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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (23 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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—No lo tomes a mal.

—No lo haré,
signorina
. Pues
adieu
, como dicen en la corte francesa. Voy a predicar a los pájaros del campo, exactamente igual que san Francisco. Deseo a la pareja la mayor suerte y felicidad; que la bondad y misericordia de Dios los acompañe.

—Espera un poco —dijo Tiziano, poniendo la mano en el hombro de Giuseppe, quien, de puro pánico, se puso a recitar una absurda letanía acerca de los pájaros del cielo.

La pareja se quedó mirándolo.

—Ay, ojalá fuera una alondra —empezó a disparatar, pensando en la alforja con el cuerpo del delito.

Tiziano se aclaró la garganta.

—La señorita y yo tenemos mucho que agradecerte.

Giuseppe guiñó los ojos.

—No diga eso, no hice más que cumplir con mi deber. Y en cuanto a los daños personales, podré soportarlos, aunque no creo que pueda volver a dormir bien.

—¿Qué podemos hacer para mostrarte nuestro agradecimiento?

—Nada, nada —dijo Giuseppe sacudiendo los brazos, pensando en nada y en todo lo posible, porque no estaba acostumbrado a que lo dejaran escoger.

Isabella lo miró.

—¿Adónde tienes que ir? —le preguntó.

—Bueno, yo voy a donde me ordena el Señor —replicó—. Pensaba encaminarme a Ravena, tal vez.

—Eso está lejos para dos piernas gastadas.

Tiziano se giró y llamó al mozo de cuadras.

Isabella sonrió a Giuseppe.

—Haré que un paje te prepare algo de comer y de beber. Además, mi querido padre querrá que aceptes un puñado de florines como recompensa por tu proeza.

Giuseppe humilló la cabeza.

—Querida
signorina
, soy fraile, no quiero poseer nada, aunque sería un placer repartirlo entre los pobres.

—Nunca has repartido nada, aparte de embustes; si te encontrabas en el camino con un pobre cuya única posesión eran las sandalias que llevaba puestas, podía estar seguro de que a partir de entonces caminaría descalzo.

—Podría haber sido mucho más codicioso, pero no corresponde a mi naturaleza. Eso es más de tu estilo, Rinaldo.

—Como si no estuviéramos cortados por el mismo patrón.

—Somos cualquier cosa menos iguales, rata pringosa.

—Si Tiziano supiera quién eres en realidad…

—¿Es que el asesino va a juzgar al ladrón?

—Morirías inmediatamente.

—Así me libraría de tu eterna moralina.

—¿De dónde eres, Alberto? —dijo Tiziano, mirándolo fijamente a los ojos.

—De Toscana, señor —murmuró Giuseppe—, donde crecí en una humilde abadía, pues soy huérfano. Pero esa historia es demasiado cruel para oídos tan finos como los suyos. Y ahora les digo adiós, pues oigo ya… oigo ya la llamada de la naturaleza.

Isabella avanzó un paso y le pidió que se sentara bajo el álamo azul.

—Y no toleraré ninguna protesta.

Giuseppe tomó asiento contra su voluntad y vio que Tiziano hacía lo mismo.

Isabella se acomodó entre los dos.

—El capitán y yo tenemos una pasión en común: nos encanta oír cuentos e historias crueles. ¿Verdad, capitán Tiziano?

—Si tú lo dices…

—Por eso, querido Alberto —continuó la joven—, te pedimos que nos cuentes tu historia.

—Eh… ¿es que tengo alguna? —murmuró Giuseppe.

—Todo el mundo tiene una, aunque hay quienes no quieren contarla.

Isabella le dirigió una mirada pícara, y él miró de reojo al palacio, seguro de que pronto aparecería el obispo pavoneándose con su séquito, y mira por dónde se encuentra con el embustero entreteniendo a los novios. Lo embadurnarían de brea y lo emplumarían.

—Seré breve, porque mi historia no es edificante, pero tampoco me quejo. —Miró a la hermosa Isabella y al capitán, igualmente esbelto, aunque mucho más serio—. Crecí… en una humilde abadía —empezó—. No he conocido padre ni madre, pero los hermanos frailes pensaban que tenía buena cabeza y se ocuparon de que estudiara. Sí, en la Universidad de Salerno. Ocho años maravillosos, durante los cuales logré acumular conocimientos en el campo de las plantas. De joven recorrí mundo. Viajé hasta Damasco y desde allí fui a París. Pero es algo que carece de interés para los jóvenes.

—Más —dijo Isabella golpeando la hierba—. Sueño con ir a París. Háblame de París, Alberto.

—¿Qué voy a decir? No hay nada que contar. Tuve la fortuna de trabajar en la corte, porque sucedía que la joven reina sufría tanto de reumatismo como de melancolía. Pero yo estaba en posesión de un antídoto cuyo efecto balsámico me convirtió en su médico de cabecera durante cuatro años.

—¿Médico de cabecera de la corte francesa? —Isabella levantó las cejas y miró de reojo a Tiziano, que permaneció inmutable.

—De hecho, fue en París donde me pusieron el sobrenombre.

—Ahora brilla la mentira como la estrella sobre Belén.

—Demasiado halago.

—Es comprensible que los señores estén impresionados. O sea que volveremos a oír lo de la zarza ardiente.

—No es mala idea, pero ¿no crees que despertaría cierto escepticismo?

—Creo que van a molerte a patadas hasta que les duela.

—Por desgracia —continuó Giuseppe—, mi biblioteca desapareció, con todos mis libros y apuntes: un antiguo compañero de estudios, de nombre Rinaldo, me lo robó todo. Lo poco que quedaba lo fui regalando antes de ponerme en camino al servicio del Señor.

—Eres un hombre valiente —dijo Tiziano, dándole unas palmadas en la mano—. Y aquí viene el mozo de cuadra con una montura para hacerte más cómodo el viaje.

—Pero, señor, cuánta bondad —murmuró Giuseppe—. Un asno.

—¿Qué esperabas, pobre diablo desagradecido? ¿Un coche de cuatro caballos en agradecimiento por tus saqueos nocturnos? Y, además, has tenido la osadía de pronunciar mi nombre.

—Ah, hermano: tu nombre lleva en la historia desde el comienzo; sin ti nunca habría avanzado.

Tiziano retrocedió unos pasos.

—Lo siento, pero he de dejarte, Alberto. Te estoy muy agradecido y te deseo toda la fortuna del mundo. Como decía, tengo una misión inaplazable, y mi caballo lleva tiempo ensillado. —Después se volvió hacia Isabella—. Adiós. Si el cielo ha trazado un plan para mí, es especialmente cruel. Si un niño se acercara y me soplara, caería redondo al suelo.

—Pero ¿qué te aqueja?

—Nada que no haya merecido.

—Pero ¿quién merece vivir en permanente penumbra?

—Nadie, nadie en absoluto, y ése es precisamente el problema. Que te vaya bien, Isabella Lambertuccio.

Y con aquellas palabras el capitán echó a correr hacia el patio.

Giuseppe carraspeó e hizo ademán de ir a decir algo, pero por una vez sintió que le faltaban las palabras. No entendía de amores, y Tiziano de Lucca, que un día mataba y al siguiente daba la espalda a una muchacha como Isabella, no era asunto para un hombre entrado en años que gustosamente habría dado sus dos piernas por una noche con aquella belleza.

—Dicen que los monjes tienen muchas mujeres —dijo Isabella—. ¿Es verdad, Alberto?

—Si es así, no es el caso de este fraile —respondió con un suspiro, mientras observaba a su nueva propiedad, que tenía un aspecto limpio y sano, con cuatro patas fuertes y un hermoso pelaje.

—Entonces, ¿estás destinado a vivir solo y no llegar nunca a conocer mujer?

—Ah, pero ya he conocido mujeres —murmuró Giuseppe, lamiéndose los dos dientes que le quedaban.

—No me extraña.

—Mujeres maravillosas. Pero ese tiempo pasó. La señorita, por el contrario, acaba de empezar a vivir.

—Mi boda se ha suspendido. Tanto jaleo para nada. Y pensar que estuve a punto de que me mataran en el bosque… Pero no lo lamento, es la clase de suceso que da que pensar a una chica, aunque en este caso no la convierte en esposa. Debería echarme encima de la cama y llorar. Pero en lugar de eso voy a ponerme a dar vueltas y más vueltas hasta perder el equilibrio, porque no soy más que un trompo que está en el mismo sitio y ve cómo pasa el mundo a su lado; a fuerza de girar, pronto atravesaré la corteza terrestre hasta donde todo es oscuridad, silencio y muerte. De modo que he cambiado de opinión y me voy contigo, Alberto el Venerable. —Una sonrisa enigmática iluminó el rostro de la chica.

Giuseppe carraspeó.

—¿Conmigo,
signorina
?

—Sí, contigo. ¿No es una buena idea tener una novicia viajando contigo?

—La señorita me toma el pelo.

Isabella desvió la mirada.

—Me tomo el pelo a mí misma, porque yo voy a Vignola y tú vas a Ravena; este y oeste, así está decidido. Y si no quieres llevarme, así tendrá que ser.

—Pero si soy un viejo,
signorina.

—Me gustan los hombres maduros. Se puede confiar en ellos. Y tampoco eres tan viejo.

—Ya lo creo; y tengo una hernia, por mencionar algo suave.

—Podría vivir tranquilamente con un hombre con hernia.

Giuseppe sacudió la cabeza.

—¿He de enumerar todas mis dolencias para despertar la sensatez? ¿No bastaba con tomarme el pelo?

Isabella empezó a girar sobre sí misma.

—Alberto, Alberto, Alberto, te leo los pensamientos.

—Vaya, la señorita debe de tener buena vista —dijo él por decir algo.

—Mírame.

—Estoy mirándola.

—Eres un hombre de mi agrado.

—La señorita es muy graciosa.

—¿Qué más puede exigir una chica de su prometido? Humor, inteligencia, cortesía y dos dientes sanos.

—Ahora se está burlando de mí.

—De ninguna manera. La historia de la corte francesa me ha divertido.

Giuseppe dio una palmada en el trasero del asno.

—Por desgracia, tengo tendencia a adornar mis recuerdos.

—No te disculpes; al fin y al cabo, haces que la vida sea tanto más divertida. Desde luego, no has sido nunca monje. No, no digas más; deja que conserve mi ilusión.

Isabella giraba el ancho anillo de plata que llevaba en el dedo índice de la mano derecha. Era una joya ricamente ornamentada, algo varonil para sus dedos largos y delgados.

—Este anillo debería haber sido un regalo para mi marido.

—Eso debe de ser lo menos valioso que ha rechazado el bueno de Tiziano —dijo Giuseppe con un suspiro, palpando las patas del asno.

La muchacha giró el anillo a la luz del sol.

—Ahora seguirá en mi dedo hasta que encuentre al hombre adecuado. Aunque el adecuado era sin duda el que no me ha querido. Pero si alguna vez, señor fantasioso, si alguna vez apareces por Viareggio, no olvides visitarnos.

—Gracias por la amabilidad, señorita. Recordaré esas palabras.

—Y si aún llevo el anillo en el dedo cuando volvamos a encontrarnos, será para ti. Considéralo una promesa.

Isabella se inclinó hacia él y lo besó en la frente.

Giuseppe se quedó un rato aturdido, mareado, con un deseo irrefrenable de palpar también las piernas de la chica, para comprobar que las tenía fuertes y sanas.

—Hacía tiempo que no me besaban —murmuró.

—El viejo chivo ha recibido más de lo que merecía.

—Por favor, está claro que a la chica no le soy indiferente.

—Eres el más presuntuoso del mundo, porque jamás has tenido otro amor que el que has comprado.

—Y el anillo que me ha prometido es de gran valor.

—Ahora oímos al viejo chalán; puede que con tu verbo florido consigas que te lo dé.

—¿Es verdad que en París se dice
adieu
?

—Así es —contestó Giuseppe, llevándose la mano al lugar donde se habían posado los suaves labios.

Isabella guiñó un ojo, retrocedió, sonrió misteriosamente, giró sobre sí misma, divertida, seria e introvertida.

—Pues entonces ¡
adieu
, Alberto el Venerable! —gritó—. Adiós, viejo amigo.

—Que le vaya bien —dijo con un suspiro—, aunque cuando oigo su risa, temo por su llanto.

Se quedó de pie bajo el álamo azul, sintiéndose totalmente perdido.

—¿Entiendo mi vida? —murmuró—. ¿Comprendo el gran plan divino? Aún siento sus labios, frescos como el rocío, rozando la vieja piel. Un beso del Paraíso. Y encima me han regalado un asno robusto.

Sacudiendo la cabeza, se sentó a horcajadas sobre el animal y tiró de las riendas.

—Gracias de todo corazón —suspiró—. Y ahora apretemos el paso. Adelante, borrico; si te portas bien, te llamaré como al primer Papa de Roma.

Pero el asno se quedó quieto.

Giuseppe le hundió los talones.

Ninguna reacción.

—Menudo regalo —dijo, jadeando—: un asno terco que prefiere comer a trabajar. Claro que igual es porque ha servido en casa de algún cura.

Lo intentó con zalamerías, paciencia y dureza. El animal no reaccionó.

Finalmente optó por caminar, aunque el sendero que llevaba a la cerca que dividía el parque del palacio de las tierras del principado parecía largo, teniendo en cuenta que podía haber viajado a lomos del animal, mordisqueando una brizna de hierba.

Pero cuando se giró, vio que el asno seguía tras él.

—Nada me ha de faltar —dijo con un suspiro, y apretó el paso. Lejos de Mirandola, camino de la costa.

Así fue como Giuseppe Emanuele Pagamino, que había llegado en un elegante coche de caballos con una futura novia al pescante, abandonó el principado caminando junto a un asno barrigudo, que ocultaba en las alforjas una cadena de oro, dos sortijas, un pan de trigo, un poco de agua y una joya que había pertenecido a un rey, a un emir y a una puta de Marruecos.

18

«Los que han entrado gratis son siempre
los primeros en silbar al artista»

Al cabo de tres semanas de viaje, Giuseppe llegó al mar. En el camino, vendió el asno a un molinero.

—No hay en el mundo mejor animal de tiro —le aseguró, él, que había arrastrado a la bestia desde Mirandola hasta Ferrara.

El molinero rió y dijo que desde luego no tenía intención de usarlo como animal de tiro; lo que quería, naturalmente, era cabalgar sobre su nueva posesión. Giuseppe le deseó que se divirtiera marchándose precipitadamente, para, al cabo de una hora, verse adelantado por el mismo molinero, que a galope tendido se encaminaba a la ciudad.

Fue camino de Ferrara, en la taberna Giovanni, donde oyó hablar por primera vez de las muchas maravillas de la región. Había llegado por la noche, la carta se había reducido a una minestrone y los restos de una gallina cocida, ambas cosas a un precio razonable. Giuseppe tenía al tabernero sentado a su mesa, y tras una larga presentación, en la que habló de su época como médico de cabecera en París, el posadero empezó a contar la historia del niño gordo de Polesella; por lo visto vivía en la comarca un viudo que tenía un hijo tan gordo e hinchado que cobraba dinero por enseñarlo. Llegaba gente de todas partes a ver aquel engendro, que pesaba más que tres bueyes adultos. No obstante, resulta que aquella gordura incomprensible amenazaba con matarlo, y el médico del lugar no creía que el chico fuera a vivir un mes más. Por desgracia, el padre estaba construyendo una casa con el dinero que ganaba a cuenta de la obesidad de su hijo, por lo que llamó al Hombre de los Milagros, pues así denominaban a un joven que llevaba seis meses viajando por Romaña y Emilia obrando cosas inexplicables. Cuando oyó hablar del niño hinchado, partió enseguida para Polesella y se reunió con el padre, quien, llorando y de rodillas, le rogó que salvara la vida de su hijo y la casa a medio construir. El Hombre de los Milagros estuvo a solas con el chico tres días y tres noches, y cuando volvieron a salir de la casa, el chaval estaba tan flaco como el Hombre de los Milagros, y pocas veces se ha visto a un rapaz tan feliz. Los vecinos ovacionaron al Hombre de los Milagros por el portento que había realizado, pero el padre del chico juró vengarse cruelmente del vándalo que le había arrebatado su medio de sustento, porque durante el resto de sus días iba a tener que vivir sin un tejado sobre la cabeza.

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