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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (18 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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Hamish ignoró el comentario sobre las brujas y miró a Matthew por encima del borde de su vaso.

—¿Y Diana?

—Afirma que no usa la magia.

Había dos cuestiones en esa breve frase que necesitaban aclaración. Hamish comenzó por la más fácil.

—¿Cómo es eso? ¿No la usa para nada? ¿Ni para encontrar un pendiente perdido? ¿O para teñirse el pelo? —Hamish parecía tener dudas.

—No es del tipo de las que usan pendientes o se tiñen el pelo. Es más bien de las que corren cinco kilómetros antes de pasar una hora en el río en una especie de bote peligrosamente diminuto.

—Con esos antepasados me resulta difícil creer que nunca use su poder. —Hamish era un pragmático y también un soñador. Ésa era la razón por la que era tan bueno con el dinero de otras personas—. Y tú tampoco lo crees, de otra forma no sugerirías que está mintiendo. —Y ahí estaba la segunda cuestión.

—Dice que sólo usa la magia de manera ocasional… para cosas pequeñas. —Matthew vaciló, se paso la mano por el cabello, de forma que la mitad quedó erizado, y bebió un sorbo de vino—. Pero la he estado observando y la usa para algo más que eso. Puedo olerlo —dijo, con tono franco y sincero por primera vez desde su llegada—. El olor es como de una tormenta eléctrica a punto de estallar, o como un relámpago de verano. En algunas ocasiones, hasta puedo verlo también. Diana lanza destellos cuando está enfadada o absorta en su trabajo. —«Y cuando está dormida», pensó, frunciendo el ceño—. Santo cielo, hay momentos en que me parece que hasta puedo sentir el gusto que tiene.

—¿Lanza destellos?

—No es algo que se pueda ver exactamente, aunque se puede percibir la energía de alguna otra manera. El
chatoiement,
su resplandor de bruja, es muy leve. Incluso cuando yo era un vampiro joven, sólo las brujas más poderosas emitían esas diminutas pulsaciones de luz. Es poco habitual verlas hoy en día. Diana no tiene conciencia de emitirlas, e ignora su importancia. —Matthew se estremeció y cerró el puño.

El daimón miró su reloj. El día acababa de empezar, pero ya sabía por qué su amigo estaba en Escocia.

Matthew Clairmont se estaba enamorando.

Jordan entró en el tiempo exactamente cronometrado.

—El ayudante ha traído el Jeep, señor. Le dije que usted no necesitaría hoy sus servicios. —El mayordomo sabía que no era necesario un guía para seguir el rastro de los ciervos cuando había un vampiro en la casa.

—Excelente —dijo Hamish, poniéndose en pie y vaciando su vaso. Quería desesperadamente otro whisky, pero era mejor mantenerse sobrio.

Matthew levantó la vista.

—Saldré solo, Hamish. Prefiero cazar sin compañía. —Al vampiro no le gustaba cazar con seres de sangre caliente, una categoría que incluía a humanos, daimones y brujas. Por lo general, hacía una excepción con Hamish, pero ese día quería estar a solas mientras ponía bajo control su pasión por Diana Bishop.

—Oh, no vamos a ir de caza —lo corrigió Hamish con un brillo pícaro en los ojos—. Sólo vamos a acechar a las presas. —El daimón tenía un plan. Éste implicaba mantener ocupada la mente de su amigo hasta que bajara la guardia y decidiera hacerle saber voluntariamente lo que estaba ocurriendo en Oxford, para no tener que realizar el trabajo de arrancárselo—. Vamos, hace un día estupendo. Te vas a divertir.

Una vez en el exterior, Matthew subió con gesto sombrío al Jeep maltrecho de Hamish. Aquél era el transporte que ambos preferían para vagar por ahí cuando estaban en Cadzow, aunque el Land Rover era el vehículo elegido en los grandes pabellones de caza escoceses. A Matthew no le molestaba congelarse de frío viajando en él y a Hamish le divertía esa manifestación extrema de masculinidad.

En las colinas, Hamish hacía crujir las marchas del Jeep —el vampiro se estremecía con ese ruido cada vez que lo oía— mientras subía hasta los pastos donde se encontraban los ciervos. Matthew descubrió un par de ejemplares sobre un peñasco y le dijo a Hamish que se detuviera. Bajó del Jeep en silencio y se agachó junto a la rueda delantera, ya fascinado.

Hamish sonrió y se unió a él.

El daimón había acechado ciervos con Matthew antes y comprendía lo que éste necesitaba. El vampiro no siempre se alimentaba, aunque ese día Hamish estaba seguro de que, si lo dejaba solo, Matthew habría vuelto a casa satisfecho al anochecer… y habría dos ciervos menos en la propiedad. Su amigo era tanto depredador como carnívoro. Era la búsqueda lo que definía la identidad de los vampiros, no su modo de alimentarse ni aquello de lo que se alimentaban. A veces, cuando Matthew estaba inquieto, simplemente salía y rastreaba cualquier presa que se pudiera perseguir sin llegar a matar.

Mientras el vampiro observaba a los venados, el daimón observaba a Matthew. Había problemas en Oxford. Podía sentirlo.

Matthew estuvo sentado pacientemente durante varias horas, considerando si valía la pena perseguir a los ciervos. Gracias a sus extraordinarios sentidos del olfato, la vista y el oído, podía precisar sus movimientos, calcular sus hábitos y medir cada una de sus reacciones ante una ramita rota o un pájaro que alzaba el vuelo. Su expresión era voraz, pero nunca mostraba impaciencia. Para Matthew el momento crucial llegaba cuando su presa reconocía que había sido derrotada y se rendía.

Estaba a punto de oscurecer cuando finalmente se puso de pie y le hizo una inclinación de cabeza a Hamish. Ya era suficiente para el primer día, y aunque él no necesitaba la luz para ver a los ciervos, sabía que Hamish la necesitaba para descender de la montaña.

Cuando llegaron al pabellón de caza, la oscuridad era completa y Jordan había encendido todas las luces, lo cual hacía que el edificio pareciera todavía más ridículo, levantado sobre una altura en medio de la nada.

—Este pabellón nunca tuvo demasiado sentido —comentó Matthew en un tono coloquial que sin embargo tenía una intención hiriente—. Fue una locura que Robert Adam aceptara este encargo.

—Ya me has repetido muchas veces tus opiniones acerca de mi pequeña extravagancia, Matthew —replicó Hamish serenamente—, y me da igual que tú entiendas los principios del diseño arquitectónico mejor que yo, o que creas que fue una locura que Adam construyera…, cómo la llamas siempre?, una «locura mal concebida» en las inhóspitas tierras de Lanarkshire. Adoro este lugar, y nada de lo que digas me va a hacer cambiar de opinión. —Habían mantenido distintas versiones de esta conversación con regularidad desde que Hamish anunciara que le había comprado el pabellón de caza, con todo el mobiliario, incluidos Jordan y el joven ayudante, a un aristócrata que no le daba ningún uso al edificio y tampoco tenía dinero para restaurarlo. Matthew se había mostrado horrorizado. Para Hamish, sin embargo, Cadzow Lodge era una señal de que había ascendido muy por encima de sus raíces en Glasgow al poder gastar dinero en algo poco práctico que podía amar por sí mismo.

—Uf… —dijo Matthew, frunciendo el ceño.

El mal humor era preferible a la agitación, pensó Hamish. Siguió adelante con el siguiente paso de su plan.

—La cena es a las ocho —informó—. En el comedor.

Matthew odiaba el comedor, que era imponente, con altos techos y corrientes de aire. Y lo que era peor, le irritaba porque era chillón y femenino. Era la habitación favorita de Hamish.

—No tengo hambre —gruñó Matthew.

—Estás muerto de hambre —lo contradijo Hamish bruscamente, observando el color y la textura de la piel de Matthew—. ¿Cuándo fue la última vez que comiste bien?

—Hace varias semanas. —Matthew se encogió de hombros con su acostumbrada indiferencia hacia el paso del tiempo—. No me acuerdo.

—Esta noche tomarás vino y sopa. Mañana… ya decidirás lo que vas a comer. Quieres estar un rato a solas antes de cenar, o te arriesgarías a jugar al billar conmigo?

Hamish era un extraordinario jugador de billar americano y todavía mejor del ruso, que había aprendido cuando era adolescente. Había ganado su primer dinero en los salones de billar de Glasgow y podía derrotar prácticamente a cualquiera. Matthew se negaba a jugar al billar ruso con él porque no le resultaba divertido perder siempre, incluso con un amigo. El vampiro había tratado de enseñarle a jugar al billar de carambola, el antiguo juego francés en el que cada jugador tenía una bola y luego había otra más de diferente color, pero Matthew ganaba siempre en este juego. El billar americano era la opción más sensata.

Incapaz de resistirse a un combate de cualquier tipo, Matthew aceptó.

—Voy a cambiarme de ropa y me reúno contigo.

La mesa de billar recubierta de fieltro estaba en una sala frente a la biblioteca. Allí le esperaba Hamish ataviado con un jersey y pantalones cuando Matthew llegó vestido con una camisa blanca y vaqueros. El vampiro evitaba vestirse de blanco, pues le daba un aspecto alarmante y fantasmal, pero era la única camisa decente que tenía. Había hecho las maletas para un viaje de caza, no para una cena.

Cogió su taco y se colocó en un extremo de la mesa.

—¿Listo?

Hamish asintió con la cabeza.

—Jugaremos una hora, ¿te parece? Luego vamos a por una copa.

Ambos hombres se inclinaron sobre sus tacos.

—Sé bueno conmigo, Matthew —murmuró Hamish justo antes de que ambos golpearan las bolas. El vampiro resopló mientras éstas iban al otro extremo, golpeaban sobre la banda y rebotaban.

—Me quedaré con la blanca —eligió Matthew cuando las bolas se detuvieron y la suya quedó más cerca. Cogió la otra y se la arrojó a Hamish. El daimón puso una bola roja en su marca y retrocedió.

Como en la caza, Matthew no tenía ninguna prisa por anotar puntos. Hizo quince jugadas con éxito, poniendo la bola roja en una tronera diferente cada vez.

—Si no te molesta —dijo, arrastrando las palabras y señalando la mesa. El daimón puso su bola amarilla en la mesa sin comentarios.

Matthew mezclaba tiros simples que enviaban a la bola roja a las troneras con tiros más difíciles conocidos como «carambolas», que no eran su fuerte. Estas carambolas consistían en golpear tanto la bola amarilla de Hamish como la roja con un solo golpe de taco, lo cual requería no sólo fuerza, sino también precisión.

—¿Dónde encontraste a la bruja? —preguntó Hamish con toda tranquilidad cuando Matthew hubo metido la bola amarilla y la roja en las troneras.

Matthew recuperó la bola y se preparó para su próximo tiro.

—En la Bodleiana.

El daimón enarcó las cejas en un gesto de sorpresa.

—¿En la Bodleiana? ¿Desde cuándo eres un asiduo visitante de la biblioteca?

Matthew falló y su bola blanca saltó por encima de la banda y cayó al suelo.

—Desde que en un concierto escuché por casualidad a dos brujas que hablaban de una norteamericana que había puesto sus manos en un manuscrito perdido hacía mucho tiempo — explicó—. No podía entender por qué eso les resultaba tan interesante a las brujas. —Retrocedió apartándose de la mesa, molesto por haber fallado.

Hamish hizo rápidamente sus quince jugadas acertadas. Matthew dejó su bola sobre la mesa y cogió la tiza para marcar los puntos de su amigo.

—Así que entraste en ese sitio y empezaste a conversar con ella para saberlo. —El daimón metió las tres bolas en una tronera de un solo golpe.

—Fui a buscarla, sí. —Matthew observaba mientras Hamish se movía alrededor de la mesa—. Sentía curiosidad.

—¿Ella se alegró de verte? —preguntó Hamish en tono suave, al tiempo que hacía otra jugada difícil. Sabía que vampiros, brujas y daimones rara vez se reunían. Preferían pasar el tiempo dentro de selectos círculos de criaturas similares. Su amistad con Matthew era una relativa rareza, y los amigos daimones de Hamish opinaban que era una locura permitir que un vampiro estuviera tan cerca. En una noche como ésa, pensaba que tal vez tenían razón.

—No exactamente. Diana estaba asustada al principio, aunque me miró a los ojos sin pestañear. Sus ojos son extraordinarios…: azules, dorados, verdes, grises… —Matthew se detuvo a pensar—. Después quiso golpearme. Por su olor se deducía que estaba enfadada.

Hamish amagó una risa.

—Parece una reacción razonable si tenemos en cuenta que estaba siendo acechada por un vampiro en la Bodleiana. —Decidió ser amable con Matthew y evitarle una respuesta. El daimón lanzó su bola amarilla por encima de la roja, tocándola deliberadamente para que la bola roja se moviera hacia delante y chocara con ella—. ¡Maldición! —gruñó—. Una falta.

Matthew regresó a la mesa, dio varios golpes e intentó una o dos carambolas.

—¿Os habéis visto fuera de la biblioteca? —preguntó Hamish una vez que el vampiro recuperó en parte su serenidad.

—No la veo mucho, en realidad, ni siquiera en la biblioteca. Yo me siento en una parte y ella se sienta en otra. De todos modos, la he invitado a desayunar. Y también la llevé al Viejo Pabellón, a conocer a Amira.

A Hamish le resultó difícil mantener la mandíbula cerrada. Matthew había conocido a muchas mujeres durante años y nunca había llevado a ninguna al Viejo Pabellón. Además, ¿qué era eso de sentarse en extremos opuestos de la biblioteca?

—¿No sería más fácil sentarse a su lado en la biblioteca, ya que estás interesado en ella?

—¡No estoy interesado en ella! —El taco de Matthew se estrelló sobre la bola blanca—. Quiero el manuscrito. He estado tratando de conseguirlo desde hace más de cien años. Ella se limitó a presentar la solicitud de préstamo y allí estaba, con todos los demás. —El tono de su voz era de envidia.

—¿Qué manuscrito, Matt? —Hamish estaba haciendo todo lo posible para ser paciente, pero aquella conversación empezaba a parecerle insoportable. Matthew daba la información como un avaro que tiene que deshacerse de algunos peniques. Resultaba muy exasperante para los daimones de mente rápida tratar con criaturas que no consideraban de particular importancia ninguna fracción de tiempo más pequeña que una década.

—Un libro de alquimia que pertenecía a Elias Ashmole. Diana Bishop es una muy respetada historiadora de la alquimia.

Matthew cometió una nueva falta al golpear la bola con demasiada fuerza. Hamish volvió a colocar las bolas y continuó acumulando puntos mientras su amigo se calmaba. Finalmente, Jordan apareció para decirles que las bebidas estaban listas abajo.

—¿Cuál es el resultado? —Hamish dirigió la mirada hacia las marcas de tiza. Sabía que había ganado, pero lo caballeresco era preguntar…, por lo menos, eso era lo que Matthew le había dicho.

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