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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

El cura de Tours (6 page)

BOOK: El cura de Tours
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Al hallarse en presencia del imponente canónigo, que, para recibirle en una habitación desmantelada, dejó rápidamente el gabinete lleno de papeles en que trabajaba sin cesar, y donde no entraba nadie, el vicario casi tuvo vergüenza de hablar de las impertinencias de la señorita Gamard a un hombre que parecía tan seriamente ocupado. Mas luego de haber sufrido todas las angustias de esas deliberaciones interiores que las personas humildes, indecisas o débiles experimentan aun en las cosas sin importancia, se decidió, no sin extraordinarias palpitaciones de corazón, a explicar su situación al abate Troubert. El canónigo escuchó con un talante grave y frío, intentando, pero en vano, reprimir ciertas sonrisas que acaso hubieran revelado a ojos inteligentes las emociones de un contento íntimo. Una llamarada pareció escaparse de sus párpados cuando Birotteau le pintó, con la elocuencia que dan los sentimientos verdaderos, las constantes amarguras que devoraba; pero Troubert se puso la mano sobre los ojos, con un ademán bastante común en los pensadores, y conservó su actitud digna habitual. Cuando acabó de hablar el vicario trabajo le habría costado encontrar en el rostro de Troubert, jaspeado entonces de manchas más amarillas que las ordinarias en su tinte bilioso, algunas trazas de los sentimientos que habría debido excitar en el misterioso presbítero. Después de permanecer un momento silencioso, el canónigo dio una de aquellas respuestas suyas, en las cuales todas las palabras debían de haber sido estudiadas mucho tiempo para que su alcance fuese completamente mesurado, pero que más tarde probaban a la gente la sorprendente profundidad de su alma y la potencia de su espíritu. Abrumó a Birotteau diciéndole que aquellas cosas le sorprendían tanto más cuanto que él nunca las habría advertido a no confesárselas su hermano; atribuía esta falta de penetración a sus graves ocupaciones, a sus trabajos y a la tiranía de ciertos elevados pensamientos que no le permitían fijarse en los pormenores de la vida. Le hizo notar, pero sin que pareciese querer censurar la conducta de un hombre cuya edad y cuyos conocimientos merecían su respeto, que «antiguamente, los solitarios rara vez pensaban en su alimento ni en su abrigo, en el fondo de las tebaidas donde se entregaban a santas contemplaciones», y que «en nuestros días, el presbítero podía, con el pensamiento, hacerse dondequiera una tebaida». Luego, volviendo a Birotteau, añadió que «aquellas discusiones eran enteramente nuevas para él. Durante doce años, nada semejante había sucedido entre la señorita Gamard y el venerable abate Chapeloud». En cuanto a él, sin duda, añadió, podía hacerse árbitro entre el vicario y su hospedera, porque su amistad con ella no traspasaba los límites impuestos por la Iglesia a sus fieles servidores; pero en ese caso la justicia exigía que oyese también a la señorita Gamard. Que, por lo demás, él no había notado en ella cambio ninguno, que siempre la había visto así; que él se había sometido voluntariamente a algunos de sus caprichos sabiendo que aquella respetable señorita era la misma bondad, la dulzura misma; que se debía atribuir sus ligeros cambios de humor a los sufrimientos que le causaba una enfermedad del pecho de que no hablaba nunca y que sufría con cristiana resignación… Acabó diciendo el vicario que «con pocos años más que permaneciese al lado de la señorita Gamard sabría apreciarla mejor y reconocer los tesoros de su excelente carácter».

El abate Birotteau salió confuso. En la necesidad fatal en que se hallaba de no tomar consejo mas que de sí mismo, juzgó a la señorita a su manera. Pensó el buen señor que ausentándose unos días se extinguiría, por falta de alimento, la inquina que le tenía aquella mujer. Resolvió, pues, ir, como hacía antes, a pasar unos días en una finca campestre a donde la señora de Listomère se trasladaba a fines de otoño, época en que, generalmente, el cielo de Turena es puro y dulce. ¡Pobre hombre! Precisamente satisfacía así las ansias secretas de su terrible enemiga, cuyos proyectos no podían ser contrariados sino con una paciencia de monje; pero como no adivinaba nada, como no conocía ni sus propios asuntos, debía sucumbir como sucumbe un cordero al primer golpe del carnicero.

Situada al borde de la carretera que une a la ciudad de Tours con las alturas de San Jorge, orientada al Mediodía, rodeada de rocas, la propiedad de la señora de Listomère ofrecía los atractivos del campo y todos los placeres de la ciudad. En efecto, no se empleaban más de diez minutos en llegar desde el puente de Tours a la puerta de aquella casa, llamada La Alondra: ventaja preciosa en un país donde nadie quiere molestarse por nada, ni para ir a divertirse. El abate Birotteau llevaba en La Alondra unos diez días cuando una mañana, al tomar el almuerzo, le dijo el portero que el señor Caron deseaba hablarle. El señor Caron era un abogado encargado de los asuntos de la señorita Gamard. Birotteau, que no lo recordaba, y que no tenía litigio alguno que resolver con nadie de este mundo, dejó la mesa y fue con cierta ansiedad en busca del abogado: lo encontró modestamente sentado en la balaustrada de la terraza.

—Como es evidente la intención que tiene usted de no alojarse ya en casa de la señorita Gamard… —comenzó diciendo el hombre de negocios.

—¡Cómo, señor! —exclamó el abate Birotteau—. Nunca he pensado dejarla.

—Sin embargo, señor —repuso el abogado—, es necesario que se haya usted explicado sobre esto con la señorita Gamard, puesto que me envía para saber si permanecerá usted mucho tiempo en el campo. Como en su contrato no está previsto el caso de una larga ausencia, esto puede ocasionar discusiones. Así, pues, pensando la señorita Gamard que su hospedaje…

—Caballero —dijo Birotteau, sorprendido y volviendo a interrumpir al abogado—, no creí que fuese necesario emplear procedimientos casi judiciales para…

—La señorita Gamard, que quiere prevenir toda dificultad —dijo el señor Caron—, me ha enviado para entenderme con usted.

—Pues bien; si tiene usted la bondad de volver mañana, yo consultaré por mi parte.

—Sea —dijo Caron saludando.

El picapleitos se retiró. El pobre vicario, espantado ante la persistencia con que le perseguía la señorita Gamard, volvió al comedor de la señora de Listomère con el rostro demudado. Todos le preguntaron:

—¿Qué le sucede, señor Birotteau?

El abate, desolado, se sentó sin contestar; tan conmovido le tenían las bajas imágenes de su desventura. Pero después del almuerzo, cuando varios de sus amigos se reunieron en el salón delante de una buena lumbre, Birotteau les contó candorosamente los pormenores de su aventura. Sus oyentes, que ya empezaban a aburrirse de la estancia en el campo, se interesaron vivamente en aquella intriga, tan en armonía con la vida provinciana. Todos se pusieron del lado del abate contra la solterona.

—¡Cómo! —dijo la señora de Listomère—. ¿No ve usted claramente que el abate Troubert desea sus habitaciones?

Aquí el historiador tendría el derecho de dibujar el retrato de esta dama; pero ha pensado que incluso los que desconocen el sistema de cognomología de Sterne no podrían pronunciar estas tres palabras SEÑORA DE LISTOMÈRE sin pintarla noble, digna y sabiendo, a fuerza de finas maneras, templar los rigores de la piedad con la vieja elegancia de las costumbres monárquicas y clásicas; buena, pero un poco estirada, ligeramente gangosa, permitiéndose la lectura de la Nueva Eloísa, la comedia, y peinándose todavía al antiguo uso.

—¡No faltaba más sino que el abate Birotteau cediese a esa vieja enredadora! —exclamó el señor de Listomère, teniente de navío, que había venido a casa de su tía en uso de licencia—. Si el vicario tiene corazón y quiere seguir mis consejos, bien pronto recobrará su tranquilidad.

Cada cual, en fin, se puso a analizar las acciones de la señorita Gamard con la perspicacia peculiar de los provincianos, a quienes no se puede negar el talento de descifrar los más secretos motivos de las acciones humanas.

—No aciertan ustedes —dijo un viejo propietario que conocía el país—. En el fondo de esto hay algo grave que yo no adivino todavía. El abate Troubert es demasiado profundo para que se lo adivine prontamente. Nuestro querido Birotteau no está más que en el principio de sus penas. Ante todo: ¿viviría feliz y tranquilo aunque cediese sus habitaciones a Troubert? Lo dudo. Si Caron ha venido a decirle a usted —añadió volviéndose hacia el aturdido presbítero— que usted pensaba dejar a la señorita Gamard, sin duda la señorita Gamard tiene la intención de echarle de su casa… Pues usted saldrá de allí de grado o por fuerza. Esta clase de gentes no arriesgan nunca nada; siempre proceden sobre seguro.

Aquel anciano caballero, llamado señor de Bourbonne, resumía todas las ideas de las provincias tan completamente como Voltaire ha resumido el espíritu de la época. Aquel viejo, seco y flaco, profesaba en materia de indumentaria la indiferencia de un propietario que no tiene valores territoriales fuera de su provincia. Su fisonomía, curtida por el sol de Turena, era más fina que espiritual. Habituado, a pesar de sus palabras, a combinar sus actos, ocultaba su profunda circunspección bajo una simplicidad engañosa. Así, la más somera observación dejaba comprender que, como un aldeano de Normandía, llevaba siempre la delantera en todos los negocios. Era versadísimo en enología, la ciencia favorita de los habitantes de Tours. Había sabido regar las praderas de una de sus fincas a expensas de los pantanos del Loira sin caer en un litigio con el Estado. Esta buena jugada le hizo pasar por un hombre de talento. Si, seducidos por la conversación del señor de Bourbonne, hubieseis pedido su biografía a los vecinos de Tours, los que le tenían envidia, y eran muchos, os hubiesen dado la respuesta proverbial: «¡Oh, es un viejo maligno!» En Turena, como en la mayoría de las provincias, la envidia forma el fondo de la lengua.

La observación del señor de Bourbonne produjo un silencio momentáneo, durante el cual las personas que componían aquel pequeño comité parecían reflexionar. En esto fue anunciada la señorita Salomón de Villenoix. Llegaba de Tours con el deseo de ser útil a Birotteau y las noticias que traía cambiaron completamente el aspecto de la cuestión. En el momento de su llegada, todos, excepto el propietario, aconsejaban a Birotteau que luchase con Troubert y Gamard, bajo los auspicios de la sociedad aristocrática que había de protegerle.

—El vicario general, que tiene la dirección del personal a su cargo —dijo la señorita Salomon—, acaba de caer enfermo, y el arzobispo ha puesto interinamente en su lugar al señor Troubert. Por tanto, la provisión de la canonjía depende ahora de él enteramente. Pero ayer, en casa de la señorita de la Blottière, el abate Poirel habló de los disgustos que el abate Birotteau causaba a la señorita Gamard, como queriendo justificar la desgracia que caerá sobre nuestro buen abate: «El abate Birotteau es un hombre que necesitaba mucho al abate Chapeloud, decía, y desde la muerte de aquel virtuoso canónigo se ha demostrado que…» Se han sucedido las suposiciones, las calumnias. ¿Comprenden ustedes?

—Troubert será vicario general —dijo solemnemente el señor de Bourbonne.

—¡Ea! —exclamó la señora de Listomère, mirando a Birotteau—. ¿Qué prefiere usted, ser canónigo o permanecer en casa de la señorita Gamard?

—¡Ser canónigo! —respondió una exclamación general.

—Pues bien —añadió la señora de Listomère—; hay que hacer que ganen el pleito el abate Troubert y la señorita Gamard. ¿No le han hecho a usted saber indirectamente, por la visita de Caron, que si consiente usted en dejarlos será canónigo? Pues toma y daca.

Todos ensalzaron la agudeza y la sagacidad de la señora de Listomère, menos el barón de Listomère, su sobrino, que dijo con un tono cómico al señor Bourbonne, aludiendo a los combates navales:

—A mí me habría gustado un combate entre la Gamard y el Birotteau.

Mas, para desdicha del vicario, las fuerzas no estaban equiparadas entre sus amigos aristocráticos y la solterona apoyada por el abate Troubert. Pronto llegó el momento en que la lucha había de dibujarse más francamente, agrandarse y adquirir proporciones enormes. Por acuerdo de la señora de Listomère y de la mayoría de sus adeptos, que empezaban a apasionarse por aquella intriga surgida en el vacío de su vida provinciana, se envió un recado al señor Caron. El hombre de negocios volvió con una celeridad notable, que al señor de Bourbonne no le causó sorpresa.

—Aplacemos toda resolución hasta tener informes más amplios —fue la opinión de aquel Fabio en bata, a quien sus profundas reflexiones le revelaban las altas combinaciones del tablero turenés.

Intentó hacer comprender a Birotteau los peligros de su posición. Como la prudencia del viejo maligno no halagaba las pasiones del momento, sólo obtuvo una ligera atención. La conferencia entre el abogado y Birotteau fue breve. El vicario volvió junto a sus amigos azoradísimo, diciendo:

—Me pide un escrito en que conste mi retirada.

—¿Qué quiere decir esa indigna palabra? —dijo el teniente de navío.

—¿Qué significa eso? —exclamó la señora de Listomère.

—Eso significa, sencillamente, que el abate ha de declarar que abandona por su gusto la casa de la señorita Gamard —respondió el señor de Bourbonne, tomando un polvo de rapé.

—¿No es más que eso? ¡Firme usted! —dijo la señora de Listomère, mirando a Birotteau—. Si está usted firmemente resuelto a salir de casa de ella, no hay ningún inconveniente en que haga usted constar su voluntad.

¡La voluntad de Birotteau!

—Es lo justo —dijo el señor de Bourbonne, cerrando su tabaquera con un golpe seco cuya significación no se puede expresar, porque era todo un lenguaje—. Pero siempre es peligroso escribir —añadió, dejando la tabaquera sobre la chimenea, con un gesto que espantó al vicario.

Birotteau estaba tan entontecido por el derrumbamiento de todas sus ideas, por la rapidez de los acontecimientos, que le sorprendían sin defensa, por la ligereza con que sus amigos trataban los asuntos más amados de su vida solitaria, que permanecía inmóvil, como si se viese en otro planeta, sin pensar en nada, pero oyendo y queriendo comprender el sentido de las rápidas palabras que prodigaba todo el mundo. Cogió el escrito del señor Caron y lo leyó, como si el documento del abogado fuese a concentrar su atención; pero esto fue un movimiento maquinal, y firmó aquel escrito, en el cual reconocía que renunciaba voluntariamente a vivir en casa de la señorita Gamard y a ser alimentado según los contratos hechos entre ellos. Cuando el vicario acabó de estampar su firma, el señor Caron recogió el acta y le preguntó adónde debía la señorita Gamard enviarle las cosas de su pertenencia. Birotteau indicó la casa de la señora de Listomère. Con un gesto, esta dama consintió alojar al abate por unos días, segura de que pronto sería nombrado canónigo. El viejo propietario quiso ver aquella especie de acta de renunciación y el señor Caron se la enseñó.

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