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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (16 page)

BOOK: El desierto y su semilla
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Debo reconocer que las chicas y los empleados del lugar hacían bien su rutina. Parecían divertirse verdaderamente… ¿y por qué no habrían de hacerlo? Era un buen trabajo, en tanto los clientes tuviesen el humor apropiado. La tarea debía de ser un poco más difícil en las jornadas frías, con pocos clientes, entumecidos por el invierno o la falta de liras, las chicas simulando felicidad en el vacío, y haciendo sonar sus patéticas trompetitas mientras zapateaban para quitarse el frío. De todas maneras, en esa noche de verano la euforia se mantenía e iba aumentando a medida que se acercaban las doce. Los camareros reían mientras llenaban las copas; sólo echaban en ellas unas gotas de su espumante ácido. De lo que sí se cuidaban era de hacer sonar bombásticamente las botellas cada vez que destapaban una. El barman anunciaba a gritos el acontecimiento y tañía antes una campana que colgaba del techo. Cuando el corcho salía volando, lo acompañaba un coro de vítores mientras se iniciaba una búsqueda en la penumbra, porque la casa regalaba una copa gratis al que lo encontrase, y de paso los clientes se colocaban en situaciones propicias para robarles algo mientras gateaban por debajo de las mesas. Después, si advertían que les faltaba la billetera, todas las chicas y los camareros buscaban prolijamente murmurando: «El bajito de pelo corto que partió apurado un momento hace, tenía una cara de ladrón que no te quiero contar.»

Al servirme a mí, el barman, después de preguntarme de dónde era, estalló en risas:

—¡Sudamericano! ¡Como Sívori! ¡El mejor jugador de fútbol del mundo! ¿Pero cómo es jamás posible? Tienen allá tan buenos jugadores y tan malos equipos… porque esos de Independiente, no sólo pierden con el Milán, pierden hasta con la Inter…

Decidí no ser aguafiestas. Sentía ganas de absorber todo lo que me proponían las circunstancias. No quería tener problemas. Lo que pudiera ofrecer Dina me parecía muy pequeño comparado con este derroche de mujeres, años nuevos y champán. Las señoritas me proponían ir a cualquier rincón oscuro por unas pocas liras. Venían de todos los rincones de Italia y también había extranjeras de los cinco continentes, incluido Oceanía. Nunca me había montado una africana, ni una oriental. Por monedas, podría decir —sin mentir y por el resto de mi vida— que conocí mujeres de todas las latitudes.

Milán ofrecía abundancia verdadera, hipnotizada por los mecanismos del derroche, que en el «San Silvestre» se contorneaba al alcance de la mano: un gorrito de cotillón, una trompetita de payaso, una mujer de rasgos insólitos, tanto daba. Esta entrega a los abalorios del presente exigía, por supuesto, abandonar toda idea de organización: esa exigencia era también el premio.

De pronto, la música cesó y el maestro de ceremonias impuso silencio entre el público. Se apagaron todas las luces y algunas manos femeninas se deslizaron en los bolsillos masculinos, mientras la misma voz andrógina gritó en los altoparlantes, que funcionaban a medias: «¡Silencio! Faltan sólo cuarenta segundos para que se acabe el año. Treinta, veintinueve, veintiocho… ¡Adiós año sucio! Llévate todas tus desgracias. Veinte, diecinueve, dieciocho. Se nos viene encima un año mucho mejor. ¡Vas a ver, año de mierda, lo que es un año de verdad! ¡Negocios de oro, salud de hierro y mujeres de carne! Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡Y viva! ¡Y viva el Año Nuevo!»

Titilaron todas las luces y cayó una lluvia de papel picado. Las coperas hicieron sonar sus trompetitas y entre nubes de humo artificial vi a Dina, con su vestido claro de verano, que en el otro extremo de la barra, miraba aburrida el techo.

Un par de horas después entró en el «San Silvestre» un grupo de hombres, entre los que se destacaba uno pelado y corpulento, con cara grande, de la que, con la misma facilidad, manaban risas y gotas de sudor. Ya habían bebido antes de venir a nuestro cabaret. El grandote se instaló en una banqueta cercana a la mía. Pidió vermut a las dos de la mañana. Se lo negaron, hasta que anunció que lo pagaría al mismo precio que el champán. Entonces por milagro llegó el vermut. Se mostraba dicharachero y eufórico. Lo rodearon dos mujeres, y siguió tomando sus vermutes mientras ellas pedían el champán de la casa.

La prostituta más joven y bonita del «San Silvestro» le clavó los ojos varias veces, a pesar de que estaba lejos, junto a un señor canoso y de corbata, que lucía muy próspero y muy borracho, pero el hombrón no se dio cuenta de las miradas que recibía. A la media hora, la mujer se dirigió al
toilette
. Tuvo que encaminarse por un sendero que pasaba cerca del parroquiano de los vermutes.

Como había hecho con todas las mujeres que se pusieron al alcance de su voz, el hombre de la cara grande le gritó también a la bella alguna barbaridad. Mirándolo, la mujer se detuvo a unos pocos pasos. El hombre de los vermutes quedó cortado. Echó con temor un vistazo al sofá del potentado, que allá lejos aprovechaba la pausa para conversar con la puta del sofá vecino. La bella le preguntó al hombre de la cara grande:

—¿No sabes quién soy yo?

El hombre vaciló.

—No.

—¿Pero estás seguro de que no sabes quién soy?…

En ese momento, el potentado reaccionó, se puso de pie y se encaminó hacia el hombre de la cara grande. Cuando con paso vacilante llegó a la pista, rebrilló un par de zapatos grises, muy ahusados y estrechos. Previendo la bronca, detrás de él vinieron todos los clientes del lugar, identificables por sus sombreritos de cotillón. Por su parte, los que habían llegado con el hombre de la cara grande, cerraron filas junto a éste, al grito de «¡A nosotros! Los de la antigua Ambrosiana, la guardia del viale Goethe.» Entonces me percaté de que todos llevaban prendas o detalles de vestimenta que combinaban el rojo y el negro. Ambos grupos se apostaron belicosamente, cada uno a un extremo de la pista de baile. Albiazules contra rojinegros. El magnate señaló a la bella, y le gritó:

—¡Ven aquí!

—No puedo. Tengo que hablar con este hombre —señaló la carota sudorosa y atemorizada.

El magnate empezó a cruzar la pista, pero —sea porque sus zapatos eran nuevos, porque la pista estaba encerada o porque él estaba completamente borracho— cuando había recorrido más de la mitad del trayecto cayó y quedó despatarrado. Sus amigos albiazules no se movieron, pero en ese momento apareció, entre las filas de esas formaciones quietas, un caballero delgado, de saco, y con una corbata muy parecida a la de algunos tíficos rojinegros. Trató de reincorporar al magnate, mientras con respeto le susurraba al oído:

—¿Cómo nunca, comendador?

Intentó levantarlo tres veces, pero el cesáreo millonario recaía siempre. El grupo rojinegro, al advertir tanta impotencia, se acercó por curiosidad al comendador. El caballero delgado que lo asistía, palideció al ver lo que se le venía encima. Sacudió el pescuezo del comendador y le gritó:

—¡Desgraciado! En qué embrollo nos metiste, borrachón. Yo te dejo.

En su ímpetu, los rojinegros pasaron por encima del comendador y rodearon al caballero delgado, pero, contra lo que todos esperábamos, no le hicieron daño.

La bella ni se inmutó cuando vio al ricachón en el piso, pero los amigos de éste, que eran muchos más que los rojinegros, reaccionaron. Ambos grupos rompieron botellas y las blandieron contra sus rivales con fiereza. Por momentos, unos avanzaban y otros retrocedían sobre la pista, hasta que, siguiendo razones inexplicables, la situación se invertía y la facción que antes avanzaba, después retrocedía. Finalmente, uno de los rojinegros gritó: «¡Son más!», y bastó esta presunción para que todo el grupo huyese, entre exclamaciones de «Nos volveremos a encontrar en San Siró».

Los clientes con gorritos azul oscuro y blanco no se dieron cuenta de su triunfo porque los camareros, para apaciguar los ánimos sin correr riesgos, arrojaron en ese instante tanto papel picado y humo de color que no se podía ver la propia mano. Solo al despejarse la atmósfera comprendieron que eran los triunfadores. Ya se levantaban algunos brindis de victoria, pero alguien gritó: «¡Vuelven los del Inter con refuerzos!», y el bando que un segundo antes celebraba el triunfo desapareció como por encanto de magia.

Cuando ya el local estaba casi desierto, aparecieron por primera vez unos viejos parroquianos a los que no les importaba el fútbol. Preguntaron asombrados por qué había tan poca gente. Un barman hizo un gesto ampuloso y dijo: «¡Hubo una batalla que no le quiero ni contar…!» Y así entró esa noche del 13 de agosto de 1966 en la historia y la leyenda.

Pero el único efecto inmediato de este comentario, que con toda seguridad se amplificaría hasta el mito en pocas noches, fue inquietar a los recién llegados. Bastó que estos vieran llegar a tres turistas finlandeses, borrachos y extraviados —sólo buscaban un teléfono— para que salieran como flechas. El caballero de saco que tanto asistía al comendador blanquiazul como encabezaba la carga de los rojinegros, se ofreció a guiar a los finlandeses dándose aires de conocedor de la noche, y de persona que siempre salía a flote.

Sólo quedamos en el local los camareros, Dina, su amigo, yo, el hombre de cara grande y la bella.

—¿…y todavía no sabes quién soy?

—No… No sé…

—Soy tu hija.

—¿Ana?… Tantos años… ¡Ana, claro!

—Sí, tantos años.

—No sabes todo lo que he pensado en ti y cuántas veces he querido verte.

—No, no lo sé.

Por un momento el aire se tensó entre los dos, pero de pronto ella, aflojándose, le dio un beso en la mejilla. El hombrón explotó de alegría. Puso sus brazos en torno de la joven y después de hablar unos minutos en voz baja, estalló en gritos exultantes.

—¡Esto es extraordinario! ¡Hay que celebrar… vermut para todos! Yo pago.

No se veía a casi nadie en el cabaret; las tres botellas que mandó a abrir quedaron al alcance de mi mano. Bebí y bebí, y a cada copa, el hombre de cara grande me miraba peor. Finalmente estalló:

—He convidado a todos cuantos, y tú te lo bebes solo.

—Éste no es un lugar para avaros.

El hombre de sudor grasoso vaciló, miró a su hija y me tomó del cuello del abrigo negro, sacudiéndome como una campanita. Busqué en mi bolsillo la navaja, la aferré, pero mi mano se paralizó. Cuantos más insultos me arrojaba el hombre de la gran cara, más pesada y rígida quedaba mi mano en el bolsillo. Me decía a mí mismo: «Sólo se trata de sacarla y toda la situación cambiará». Pero no moví mi brazo.

Cerca de la madrugada, Dina y su amigo me subieron a su auto. Me recosté en el asiento trasero y todo Milán se convirtió en una calesita. Pedí que se detuviesen. Caminé dos pasos y me senté en la acera.

—¡Qué mal se te ve! Trata de vomitar —me dijo el hombre.

—No me van a voltear con champán barato y vermut, después de haber digerido tantos licores de mierda; no es justo.

Tenía ganas de acostarme, pero no tenía ganas de vomitar. Nunca tenía ganas de vomitar, entonces.

—Para qué te emborrachas si no tienes hígado. Mira, voy a un hotel con Dina. No te podemos llevar. Ya te arreglarás. Me dice ella que tienes la costumbre…

Partieron. Crucé la acera en cuatro patas hasta llegar a un muro en el que pude apoyar mi torso.

Clareaba apenas cuando volví a abrir los ojos. Dina me estaba sacudiendo el hombro. Se reía en cuclillas, a mi lado. Después fue perdiendo el equilibrio por la risa y se deslizó a una posición despatarrada. Detrás de ella, sobre la acera, dos mujeres, una anciana vestida de negro y otra con un rosario en su mano, nos miraban en silencio.

—Dale. Haz un esfuerzo y vámonos de aquí —me exhortó Dina—. Cuando me senté, cruzó mi brazo sobre su hombro y me levantó. No dejaba de reírse. Entre su risa y el peso de mi cuerpo que se apoyaba en ella, le costaba llamar a los taxis. De todas maneras, los que pasaban no se detenían.

—Ahora apóyate aquí y resta callado, calladito —señaló un reborde en uno de los muros.

Al reclinarme comprobé que los ladrillos a mi espalda estaban tibios, que conservaban una temperatura más agradable que la de la acera. Apoyé mis manos en el muro para no tumbarme ni hacia el este ni hacia el oeste. Esto pareció causarle mucha gracia a Dina. Se rió tan sinceramente que yo, contagiado, estallé también en risas. Así llegó el vómito, a mí, que estaba orgulloso de que nunca me ocurriesen esas cosas húmedas. Reía y vomitaba en alternancias equilibradas: unas buenas risotadas y tres o cuatro torrentes que salían por mi boca neptuniana. Noté que las oleadas correspondían exactas a las risotadas: si éstas eran cinco, las olas eran también cinco, todo ello sin ninguna participación de mi voluntad. Brotaba un vómito completamente líquido y traslúcido, con el vermut y el champán intactos. Dina procuró enjugar la catarata que salía de mi boca con un pañuelo de cuello de gasa verde. Después giró y se fue. Traté de seguirla. Me adormecí riéndome.

Cuando reabrí los ojos, Dina estaba otra vez a mi lado. Detrás de ella había un taxi con la puerta trasera abierta. Se me había pasado el humor risueño y me invadía un sopor muy pesado. Escuché al conductor.

—Este angelito… lo tenías escondido. No me habías dicho nada.

Se apeó del auto y me puso de pie con facilidad. Después me alzó en brazos y me acomodó a su lado.

—Estás hecho un verdadero asco —giró hacia Dina, que se había desplomado sobre el asiento trasero—. Ésta me la tienes que agradecer.

El coche arrancó en una de aquellas direcciones desconcertantes que, para mi asombro, guardaba siempre la ciudad. De tanto en tanto, el conductor me hacía una broma sobre mi estado, que terminaba siempre con una observación sobre lo bueno que había sido él, y giraba en seguida la cabeza para sonreírle a Dina. El taxista tenía razón; había sido un buen tipo. Me miró.

—Ahora estarías en la cuestura. ¿Tienes alguien que se haga responsable de ti?

—Es extranjero —dijo desde atrás Dina, desganada.

—¿Y tú? ¿Tienes alguien que se haga cargo de ti?

—Tengo la tía.

—¡Ah…! Qué suerte tu tía, una linda sobrina como tú.

El coche se movía lento. En duermevela, vi que circulaba fuera de la calle, sobre tierra, en uno de esos espacios libres que quedaban entre los monobloques que se construían a ritmo febril. El conductor detuvo la marcha y se pasó al asiento de atrás. Con esfuerzo me bajé yo también, para orinar. Me sostuve contra el auto y miré a mi alrededor, hacia los edificios. Desde los balcones y ventanas, unas pocas personas nos observaban en el silencio de la madrugada. Alguien gritó algo, risueñamente, a lo lejos. Traté de abrocharme el pantalón, pero no lo conseguí. Me tiré a lo largo del asiento delantero. El coche se balanceaba suavemente, como una cuna, mientras en el asiento de atrás alguien gemía. No pude distinguir si era una voz de hombre o mujer. Después sentí que el conductor me acomodaba con una sola mano:

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