El cromosoma Calcuta (27 page)

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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El cromosoma Calcuta
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»Lo que Mangala descubrió por azar quizá fuese simplemente esto: que debido a su capacidad recombinatoria, el bacilo de la malaria puede digerir efectivamente esa pizca de ADN dividiéndola y distribuyéndola de nuevo. Entonces, si vuelve a introducirse en un paciente con el flujo sanguíneo cerebral obstaculizado, quizá pueda retransmitir la información y practicar algunas reconexiones minúsculas en el sistema neuronal del anfitrión.

»Supongo que cuando dio con el proceso dejó todo lo demás para dedicarse a perfeccionarlo… en dos sentidos. Uno consistía en descubrir un medio para impedir el paso de la sífilis. Y el otro en intentar que el cromosoma se estabilizase durante el proceso de transferencia. Porque lo que ocurría hasta entonces era que el bacilo se fragmentaba de la forma más rara, y ella quería controlar los tipos de rasgos que iban a transmitirse.

»La idea que tengo es que hacia 1897 Mangala se encontraba en un callejón sin salida y había llegado a la conclusión de que las variedades existentes de malaria no le permitirían ir más lejos. Por eso necesitaba desesperadamente que Ronnie resolviera todo el problema y lo divulgase. Porque estaba enteramente convencida de que el vínculo entre el bacilo y la mente humana era tan estrecho que una vez que se descubriese su ciclo vital se producirían mutaciones espontáneas que le permitirían impulsar su trabajo en otras direcciones. Eso es lo que ella creía, me parece: que cada vez que llegaba a un punto muerto, el modo de avanzar consistía en provocar otra mutación.

Apartando su plato vacío, Urmila preguntó:

—¿Cómo?

—Tratando de dar a conocer ciertas cosas.

—¿Y lo consiguió?

Murugan sonrió.

—Me parece que vamos a averiguarlo.

—¿Cómo?

—Creo que este experimento trata precisamente, de eso.

—Pero ¿por qué de esta manera? ¿Por qué no…?

—¿Es que no lo entiendes? —la interrumpió Murugan—. Mangala no se ha metido en esto por fines científicos, sino porque cree que es una diosa. Lo que significa que pretende ser la persona que decida la marcha de las cosas. Desde su punto de vista, nosotros nunca podremos conocerla, ni entender sus motivos ni nada que se relacione con ella: el experimento no dará resultado a menos que sus razones permanezcan inescrutables para nosotros, tan incognoscibles como una enfermedad. Pero al mismo tiempo tiene que tratar de contarnos su propia historia: eso también forma parte del experimento.

—¿Por qué te refieres a ella como si aún viviese? —inquirió Urmila—. ¿Intentas sugerir que está viva? ¿Que de algún modo ha logrado…?

Murugan sonrió y preguntó a su vez:

—Bueno, ¿a ti qué te parece?

Urmila se cruzó de brazos, encogida por un súbito escalofrío.

—No sé qué pensar —contestó, cogiendo la cortina del reservado y abriéndola.

En cuanto miró al restaurante, todo pareció detenerse; era como si todos los comensales se hubiesen vuelto a mirarla —los demás clientes, los camareros, los desaliñados estudiantes de la mesa de al lado—, como si hubiesen estado esperando la ocasión de verle la cara.

Volvió a echar rápidamente la cortina.

—Pero ¿qué hay de Lutchman? —preguntó—. En lo que me has dicho, nada indica que existiera relación alguna entre Mangala y Lutchman. Y, a propósito, ¿quién era Lutchman? ¿Cuál es su historia?

—En eso me has pillado, Calcuta —dijo Murugan—. Me siguen faltando muchos datos al respecto. Sólo dispongo de algunos detalles aislados; ni principio, ni desarrollo ni tampoco desenlace.

—Dame ejemplos —le instó Urmila—. ¿Cuáles son esos detalles de que hablas?

—La carta de Farley es la fuente principal —explicó Murugan—. Farley dice que en el laboratorio de Cunningham trabajaba otro individuo. Parece de la misma edad de Lutchman y cuadra con su descripción general.

—Con eso no se puede ir muy lejos —observó Urmila.

—Es cierto —reconoció Murugan—, sólo que algunas referencias de la carta pueden sugerir que ese ayudante era el mismo que se presentó a la puerta de Ross el 25 de mayo de 1895.

—¿Como cuáles?

—Bueno, pues de otra fuente sabemos que Lutchman tenía cierto impedimento en los dedos; es decir, le faltaba el pulgar de la mano izquierda. Lo cual, según parece, no afectaba a su destreza manual. Probablemente era de nacimiento, porque aprovechaba el dedo índice para suplir las funciones del pulgar…

Algo se removió en la memoria de Urmila, un recuerdo lejano.

—¿Qué ocurre? —preguntó Murugan—. ¿Por qué arrugas el ceño?

—Me ha parecido recordar algo, pero no lo sitúo —contestó Urmila, mordiéndose el labio—. No importa, sigue. ¿Dice Farley algo sobre la mano del ayudante?

—Nada concreto. Pero en una frase dice: «era sorprendentemente hábil, dadas las circunstancias». O algo parecido. Yo creo que las «circunstancias» a que se refiere tienen algo que ver con la mano de ese individuo.

—¿Eso es todo? —dijo Urmila, decepcionada.

—Sólo otra cosa. Al final de la carta, Farley dice que el ayudante utiliza un nombre supuesto.

—Entonces, ¿cómo se llamaba de verdad?

—Ojalá lo supiera. Pero no lo sé. Farley no lo mencionaba en su carta. Se marchó de Calcuta el mismo día que la echó al correo. Lo vieron subir a un tren en la estación de Sealdah junto con un joven que respondía a la descripción del ayudante, que le llevaba el equipaje. También los vieron más tarde, bajándose del tren en una pequeña estación desierta. No se volvió a ver a Farley. Unos meses después, en mayo de 1895, «Lutchman» se presentó en el laboratorio de Ronald Ross en Secunderabad.

—Tal vez sea una simple coincidencia —apuntó Urmila.

—Puede ser —concedió Murugan—. Pero habría que explicar otra coincidencia.

—¿Cuál?

—Sencillamente que, por una fuente distinta, he comprobado que el nombre de Lutchman tampoco era un nombre auténtico.

—¿Y cómo se llamaba?

—Laakhan.

Urmila se llevó súbitamente las manos a la boca.

—Dime, rápido: ¿cómo se llamaba la estación donde vieron por última vez a Farley y al ayudante?

—Renupur.

Urmila miraba a Murugan sin decir palabra.

Murugan le cogió la mano, apretándosela.

—Eh, despierta —le dijo—. ¿Qué te ocurre?

—Me parece que puedo llenar una laguna de la historia —anunció ella.

—¿Cómo?

—Anoche acompañé a su casa a Sonali-
di
y me contó algo: un episodio que le había relatado su madre sobre un incidente que le acaeció a Phulboni hace muchos años.

38

En 1933, poco después de que le hubieran dado su primer y único trabajo, Phulboni recibió el encargo de viajar a la remota ciudad de provincias de Renupur.

Phulboni trabajaba en una empresa británica muy conocida, Palmer Brothers, que fabricaba jabones y aceites y otros artículos domésticos. La empresa era famosa por su extensa red de distribución, que llegaba hasta las aldeas y ciudades más pequeñas. Cada nuevo empleado de la empresa debía pasar unos años viajando por una región, visitando las tiendas de los pueblos, conociendo a los comerciantes del lugar, sentándose en los puestos de té, visitando ferias y festejos.

Nuevo en el trabajo, Phulboni no había oído hablar de Renupur. Tras hacer algunas consultas, se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que, pese a ser pequeño, el pueblo se ufanaba de tener una estación de ferrocarril. Cada dos días pasaba por allí un tren que unía Calcuta con el mercado algodonero de Barich.

En línea recta, Renupur sólo estaba a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de Calcuta, pero el viaje era lento y bastante tedioso, pues serpenteaba entre Darbhanga y una amplia franja de la gran llanura de Maithil. Pero, lejos de amilanarse ante la idea de pasarse dos días en el tren, Phulboni estaba ilusionado: le encantaba todo lo relacionado con el ferrocarril, estaciones, locomotoras, guías de horarios, el acre olor a creosota de los coches cama. No había nada que le gustara más que soñar despierto junto a una ventanilla abierta con el viento en la cara. En aquella ocasión estaba especialmente entusiasmado porque le habían dicho que en los bosques cercanos a Renupur había buena caza. Dado su carácter, se había gastado la primera mensualidad en un rifle nuevo de calibre 303. Ahora esperaba con ansiedad la ocasión de utilizarlo.

Era mediados de julio. La época de los monzones había comenzado y la lluvia inundaba toda la parte oriental de la India. Varios ríos de la región, célebres por su turbulencia, se habían salido de su cauce desbordándose por las anchas y lisas llanuras. Aquellas aguas, tan cargadas de amenazas para el sustento de muchos, presentaban un aspecto completamente distinto para el espectador que pasaba en tren, mirando desde la seguridad de un elevado terraplén. Las aguas quietas, remansadas en grandes lienzos plateados bajo el oscuro cielo monzónico, ofrecían un espectáculo fascinante y encantador. Phulboni, criado entre las montañas y las selvas de Orissa, nunca había visto nada parecido: aquella interminable y majestuosa llanura reflejada en los cielos turbulentos.

Antes de arrancar de Dharbanga, Phulboni pidió al revisor que le avisara antes de llegar a Renupur. El viaje duró ocho horas, pero al joven escritor le parecieron unos minutos. Mucho antes de haber saciado su apetito de paisaje, apareció el revisor para avisarle de que casi habían llegado a Renupur.

Phulboni se asombró: mirando por la ventanilla, lo único que veía eran campos inundados, las mansas aguas interrumpidas tan sólo por la cuidadosa geometría de terraplenes y diques.

A lo lejos, una ocasional voluta de humo de leña que ascendía en espiral de un bosquecillo sugería un pueblo o una aldea, pero él no veía señal de que hubiese una aglomeración urbana suficiente para merecer una estación de ferrocarril.

Al manifestar su sorpresa al revisor, Phulboni se enteró, alarmado, de que la ciudad (pueblo, más bien) de Renupur estaba a casi cinco kilómetros de la estación que llevaba su nombre. Renupur no era en modo alguno lo bastante grande o importante para merecer un ramal en la línea férrea que unía Dharbanga con Barich. Los habitantes de Renupur que deseaban coger el tren tenían, en cambio, que hacer el viaje hasta la estación en carro de bueyes. De hecho, la estación de Renupur debía su existencia más a las demandas de la industria mecánica que a las necesidades de la población local. El reglamento de ferrocarriles estipulaba que las líneas de vía única como aquélla debían tener apartaderos a intervalos regulares, de modo que los trenes que circulaban pudieran cruzarse sin contratiempos. Así era como Renupur llegó a ufanarse de tener estación: en realidad era poco más que un cartel en un andén añadido a una vía muerta.

No se trataba más que de burocracia y reglamentos, naturalmente, le dijo el revisor. En aquella línea no existía verdadera necesidad de un apartadero. El suyo era el único tren que utilizaba aquel tramo de la vía. Iba traqueteando, parándose siempre que se presentaba el menor pretexto, hasta que llegaba al final de la línea. Y luego simplemente daba la vuelta y regresaba. Jamás se cruzaba con otros trenes hasta llegar a Darbhanga.

El revisor era un individuo de aspecto extraño. Tenía unas facciones curiosamente contraídas: su mandíbula inferior estaba tan mal emparejada con la superior, que mantenía la boca continuamente abierta en una mueca maliciosa y retorcida. Ahora se echó a reír, con su tono seco y áspero. Asomándose por la ventanilla señaló un tramo de vía que corría paralelamente a la línea principal a lo largo de doscientos metros antes de reunirse con ella. Las vías estaban tan oxidadas y llenas de hierba que apenas eran visibles.

—Y ahí tiene el apartadero de Renupur —dijo, acercando la cara a Phulboni y soltándole una rociada de saliva, roja de betel—. Como puede ver, no se utiliza. Dicen que sólo se usó una vez, y de eso hace muchos, muchos años.

Phulboni no le prestó atención: estaba demasiado ocupado limpiándose las manchas de betel de la cara.

El tren se detuvo con un gemido y el revisor abrió una puerta y bajó cargando con el estuche del rifle y la bolsa de Phulboni. Antes de que Phulboni pudiera darle una propina, ya estaba de nuevo en el tren, agitando un banderín verde.

—Espere un momento —gritó Phulboni, desconcertado.

Con un pitido, el tren se fue alejando despacio. Phulboni miró a su alrededor y, para su sorpresa, vio que era la única persona que había bajado en Renupur. Lanzó una última y larga mirada al tren y en una ventanilla vio al revisor, que le observaba con la torcida boca obsesivamente abierta. El tren pitó de nuevo y el rostro extrañamente contraído se perdió en una nube de humo.

Phulboni se encogió de hombros y se agachó a coger el equipaje. Se sintió impaciente por ponerse en camino al pueblo y, de forma instintiva, alzó la mano para llamar a un mozo. Hasta entonces no había notado que no había ninguno a la vista.

La estación era la más pequeña que Phulboni había visto en su vida, aún más que las que a veces se vislumbraban de pronto al pasar medio dormido en un tren a toda velocidad, y que desaparecían de nuevo con la misma rapidez. Porque hasta las estaciones más pequeñas tenían su plataforma, y muchas veces algunos bancos de madera también. Pero el andén de Renupur era un trozo de tierra batida, con la superficie cubierta de hierbajos y unos cuantos adoquines rajados. Dos chirriantes carteles colgaban junto a la vía, separados por unos cien metros, cada uno con la leyenda apenas visible de «Renupur». Entre ellos, sirviendo a la vez de garita de señales y de oficina del jefe de estación, había una destartalada construcción de ladrillo y tejado de hojalata, pintada con el habitual color rojo del ferrocarril. En ninguna parte se veían casas ni cabañas, ni habitantes del pueblo, ni ferroviarios, ni mirones, ni vendedores de comida, ni mendigos, ni viajeros dormidos, ni siquiera el inevitable perro ladrador.

Al mirar en torno, Phulboni se dio cuenta de que no había nadie en la estación, absolutamente nadie. El espectáculo era tan sorprendente que provocaba, literalmente, incredulidad. Las estaciones, según la experiencia del joven escritor, solían estar o llenas o semillenas de gente apiñada. Estaban semillenas cuando uno podía pasar sin impedimento entre la multitud, sin tener que abrirse camino a empujones. En las raras ocasiones en que ocurría eso, uno exclamaba: «¡Pero bueno, si hoy está vacía la estación!», utilizando el término en sentido metafórico, descontando a mozos, vendedores, pasajeros adormilados, parientes a la espera y otras personas que, sin llegar a impedir el paso, estaban presentes de manera innegable. Eso era, según la experiencia del joven escritor, lo que la palabra vacía significaba aplicada a una estación. Pero ¿aquello? Phulboni, pese a sus dotes, era incapaz de pensar en una palabra que describiese una estación literalmente deshabitada y desierta.

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