con el Príncipe de las Tinieblas?

Giuseppe suspira, pero vacila un momento, se queda mirando al techo y gira la cabeza, seguro de tener finalmente la atención de Dios. Piensa que no es una pregunta que pueda hacerse a un hombre que sólo puede responder con un movimiento de cabeza, y que el Todopoderoso le dará la razón.

«Si lo confieso, Tiziano, si confieso lo que usted quiera, ¿otorgará un último deseo a un hombre a punto de morir?»

—¿Lo confiesas?

«Lo confesaré todo si se encarga de que el niño que está con mi alumno vuelva con su madre a San Marcelo. Entonces podré morir tranquilo.»

—¿Confiesas que estás y siempre has estado confabulado con Satanás? ¿Lo confiesas, Giuseppe Pagamino?

«Lo confieso todo.»

El primer golpe dispara el dolor ingle arriba, donde forma un delta de cristales destrozados que lo deslumbra. Cree que ha perdido la vista, pero el dolor es tan absoluto que tiene que mirar al techo. Está tensado como un arco, consciente de que la orina fluye y le sangra alguna parte, porque el olor a sangre es inconfundible. Procede de la nariz y cae en dos cálidos regueros que cruzan los labios y se acomodan en la concavidad del cuello.

El siguiente golpe es diez veces peor. Los ojos se le salen de las órbitas y las entrañas se encogen. El dolor de la entrepierna es como un rayo que llega al cerebro y se divide en dos, que se abren camino entre las sienes, columna vertebral abajo, y salen por el lomo. Sólo existe ese dolor, todo lo demás no existe, ni recuerdos, ni remordimiento, ni pasado ni presente. Siente que se le rompen las articulaciones, que huesos soldados en la fase fetal se cuartean, que el esqueleto se disuelve. Se siente ingrávido, nota que extiende el brazo, agarra una mano invisible, pero vuelve al dolor, que es lo único que lo mantiene vivo.

Cuando lo golpea el agua, la percibe como una ola decidida a ahogarlo. Parpadea y muerde la mordaza, hace una inspiración profunda y le entra agua en la nariz. Huele sus propios excrementos, su sangre y su sudor, y piensa que si hay una mano en el universo, entonces lo dejará morir ahora, pues, por mucho que haya pecado, ya ha recibido suficiente castigo.

Abre los ojos. Sobre él cuelga la piedra redonda. En todos los cuentos hay tres hermanos, tres pruebas, tres desgracias que esperan al elegido, de modo que sería imperdonable romper esa regla tácita si el tercer golpe no rematara la faena.

Intenta hablar, pero la mordaza le ha partido la cara en dos.

Tiziano aparta la piedra y le desata el nudo.

—¿Quieres decir algo, Pagamino?

La garganta de Giuseppe se abre. Boquea en busca de aire, siente que un continente aterriza en su pecho, pues es en el corazón donde va a concentrarse todo el dolor.

El verdugo se inclina sobre él y acerca el oído a su boca.

Giuseppe se humedece los labios.

—Voy a confiarle una cosa —dice, jadeante—. Porque el Príncipe de las Tinieblas vivió en Lucca. Usted trabajaba para Satanás, Tiziano. Yo lo he liberado de él.

Abre más la boca, su cuerpo tiembla, y, aunque no suena como tal, echa a reír, porque la última carcajada, como se sabe, es hermana del llanto.

Tiziano está sudando. Su mano tiembla. La sangre le ciega la vista.

Levanta la piedra redonda y cierra los ojos antes del último golpe.

Por la tablilla superior del postigo camina una mosca, y en el patio cacarean las gallinas.

—Prepáralo. Lávalo, limpia su cama y cámbialo de ropa.

Las órdenes procedían del hombre del manto negro.

A continuación, la puerta se cerró.

Arturo se inclinó sobre Giuseppe e inspeccionó su cuerpo. Desde los dedos de los pies hasta la ingle, después el vientre, la caja torácica y el cuello.

—Le cerraré los ojos, maese —susurró.

Empezó limpiando la sangre coagulada de las comisuras de los labios, la nariz y la entrepierna. Después se ocupó de los pies, le limpió y cortó las uñas, le lavó el escaso pelo, le recortó las cejas y vendó las zonas ensangrentadas, aplicando ungüento en las partes magulladas.

Sería equivocado decir que, después, aquella piltrafa se parecía a Giuseppe, porque no se parecía a nadie.

—He traído un pequeño frasco —susurró Arturo, sacando una cuchara del cinto—. Sabe a helenio, ruda y angélica, pero si lo mezclamos con algo de agua, entrará bien. Me he esforzado en seguir la receta al pie de la letra, y he hecho pocos añadidos.

Introdujo la cuchara entre los labios cuarteados, inclinó hacia atrás la cabeza de Giuseppe y vertió su contenido.

—Consuela como la lluvia —susurró—, aplaca como el sueño, más dulce que una sonrisa y más suave que el rocío.

Después recogió la sábana de modo que envolviera todo el cuerpo, encontró aguja e hilo, y cosió una bolsa que lo cubría desde la coronilla hasta los pies.

—Adiós, maese —dijo—. Nunca volveremos a vernos.

Una hora más tarde, los soldados llevaron la bolsa hasta la orilla del río, donde habían encontrado una hendidura en la roca que utilizaban los leprosos. Ahora sólo había murciélagos.

Estaban presentes tres soldados, Tiziano de Lucca y Arturo, que sujetaba el farol con la vela de sebo. Se adentraron hasta donde lo permitía la hendidura, se detuvieron y dejaron en el suelo la bolsa con el cadáver.

Tiziano miró al chico.

—¿Cómo has dicho que te llamabas, mozo? —preguntó.

—Arturo —respondió—. Me llamo Arturo.

36

Arturo piensa en el niño gordo de Polesella,
la esposa desobediente de Copparo
y la muchacha que enterró la cabeza de su amante
en un tiesto de albahaca.
Después, la farmacia de Pagamino vuelve a cambiar de dueño

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