Read El Cortejo de la Princesa Leia Online
Authors: Dave Wolverton
La Ta'a Chume fulminó a Isolder con la mirada, como desafiándole a que se opusiera a sus razonamientos.
Isolder asintió.
—Gracias, madre. Creo que será mejor que empiece a prepararme para mi viaje...
Se puso en pie, abrazó a su madre y la besó a través del velo.
Sabía que debía marcharse del
Hogar Estelar
inmediatamente y volver a su nave, pero en vez de eso lo que hizo fue ir corriendo al hangar de invitados y encontró a Skywalker junto a su caza X, preparándose para desembarcar.
—Príncipe Isolder —le saludó Luke—. Me estaba preparando para la partida, pero no consigo encontrar a mi androide astromecánico. ¿Lo habéis visto?
—No —dijo Isolder, mirando nerviosamente a su alrededor.
Un técnico apareció de repente por un corredor lateral, acompañado por el androide.
—Un androide empezó a soltar chispas —dijo el técnico—. Hemos descubierto que había un cortocircuito en su motivador.
—¿Estás bien, Erredós? —preguntó Luke.
Erredós lanzó un silbido afirmativo.
—Señor Skywalker, yo... Bueno, quería hacerle una pregunta —dijo Isolder—. ¿A qué distancia se encuentra Dathomir? ¿Sesenta, setenta parsecs?
—A unos sesenta y cuatro parsecs —respondió Luke.
—El
Halcón Milenario
tendrá que seguir un curso bastante tortuoso a través del hiperespacio para dar esa clase de salto —dijo Isolder—. ¿Qué clase de hombre es Solo? ¿Tomará la ruta más directa?
Calcular un salto a través del hiperespacio era una tarea muy laboriosa. Los ordenadores de navegación tendían a seguir rutas «seguras» en las que todos los agujeros negros, cinturones de asteroides y sistemas estelares estuvieran registrados en los mapas; pero esas rutas solían ser muy largas y estar llenas de giros y desvíos. Aun así, una ruta larga resultaba preferible a un viaje corto y peligroso a través de una zona del espacio que aún no había sido cartografiada.
—Si yo estuviera en su lugar... Sí, Han podría seguir una ruta más corta —dijo Luke—. Pero nunca pondría en peligro a Leia, al menos no de manera voluntaria y sabiendo que correría riesgos.
Luke había empleado un tono un poco extraño, como si se estuviera guardando una parte de lo que sabía.
—¿Cree que Leia corre peligro? —insistió Isolder.
—Sí —dijo Luke con voz enronquecida.
—Oí hablar de los caballeros Jedi cuando era pequeño —dijo Isolder—. Me contaron que tenían poderes mágicos. Incluso he oído afirmar que un caballero Jedi es capaz de pilotar naves estelares a través del hiperespacio sin necesitar la ayuda de un ordenador de navegación, y que puede seguir las rutas más cortas. Pero nunca he creído en la magia.
—No hay ninguna magia en lo que hago —replicó Luke—. El único poder del que dispongo es el que extraigo de la Fuerza que está a nuestro alrededor. Puedo captar la energía inherente a los soles, las lunas y los mundos incluso cuando me encuentro en el hiperespacio.
—¿Sabe con certeza que Leia está en peligro? —preguntó Isolder.
—Sí. He experimentado una apremiante sensación de nerviosismo y preocupación centrada en ella, y por eso he venido.
Isolder tomó una decisión.
—Creo que eres un buen hombre, Luke Skywalker. ¿Me llevarás hasta Leia? Quizá podrías reducir nuestro salto en unos cuantos parsecs, e incluso cabe la posibilidad de que llegáramos a Dathomir antes que Solo.
Luke estudió en silencio al príncipe durante unos momentos.
—No sé... —dijo por fin con voz pensativa—. Han nos lleva una ventaja bastante grande.
—Aun así, si pudiéramos ser los primeros en llegar hasta él...
—¿Los primeros?
Isolder se encogió de hombros, y movió una mano señalando la flota de Destructores Estelares y Dragones de Batalla que se encontraban al otro lado del campo de energía.
—Si mi madre alcanza a Solo antes que nosotros, le matará.
—Sospecho que tienes razón —dijo Luke—. Y en cuanto a mí... Bueno, se ha mostrado muy afable conmigo, pero creo que me reserva un destino bastante parecido al de Han —añadió.
Sus palabras sorprendieron a Isolder. Así que el Jedi había captado las intenciones ocultas de su madre...
—Cuídate mucho, Jedi, y reúnete conmigo en mi nave —susurró Isolder, sabiendo que lo más probable era que su madre se enterase de su traición antes de que hubiese transcurrido una hora.
—Tendré mucho cuidado —dijo Luke.
Después dio una cariñosa palmadita a su androide R2, y lo miró tan fijamente como si sus ojos pudieran atravesar las placas metálicas.
Leia entró en el
Halcón Milenario
hecha una furia y arrojó su casco al suelo con tanta fuerza que rebotó haciendo mucho ruido y fue a parar a un rincón. Han subió por la rampa detrás de ella y la siguió hasta la sala en la que Chewbacca y Cetrespeó se entretenían echando una partida en el tablero de hologramas.
—¡Estupendo, Solo, estupendo! —gritó Leia—. ¿En qué lío nos has metido ahora? Te diré por qué los hombres de Zsinj han dejado de buscarnos. ¡Piensan que vamos a morir, así que no hay ninguna razón para que se molesten en perseguirnos!
—¡Oye, yo no tengo la culpa de todo esto! —gritó Han—. Son intrusos en mi planeta. ¡Están cometiendo un delito! Ah, y en cuanto hayamos salido de aquí, te aseguro que daré con alguna forma de echarles a patadas a todos.
Chewbacca lanzó un gruñido interrogativo.
—Oh, no es nada grave —replicó Han.
—¿Como que no es nada grave? —gritó Leia—. Ahí fuera hay monstruos. ¡Por lo que sabemos, el planeta podría estar lleno de ellos!
—¿Monstruos? —gimió Cetrespeó y se levantó de su asiento—. Oh, vaya... No comerán metal, ¿verdad? —preguntó, y las manos le temblaban tanto que los dedos hacían ruido al entrechocar.
—No lo creo —dijo Han con sarcasmo—. Dejando aparte a las orugas espaciales, nunca he oído hablar de algo tan grande que coma metal.
Chewbacca gruñó.
—¿Qué tamaño tienen? —preguntó Cetrespeó.
—Bueno, permíteme expresarlo de la manera siguiente —dijo Leia—. Todavía no hemos visto ninguno, pero a juzgar por sus pisadas, uno de ellos probablemente podría devorarnos a los tres como desayuno y después utilizaría una de tus piernas para limpiarse los dientes.
—¡Oh, cielos! —gritó Cetrespeó.
—Ah, vamos, vamos —dijo Han—. No asustes al androide. ¡Por lo que sabemos, podrían ser herbívoros totalmente inofensivos!
Han intentó deslizar un brazo sobre los hombros de Leia para calmarla, pero Leia se apartó y agitó un dedo delante de su cara.
—Espero que no —dijo—, porque si esa huella fue dejada por un herbívoro, entonces puedes apostar a que ahí fuera hay algo todavía más grande que se alimenta de esas criaturas. —Le dio la espalda y desvió la mirada—. No sé por qué he permitido que me trajeras aquí... ¿Cómo he podido llegar a ser tan estúpida? Tendría que haberte convencido de que te entregaras. Señores de la guerra, monstruos y quién sabe qué más... Lo que quiero decir es... Bueno, ¿qué se puede esperar de un planeta que ganaste en una partida de cartas?
—Oye, Leia, estoy haciendo todo lo que puedo —dijo Han, y volvió a tocarle el hombro intentando conseguir que se volviera hacia él y se dejara consolar.
Leia giró sobre sí misma y se encaró con él.
—¡No! —le gritó—. No voy a dejarme convencer por tu palabrería, Han. Esto no es un juego, y no es una excursión de placer. Nuestras vidas corren peligro, y en estos momentos el que me ames y quieras casarte conmigo o el que yo ame a Isolder y quiera casarme con él... Bien, la verdad es que ahora todo eso ha dejado de importar. Tenemos que salir de aquí. ¡Y ahora mismo!
Han recordaba muy pocos momentos en los que hubiera visto tan enfadada a Leia, y siempre habían coincidido con situaciones en que su vida corría peligro. Había pensado en más de una ocasión que su despreocupación y su manera relajada de enfrentarse a las cosas hacían que disfrutara más de la vida que ella, pero cuando vio cómo su apasionamiento salía a la luz, Han comprendió que Leia amaba la vida con una pasión más profunda de lo que jamás podría llegar a amarla él. Quizá fuera su herencia alderaaniana que estaba emergiendo a la superficie, el legendario respeto hacia cualquier clase de vida que impregnaba su cultura y que Leia se había visto obligada a hacer a un lado durante su lucha contra el Imperio. Pero siempre acababa volviendo a aparecer, y Han seguía descubriendo una y otra vez que Leia era así: ocultaba sus pensamientos a una gran profundidad, y los escondía tan bien que Han sospechaba que ni siquiera ella era consciente de lo que sentía.
—De acuerdo, te sacaré de aquí —dijo—. Lo prometo. Vamos a necesitar algunas armas, Chewie... Cogeremos la artillería pesada y las mochilas de supervivencia. Vimos una ciudad que debe estar a unos cuantos días de marcha atravesando las montañas, y donde hay una ciudad tiene que haber algún medio de transporte. Robaremos la nave más rápida disponible y saldremos de aquí a toda velocidad.
Chewbacca expresó la preocupación que le producía la idea de abandonar el
Halcón
lanzando un gemido.
—Sí —respondió Han—. Lo dejaremos todo bien cerrado, y quizá algún día pueda volver aquí y sacarlo de Dathomir.
Tragó saliva. Se sentía incapaz de pronunciar ni una sola palabra más. Dos o tres estaciones en las montañas soportando la lluvia y la nieve, y el cableado acabaría tan oxidado y lleno de cortocircuitos que el
Halcón
sería prácticamente inservible; y además había muchas probabilidades de que la Nueva República no consiguiera volver a internarse tanto en el territorio de Zsinj durante diez años.
Leia le miró con incredulidad.
—Siempre has dicho que el
Halcón
era mi juguete favorito —dijo Han—. Quizá ha llegado el momento de renunciar a él.
Fue al armario de almacenamiento, y sacó de él un casco extra y un mono elástico de camuflaje para ocultar el exterior dorado de Cetrespeó. Después fue en su busca para vestirle, pero el androide ya estaba inmóvil al final de la pasarela. Sus ojos dorados brillaban mientras contemplaba el bosque sumido en la penumbra. Leia y Chewie estaban desconectando los sistemas del
Halcón,
preparando la nave para la inactividad.
—Tengo algo para ti —dijo Han, y le mostró el mono—. Espero que no supondrá un obstáculo para tus sensores y que no disminuirá tu capacidad de movimientos ni nada por el estilo.
—¿Ropas? —preguntó el androide—. Pues no sé... Nunca he llevado ropas, señor.
—Bueno, siempre hay una primera vez para todo —dijo Han.
Se colocó detrás de Cetrespeó para ponerle el mono de combate. No hubiese podido explicar por qué, pero se sentía un poco incómodo. En algunas mansiones de gente muy rica, los androides se encargaban de vestir a sus propietarios, pero Han nunca había oído hablar de nadie que hubiera vestido a un androide.
—Creo que sería mejor que me dejara a bordo de la nave, señor —sugirió Cetrespeó—. Mi superficie metálica podría atraer a los depredadores.
—Oh, no te preocupes por eso —replicó Han—. Tenemos desintegradores. Ahí fuera no hay nada de lo que no podamos ocuparnos.
—Me temo que no he sido diseñado para viajar por esta clase de terreno —protestó Cetrespeó—. Es demasiado abrupto y hay demasiada humedad. En diez días mis articulaciones harán ruidos más estridentes que el chillido de un roonat, eso suponiendo que no se hayan congelado y quedado totalmente agarrotadas.
—Cogeré un poco de aceite.
—Si los hombres de Zsinj vienen en nuestra búsqueda, podrán detectarnos mediante mis circuitos —dijo Cetrespeó—. No estoy equipado con ninguna clase de contramedidas electrónicas que me permitan ocultar mi presencia.
Han se mordió el labio. Cetrespeó tenía razón. Su sola presencia podía ser la causa de que todos acabaran muriendo, y no se podía hacer absolutamente nada para evitarlo.
—Oye, tú y yo llevamos mucho tiempo juntos —dijo Han—. Nunca le doy la espalda a un amigo.
—¿Un amigo, señor? —preguntó Cetrespeó.
Han pensó en lo que acababa de decirle. Era muy probable que aquel viaje significara el fin del androide, y aunque nunca habían sido amigos la verdad era que tampoco odiaba tanto a Cetrespeó. Un animal gritó en la oscuridad. El sonido resultaba apacible y no tenía nada de amenazador, pero por lo que Han sabía de Dathomir, podía ser la llamada de un depredador gigante anunciando que acababa de oler su cena.
—No te preocupes por nada —dijo mientras acababa de vestir al androide. Colocó el casco sobre la cabeza de Cetrespeó, y el androide se volvió hacia él. El abultado mono le daba un aspecto un tanto triste y abandonado, y Han intentó pensar en alguna manera de conseguir que Cetrespeó dejara de preocuparse—. Eres un androide de protocolo, y si realmente quieres ser útil, entonces me ayudarás a descubrir una forma de que Leia se enamore de mí.
—Ah —dijo Cetrespeó, obviamente interesado por la idea—. No se preocupe, señor. Estoy seguro de que se me ocurrirá algo.
—Estupendo, estupendo... —murmuró Han.
Empezó a subir por la pasarela justo cuando Leia salía de la nave con una mochila y un rifle, y antes de doblar la esquina pudo oír a Cetrespeó.
—Vaya, ¿se ha fijado en lo elegante que está el rey Solo esta noche? —le estaba diciendo a Leia—. ¿No le parece que es increíblemente apuesto?
—Oh, cállate de una vez —gruñó Leia.
Han soltó una risita y cogió su mochila, un rifle desintegrador pesado, una tienda hinchable, gafas infrarrojas y un puñado de granadas que pensó podían resultar especialmente efectivas si las arrojaba al interior de la garganta de algún depredador gigante. Después salió de la nave e izaron la pasarela, activaron los cierres del
Halcón
y fueron hacia la masa oscura del bosque, donde la luz de la luna hacía brillar la corteza blanca de los árboles con reflejos plateados. Las ramas que colgaban sobre sus cabezas delineaban la hierba y los matorrales en un tramado de penumbra y claridad donde la luz jugaba furtivamente al escondite con las sombras.
El bosque olía a limpio, como a comienzos de verano cuando la savia todavía está fresca y las hojas nuevas, y la sequedad del verano detiene la putrefacción de los mohos y liqúenes de los troncos; pero a pesar de la tranquilizadora familiaridad del bosque, Han era agudamente consciente de que se hallaba en un planeta desconocido. La gravedad era demasiado débil y añadía una nueva elasticidad a su paso, y le hacía experimentar una sensación de poder tan intensa que se aproximaba a la invencibilidad. Han pensó que la baja gravedad quizá había impulsado el curso de la evolución de Dathomir en una dirección que había acabado haciendo aparecer criaturas de gran tamaño. En aquellos planetas los sistemas circulatorios de los animales de grandes dimensiones no tenían problemas para impulsar la sangre, y los huesos no se rompían bajo el peso del animal. Han también podía percibir las extrañas diferencias que había en los árboles. Los troncos eran demasiado altos y esbeltos, y se alzaban hasta ochenta metros por encima de su cabeza, balanceándose lentamente de un lado a otro impulsados por la cálida brisa nocturna.