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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (4 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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Al fondo del apartamento, una gran cocina anticuada con una enorme mesa que dominaba el centro. Habían insertado un cuarto de baño en una esquina, y a su lado había una escalera que conducía al sótano. Don y Jay empezaron a bajarlas de inmediato.

—¿No quieren mirar las alacenas de la cocina? —preguntó Cindy.

—Son todas baratas de todas formas —respondió Don—. Cuando llegue el momento, las construiré más bonitas.

Muy bien. Parecía un hombre que ya se había decidido a comprar. Cindy se abstuvo de hacer más comentarios mientras los seguía al sótano.

Naturalmente, Jay y Don llevaban linternas consigo. Sin duda traerían en los bolsillos alguna herramienta o utensilio para investigar. El abuelo de Cindy era así, y ella siempre pensaba en los bolsillos de un obrero como una especie de cofre del tesoro. Nunca sabías qué podías encontrarte. Apuntaron con las linternas al techo sin terminar del sótano. Aquí era donde la casa revelaría sus secretos.

El cableado era antiguo, con cables y aislantes de porcelana, y Jay lo rascó con la uña.

—No se te ocurra pasar energía por aquí, ni siquiera temporalmente —dijo.

—No tienes que decírmelo dos veces —respondió Don.

—Es un milagro que este sitio no saliera ardiendo cuando todavía estaba ocupado —Jay miró a Cindy—. ¿Cuándo se quedó libre?

—Lo ocuparon por última vez en la primavera del 86. Estaba alquilado a unas estudiantes, así que supongo que sí que fue un milagro que no hubiera un incendio, con tantos secadores de pelo y planchas enchufadas.

Encontraron la caja de fusibles. Jay soltó una risita y cerró la puerta de inmediato.

—Dale esto a un museo —dijo—. A un museo de juguetes.

El sistema de fontanería, sin embargo, era sorprendentemente bueno. Jay y Don señalaron una y otra vez cómo las tuberías de desagüe de hierro forjado y los conductos de cobre pertenecían a la edad dorada de la fontanería y los obreros que los habían instalado habían hecho un trabajo decente. Sólo las tuberías que conducían a un par de cuartos de baño añadidos eran de acero galvanizado. Jay apuntó su linternita a una gran mancha de óxido que asomaba en una de las tuberías.

—No las toques —dijo—. Sólo las mantiene unidas el óxido. —Suspiró—. Supongo que será mejor que descubramos adonde llevan estas tuberías.

—No importa mucho —respondió Don—. La mitad de los cuartos de baño se añadieron cuando dividieron la casa en apartamentos, así que tendré que volver a recolocarlo todo.

—¿No pertenecen estas tuberías a la instalación original? —preguntó Cindy.

Ellos la miraron como si estuviera loca.

—Este lugar fue construido en 1874 —dijo Don por fin—. La instalación original era un agujero en el patio trasero.

—Y este tubo de cobre no empezó a utilizarse hasta los años treinta —añadió Jay.

—Oh —dijo Cindy, sintiéndose como si hubiera suspendido un examen. O, peor aún, aprobado.

Arriba, con la tenue luz de las ventanas, el deterioro de la casa abandonada se volvió triste y penoso.

—Este lugar era tan bonito —dijo Jay—. Mirad las molduras, los apliques.

—Incluso una moldura para cuadros. Se tomaron muchas molestias. Pero ahora está hecha una pena.

Comprobaron cada cuarto de baño en busca de salideros y daños en los apliques. Pronto llegaron al cuarto de baño del piso de arriba en la parte delantera de la casa.

—Bueno, el inodoro está muerto —dijo Don—. Pero hay una ducha que incluso tiene cortina, nada menos.

—El único inodoro en condiciones es el de la planta baja —dijo Jay—. Y los otros dos cuartos de baño tienen esas tuberías oxidadas, así que supongo que tendrás que ducharte aquí y usar el inodoro de abajo.

—Conveniente —dijo Don.

—¿Va a vivir usted aquí? —preguntó Cindy.

—Es lo que hace —dijo Jay—. Vive en la casa mientras trabaja en ella.

—¿Va a mudarse aquí antes de que esté renovada?

—Me ahorra el alquiler —dijo Don—. Suponiendo que me quede con la casa.

—Por supuesto —dijo Cindy. Pero supo que iba a intentar quedársela.

—Llegó la hora del test final —dijo Jay—. Al desván.

Si se podía llamar desván. Cierto, había un cuarto para leña con las paredes sin terminar, pero las otras habitaciones estaban terminadas, con interesantes techos inclinados y grandes ventanas que recibían bastante luz. Jay y Don parecieron repasar cada centímetro del techo, buscando manchas.

—No me lo puedo creer —decía Jay una y otra vez—. Este lugar lleva vacío una década y el tejado ni siquiera tiene goteras en ninguna parte.

—Pero habrá que sustituirlo de todas formas —dijo Don—. Nadie se lo va a quedar si no puedo decirles que el tejado es nuevo.

Una vez más, la suposición de que iba a vender la casa más tarde.

Y como ella controlaba el precio de compra, iba a funcionar. ¿Por qué entonces, sentía más ansiedad que nunca? No era por la venta. Era Don Lark. Había algo en él. Y no sólo el hecho de que fuera su tipo. Su tipo solía acabar bebiendo cerveza y corriendo al baño para mear cada pocos minutos. En realidad no le hacía mucha gracia su tipo. Ni tampoco encontraba nada romántico en un hombre que no tenía teléfono y vivía en su camioneta entre un trabajo y otro. Pero le extrañaba por qué no podía quitarle los ojos de encima.

En el cuarto de leña, Jay examinó las vigas y silbó.

—Tío, sabían cómo construir entonces. Esta casa es fuerte.

Cindy trató de ver qué tenían de particular las vigas.

—¿Es que son más gruesas?

—Y están más juntas —dijo Don.

—Así que todo es más fuerte —dijo Cindy.

—Más fuerte pero más pesado —explicó Don—. Hay un montón de peso aquí arriba, con este tejado. El suelo del desván tiene que ser superpesado también. Los muros maestros de la planta baja y las columnas maestras del sótano sostienen una enorme cantidad de peso.

—Es una cosa circular —añadió Jay—. Cuanto más fuerte lo haces, más fuerte tienes que hacerlo. Si añades fuerza aquí, tienes que añadir más fuerza abajo para que lo sostenga. Al final, el suelo acaba no pudiendo soportarlo.

—¿De veras? —preguntó Cindy.

Don sacudió la cabeza.

—Ahora estamos hablando de niveles de peso de rascacielos. Nunca encontrará aquí una casa demasiado pesada para el suelo.

—Lo dice porque no es aparejador —dijo Jay—. Podría contarle unas cuantas historias.

—Podría, pero no le deje —dijo Don—. A menos que tenga problemas para dormir.

Jay hizo una pobre imitación de Groucho:

—Me gusta considerarme un problema para dormir. —Le sonrió a Cindy.

Al volverse hacia la puerta del cuarto de la leña, Cindy tropezó con un arcón. Debía de estar vacío, porque se deslizó con facilidad por el suelo, levantando una nube de polvo. Inmediatamente, se puso a estornudar.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Don.

—Jesús —dijo Jay. Cindy odiaba esa costumbre. Tal vez después de que alguien vomitara sería adecuado, ¿pero invocar los poderes del universo a causa de un estornudo?

—Discúlpenme, pero será mejor que me vaya abajo —dijo Cindy.

El primer paso que dio le informó que se había torcido un poco un tobillo cuando tropezó. Dio un respingo y cojeó.

—Se ha hecho daño —dijo Don.

—Nada, una torcedura, se me pasará.

—Deje que le eche una mano.

Cindy sentía tanto desprecio por las mujeres que flirteaban apoyándose en los hombres a cada oportunidad que ahora, cuando le habría gustado mucho tener una mano que la ayudara a bajar las escaleras (sobre todo la mano de Don), la rechazó por reflejo.

—De verdad, acaben aquí y reúnanse conmigo cuando estén listos, estaré bien.

Don aceptó su palabra, maldición. Pero de hecho Cindy tenía razón: cuando salió al porche, el tobillo ya estaba bien. No dolía. Pero tampoco tenía a Don. Su brazo debía ser musculoso como hierro bajo aquella manga. Podría lanzarme al aire como a un bebé.

Los hombres no tardaron mucho en bajar. Don no perdió el tiempo. Le preguntó si su tobillo estaba bien, pero en cuanto ella le aseguró que sí, fue directamente al grano.

—Si el precio está bien, me merecerá la pena el trabajo. La casa es sólida, pero tengo que quitarlo casi todo y empezar de cero. Así que tiene que quedarme suficiente capital para hacerlo.

—Si necesita tiempo para hacer una estimación… —empezó a decir ella.

—No necesito tiempo. Ya recorrí el perímetro de la casa y conté las plantas y multipliqué los metros cuadrados antes de llamarla. El precio tiene que ser inferior a cincuenta mil.

Ella alzó una ceja.

—¿Debo tomar eso como una oferta?

—Yo no regateo —dijo Don.

—Es la verdad —dijo Jay—. No sabe jugar al poker porque ni siquiera va de farol. Si apuesta una mano, retírese, porque no apuesta a menos que tenga algo seguro.

—Yo no juego al poker —dijo Cindy—. Sólo vendo casas.

—Lo que estoy diciendo es que no digo menos de cincuenta mil para que usted responda que setenta y cinco y luego acordemos sesenta y dos.

—Lo sé —dijo ella—. Está diciendo menos de cincuenta porque si es más de cincuenta no se la queda.

—Si es más de cincuenta tendré que acudir al banco para pedir parte del dinero y luego pagar intereses todo el tiempo que esté trabajando en la casa. Y será casi un año. Es la casa más grande que he reparado jamás. Así que no puedo permitirme pedir un préstamo. En efectivo o nada.

—¿Tiene cincuenta mil en efectivo?

—Dije menos de cincuenta mil.

—Creo que es un error —dijo Jay.

Cindy lo miró, sorprendida.

—¿Quiere decir que la casa no es segura?

—Es segura como un dólar —respondió Jay—. O un yen, o lo que sea. Pero no creo que vaya a recuperar lo que invierta. No en este barrio, ni en este año.

—Si va poner menos de cincuenta mil….

—Pero habrá puesto el doble para cuando haya terminado —dijo Jay—. Más un año de trabajo de un carpintero cualificado. Pongamos que sean ciento cincuenta mil dólares. Y apuesto que no hay nada en este barrio que se venda por más de cien mil.

Cindy le dirigió a Jay su sonrisa asesina. Ahora se había metido de lleno en su campo, así que iba a disfrutar un poco alardeando.

—La verdad es que las casas por aquí están últimamente en la gama de ciento diez-ciento veinte. Y en parte lo que hace que sea tan bajo es esta casa, que rebaja todo el barrio. Además, esta casa es algo especial. Echen un vistazo. La casa de al lado es la cochera de ésta, por el amor de Dios… y es la segunda casa más bonita de la calle. Así que cuando ésta salga al mercado, se venderá por al menos treinta mil dólares más que el resto del barrio. Si encuentra el comprador adecuado.

—Y ahí es donde entra usted, sin duda —dijo Jay. Su cinismo la enfureció.

—Sí, Jay, ahí es donde entro yo. Porque soy al negocio inmobiliario lo que usted a la arquitectura, excepto que puedo hacerlo sin hacer referencias guarras a los miembros del sexo opuesto. Así que cuando sea la hora de vender esta casa, ni siquiera se la ofreceré a alguien que busque una bicoca. Se la ofreceré a alguien que busque una joya y esté dispuesto a pagar una buena pasta. Y si el señor Lark es tan bueno como parece usted pensar que es, le apuesto ahora mismo que el precio de esta casa será de casi doscientos mil dólares.

—¿Quiere apostar? —preguntó Jay.

—Basta —dijo Don—. No uso agentes para vender mis casas. No puedo permitirme la comisión.

—Si yo no encuentro ese precio, no aceptaré una comisión —dijo Cindy.

—Eso no estaría bien. Su trabajo merece el precio. No aceptaré su trabajo si no le pago por él.

—He hecho una apuesta —dijo Cindy—. ¿Son ustedes hombres o qué?

—Aceptaré la apuesta —dijo Jay.

—No tiene nada en juego —dijo Cindy.

—Mi reputación como juez de bienes raíces.

—No tiene ninguna reputación —dijo Cindy—, o habría oído hablar de usted.

Don se echó a reír. Más bien pareció un ladrido, o un par de ladridos. Casi una advertencia. Me hace gracia, pero échese atrás porque sigo preparado para morder en cualquier momento. Pero a Cindy le gustó la risa. O al menos a sus hormonas le gustaron. Furiosa consigo misma, se dio cuenta de que él podría quitarse los zapatos ahora mismo y ella probablemente se excitaría con el olor de sus calcetines. Contrólate, chica.

—No acepto la apuesta —dijo Don—. No soy hombre de apuestas. Pero me pensaré darle una oportunidad. No hasta que vea usted mi trabajo terminado. Ahora mismo está comprando una nube.

—No está comprando nada —dijo Jay—. Los agentes inmobiliarios van a consigna.

—A comisión —dijo Cindy—. Si no conoce la diferencia…

—No nos peleemos —dijo Jay—. Acordemos que no nos caemos bien pero ambos queremos a Don así que tenemos que llevamos bien por él.

¿Qué quería decir con eso? Inmediatamente ella puso su cara de negocios.

—Le diré a mi cliente que su oferta es de cuarenta y seis mil quinientos. Puede que a usted no le guste regatear, pero a él sí. Cuando acuerde cuarenta y nueve, le llamaré para cerrar el trato.

—¿Cree que lo hará? —preguntó Don, sorprendido.

—Sé que lo hará —contestó Cindy. Entonces le dirigió a Jay su sonrisa más estudiada, que sabía que casi lo cegaría con su deslumbrante sarcasmo.

Jay la ignoró y se volvió hacia Don.

—Es tu dinero y tu vida, Don. Si lo llamas vida.

—No lo hago. Pero es la única vida que tengo. —Se volvió hacia Cindy—. ¿Cuándo la llamo?

—Mañana a las cinco y fijaremos una cita para la firma.

—¿De verdad está tan segura? —dijo Don—. Podría cambiar el tipo de arreglo que haga en esa puerta principal.

—¿Arreglo?

Ella tardó un momento en recordar que había entrado en la casa usando una palanqueta.

—Pretendo poner un nuevo pestillo, pero sujeto con una cabeza sin ranura e incrustado para que no pueda abrirse como yo lo hice. O poner un marco y una puerta nueva, que es lo que haré si la compro.

—Ponga la puerta nueva —dijo Cindy.

—¿Y qué pasa si el dueño dice que no? —preguntó Jay.

—Si el dueño dice que no —contestó Cindy—, yo pagaré la puerta.

—Gracias por su ayuda, Cindy —dijo Don—. Me parece que se ha tomado muchas molestias investigando la casa.

¡Se había dado cuenta!

—Así es.

—Tal vez cuando firmemos pueda hablarme más de ese doctor como se llame…

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