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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (4 page)

BOOK: El diablo de los números
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—¿De dónde sales tu? —le preguntó a Robert.

Este señaló hacia arriba. La cucaña por la que había bajado llegaba hasta muy alto, y vio que tenía arriba un trazo oblicuo. Robert había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.

El aire a su alrededor zumbaba. Como mosquitos, los números bailaban ante sus narices. Intentó espantarlos con ambas manos, pero eran demasiados, y sintió que cada vez más de esos diminutos doses, treses, cuatros, cincos, seises, sietes, ochos y nueves empezaban a rozarlo. A Robert le resultaban ya lo bastante repugnantes las polillas y las mariposas nocturnas como para que esos bichos se le acercaran demasiado.

—¿Te molestan? —preguntó el anciano. Extendió la palma de su manita y ahuyentó a los números con un soplo. De pronto el aire estaba limpio, sólo los unos, altos como árboles, seguían estando allí como un solo uno, alzándose hasta el cielo—. Siéntate, Robert —dijo el diablo de los números. Esta vez era sorprendentemente amable.

—¿Dónde? ¿En una seta?

—¿Por qué no?

—Porque es una tontería —se queió Robert—. ¿Dónde estamos? ¿En un libro infantil? La última vez estabas sentado en una hoja de acedera, y ahora me ofreces una seta. Me suena familiar, lo he leído antes en algún sitio.

—Quizá sea la seta de
Alicia en el país de las maravillas
—dijo el diablo de los números.

—¡El Diablo sabe qué tendrá que ver esta cosa de los cuentos con las Matemáticas! —rezongó Robert.

—Eso es lo que ocurre cuando se sueña, querido. ¿Crees quizá que yo me he inventado todos estos mosquitos? No soy yo el que se tumba en la cama y duerme y sueña. ¡Estoy bien despierto! ¿Qué haces, pues? ¿Piensas quedarte eternamente ahí de pie?

Robert se dio cuenta de que el anciano tenía razón. Se encaramó a la siguiente seta. Era enorme, blanda y abombada, y cómoda como el sillón de un hotel.

—¿Qué te parece?

—Pasable —dijo Robert—. Tan sólo me pregunto quién se ha inventado todo esto, esos mosquitos numéricos y esa cucaña en forma de uno por la que he bajado. Algo así no se me hubiera ocurrido a mí ni en sueños. ¡Fuiste tú!

«No mires abajo», pensó Robert, se agarró con fuerza y resbaló con las manos ardiendo... Había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos.

—Puede ser —dijo el diablo de los números irguiéndose satisfecho en su seta—. ¡Pero falta algo!

—¿Qué?

—El cero.

Era cierto. Entre todos los mosquitos y polillas no había ni un cero.

—¿Y por qué? —preguntó Robert.

—Porque el cero es el último número que se les ocurrió a los seres humanos. Tampoco hay que sorprenderse, el cero es el número más refinado de todos. ¡Mira!

Volvió a empezar a escribir algo en el cielo con su bastón, allá donde los unos altos como árboles dejaban un hueco:

—¿Cuándo naciste, Robert?

—¿Yo? En 1986 —dijo Robert un poco a regañadientes.Y el anciano escribió:

—Eso ya lo he visto yo —exclamó Robert—. Son esos números anticuados que pueden verse a veces en los cementerios.

—Proceden de los antiguos romanos. Los pobres no lo tenían nada fácil. Sus números son difíciles de descifrar, empezando por ahí. Pero seguro que sabrás leer este:

—Uno —dijo Robert.

—Y

—X es diez.

—Muy bien. Entonces, querido, tú naciste en

—¡Dios mío, qué complicado! —gimió Robert.

—Cierto. ¿Y sabes por qué? Porque los romanos no tenían ceros.

—No entiendo. Tú y tus ceros... Cero es simplemente nada.

—Correcto. Eso es lo genial del cero —dijo el anciano. —Pero ¿por qué nada es un número? Nada no cuenta nada.

—Quizá sí. No es tan fácil aproximarse al cero.

Intentémoslo, de todos modos. ¿Te acuerdas todavía de cómo repartimos el chicle grande entre todos los miles de millones de personas, por no hablar de los ratones? Las porciones se hicieron cada vez más pequeñas, tan pequeñas que ya no era posible verlas, ni siquiera al microscopio. Y hubiéramos podido seguir dividiendo, pero nunca habríamos alcanzado la nada, el cero. Casi, pero nunca del todo.

—¿Entonces? —dijo Robert.

—Entonces tenemos que empezar de otra forma. Quizá lo intentemos restando. Restando es más fácil.

El anciano extendió su bastón y tocó uno de los gigantescos unos. Enseguida empezó a encogerse, hasta que estuvo, cómodo y manejable, a la altura de Robert.

—Bien, calcula.

—No sé calcular —afirmó Robert.

—Absurdo

—Bien, calcula.

—Uno menos uno es cero —dijo Robert—. Está claro.

—¿Ves? Sin el cero no es posible.

—Pero ¿para qué hemos de escribirlo? Si no queda nada, tampoco hace falta escribir nada. ¿Para qué un número aposta para algo que no existe?

—Entonces calcula:

—Uno menos dos es menos uno.

—Correcto. Sólo que... sin el cero, tu serie numérica tiene el siguiente aspecto:

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