El contrato social (13 page)

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Authors: Jean-Jacques Rousseau

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

BOOK: El contrato social
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Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos; es una tercera diferencia que no puede dejar de influir en la segunda. ¿Por qué se comen tantas legumbres en Italia? Porque son buenas, nutritivas, de excelente gusto. En Francia, donde no se las alimenta más que de agua, no nutren nada y casi no se cuenta con ellas para la mesa; sin embargo, no por eso ocupan menos terreno ni deja de costar tanto trabajo el cultivarlas. Es una cosa experimentada que los trigos de Berbería, por lo demás inferiores a los de Francia, rinden mucha más harina que los de Francia, y a su vez dan más que los trigos del Norte. De donde se puede inferir que se observa una gradación análoga, generalmente en la misma dirección, desde el Ecuador al Polo, Ahora bien; ¿no es una desventaja visible tener en un producto igual menor cantidad de alimento?

A todas estas diferentes consideraciones puedo agregar una que se deriva de ellas y las fortifica: es que los países cálidos tienen menos necesidad de habitantes que los fríos y podrían alimentar más; lo que produce un doble sobrante, siempre en ventaja del despotismo. Mientras mayor superficie ocupa el mismo número de habitantes, más difíciles se hacen los levantamientos, porque no se pueden poner de acuerdo con prontitud ni secretamente y porque es siempre fácil al gobierno descubrir los proyectos y cortar las comunicaciones. Pero cuanto más se apiña un pueblo numeroso, menos fácil es al gobierno usurpar al soberano: los jefes deliberan con tanta seguridad en sus cámaras como el príncipe en su Consejo, y la multitud se reúne tan pronto en las plazas como las tropas en sus cuarteles, La ventaja, pues, de un gobierno tiránico está en poder obrar a grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo de que sirve, su fuerza aumenta con la distancia, como la de las palancas
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. La del pueblo, por el contrario, no obra sino concentrada, se evapora y se pierde al extenderse, como el efecto de la pólvora esparcido en la tierra y que no se inflama sino grano a grano. Los países menos poblados son también los más propios para la tiranía: los animales feroces no reinan sino en los desiertos.

Capítulo IX
De los rasgos de un buen gobierno

Cuando se pregunta de un modo absoluto cuál es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no puede ser contestada, porque es indeterminada o, si se quiere, tiene tantas soluciones buenas como combinaciones posibles hay en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

Pero si se preguntase por qué signo se puede conocer que un pueblo dado está bien o mal gobernado, sería otra cosa, y la cuestión, de hecho, podría resolverse.

Sin embargo, no se la resuelve, porque cada cual quiere hacerlo a su manera. Los súbditos alaban la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad de los particulares; uno prefiere la segundad de las posesiones y otro la de las personas; uno quiere que el mejor gobierno sea el más severo, otro sostiene que es el más dulce; éste desea que se castiguen los crímenes, y aquél que se les prevenga; uno encuentra bien que se sea temido por los pueblos vecinos, otro prefiere que se viva ignorado por ellos; uno está contento cuando el dinero circula, otro exige que el pueblo tenga pan. Aunque se estuviese de acuerdo sobre estos puntos y otros semejantes, ¿se habría adelantado algo? Careciendo de medida precisa las cualidades morales, aunque se estuviese de acuerdo respecto del signo, ¿cómo estarlo respecto a la estimación de ellas?

Por lo que a mí toca, siempre me admiro de que se desconozca un signo tan sencillo o que se tenga la mala fe de no convenir con él. ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. ¿Y cuál es la señal más segura de que se conserva y prospera? Su número y su población. No vayáis, pues, a buscar más lejos este signo tan discutido. En igualdad de condiciones, es infaliblemente mejor el gobierno bajo el cual sin medios extraños, sin naturalización, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican más.

Aquel bajo el cual un pueblo disminuye y decae es el peor. ¡Calculadores, ahora es cosa vuestra: contad, medid, comparad!
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Capítulo X
Del abuso del gobierno y de su inclinación a degenerar

Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un esfuerzo continuo contra la soberanía. Mientras más aumenta ese esfuerzo, más se altera la constitución; y como no hay aquí otra voluntad de cuerpo que, resistiendo a la del príncipe, se equilibre con ella, debe suceder, antes o después, que el príncipe oprima al soberano y rompa el tratado social. Éste es el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo del hombre.

Dos caminos generales existen, siguiendo los cuales degenera un gobierno, a saber: cuando se hace más restringido o cuando se disuelve el Estado.

El gobierno se restringe cuando de ser ejercido por un gran número pasa a serlo por uno pequeño; es decir, cuando pasa de la democracia a la aristocracia y de la aristocracia a la realeza. Ésta es su inclinación natural
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. Si retrocediese de la minoria a la mayoría, se podría decir que tiene lugar un relajamiento; pero este progreso inverso es imposible.

En efecto, el gobierno jamás cambia de forma más que cuando, gastadas sus energías, queda ya debilitado para poder conservar la suya. Ahora bien; si se relajase, además, extendiéndose, su fuerza llegaría a ser completamente nula y más difícil le sería subsistir. Es preciso, pues, fortificar y apretar el resorte a medida que cede; de otra suerte, el Estado que sostiene sucumbirá.

El caso de la disolución del Estado puede sobrevenir de dos maneras.

En primer lugar, cuando el príncipe no administra el Estado según las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces se realiza un cambio notable, y es que, no el gobierno, sino el Estado, se restringe; quiere decir que el gran Estado se disuelve y se forma otro en aquél, compuesto solamente por miembros del gobierno, el cual ya no es para el resto del pueblo, desde este instante, sino el amo y el tirano. De suerte que en el momento en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social se rompe, y todos los ciudadanos, al recobrar de derecho su libertad natural, se ven forzados, pero no obligados, a obedecer.

Lo mismo acontece cuando los miembros del gobierno usurpan separadamente el poder que no deben ejercer sino corporativamente; cosa que no constituye una pequeña infracción de las leyes, pues produce un gran desorden. Una vez que se ha llegado a esta situación hay, por decirlo así, tantos príncipes como magistrados, y el Estado, no menos dividido que el gobierno, perece o cambia de forma.

Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que sea, toma el nombre común de
anarquía
. Distinguiendo, la democracia degenera en
oclocracia
; la aristocracia, en
oligarquía
. Yo añadiría que la realeza degenera en
tiranía
; pero esta última palabra es equívoca y exige explicación.

En el sentido vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin tener en cuenta la justicia ni las leyes. En el sentido estricto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ello. Así es como entendían los griegos la palabra tirano; la aplicaban indistintamente a los buenos y a los malos príncipes cuya autoridad no era legítima
[33]
. Así,
tirano y usurpador
son dos voces perfectamente sinónimas.

Para dar diferentes nombres a diferentes cosas, llamo
tirano
al usurpador de la autoridad real, y
déspota
al usurpador del poder soberano. El tirano es aquel que se injiere contra las leyes para gobernar según las mismas; el déspota es aquel que se coloca por encima de las mismas leyes. Así, el tirano puede no ser déspota; pero el déspota es siempre tirano.

Capítulo XI
De la muerte del cuerpo político

Tal es la pendiente natural e inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma han perecido, ¿qué Estado puede tener la esperanza de durar siempre? Si queremos formar una institución duradera no pensemos en hacerla eterna. Para tener éxito no se debe intentar lo imposible ni pretender dar a las obras de los hombres una solidez que las cosas humanas no admiten.

El cuerpo político, lo mismo que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde el nacimiento, y lleva en sí mismo las causas de su destrucción. Pero uno y otro pueden tener una constitución más o menos robusta y apropiada para conservarla más o menos tiempo. La constitución del hombre es la obra de la Naturaleza; la del Estado, la del Arte. No depende de los hombres el prolongar su propia vida; pero sí, en cambio, el prolongar la del Estado tanto como es posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El más perfectamente constituido morirá, pero siempre más tarde que otro, si ningún accidente imprevisto ocasiona su muerte antes de tiempo.

El principio de la vida política está en la autoridad soberana.

El poder legislativo es el corazón del Estado; el poder ejecutivo, el cerebro que da movimiento a todas las partes. El cerebro puede sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo, sin embargo. Un hombre se queda imbécil y vive; mas en cuanto el corazón cesa en sus funciones, el animal muere.

No es por las leyes por lo que subsiste el Estado, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el consentimiento tácito se presume por el silencio, y el soberano está obligado a confirmar incesantemente las leyes que no deroga, pudiendo hacerlo. Todo lo que se ha declarado querer una vez lo quiere siempre, a menos que lo revoque.

¿Por qué, pues, se tiene tanto respeto a las leyes antiguas? Por esto mismo. Se debe creer que sólo la excelencia de las voluntades antiguas ha podido conservarlas tanto tiempo', si el soberano no las hubiese reconocido constantemente beneficiosas, las hubiese revocado mil veces. He aquí por qué, lejos de debilitarse las leyes, adquieren sin cesar una fuerza nueva en todo Estado bien constituido; el prejuicio de la antigüedad las hace cada día más venerables, mientras que dondequiera que las leyes se debilitan al envejecer es prueba de que no hay poder legislativo y de que el Estado no vive ya.

Capítulo XII
Cómo se mantiene la autoridad soberana

El soberano, no teniendo más fuerza que el poder legislativo, sólo obra por medio de leyes, y no siendo las leyes sino actos auténticos de la voluntad general, no podría obrar el soberano más que cuando el pueblo está reunido. Se dirá: el pueblo congregado, ¡qué quimera! Es una quimera hoy; pero no lo era hace dos mil años. ¿Han cambiado los hombres de naturaleza?

Los límites de lo posible en las cosas morales son menos estrechos de lo que pensamos; nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestros prejuicios son lo que restringen. Las almas bajas no creen en los grandes hombres: viles esclavos, sonríen con un aire burlón a la palabra
libertad
.

Pe* lo que se ha hecho consideramos lo que se puede hacer. No hablaré de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la república romana era, me parece, un gran Estado, y la ciudad de Roma, una gran ciudad. El último censo acusó en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados, y el último empadronamiento del Imperio, más de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los súbditos, los extranjeros, las mujeres, los niños ni los esclavos.

¡Qué difícil es imaginarse, reunido frecuentemente, al pueblo inmenso de esta capital y de sus alrededores! Sin embargo, no transcurrían muchas semanas sin que se reuniese el pueblo romano, y en ocasiones hasta muchas veces en este espacio de tiempo. No solamente ejercía los derechos de la soberanía, sino una parte de los del gobierno. Trataba ciertos asuntos; juzgaba ciertas causas, y este pueblo era en la plaza pública casi con tanta frecuencia magistrado como soberano.

Remontándose a los primeros tiempos de las naciones, hallaríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, aun monárquicos, como los de los macedonios y francos, tenían Consejos semejantes. De todos modos, este solo hecho indiscutible responde a todas las dificultades: de lo existente a lo posible me parece legítima la consecuencia.

Capítulo XIII
Continuación

No basta que el pueblo reunido haya fijado una vez la constitución del Estado dando la sanción a un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo o que haya provisto de una vez para siempre la elección de los magistrados; además de las asambleas extraordinarias motivadas por casos imprevistos, es preciso que haya otras fijas y periódicas, a las cuales nada puede abolir ni prorrogar, de tal modo que, en el día señalado, el pueblo sea legítimamente, convocado por la ley, sin que se haga necesario para ello ninguna otra convocatoria formal.

Por fuera de estas asambleas jurídicas, por su fecha determinada, toda asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados previamente nombrados a este efecto, y según las formas prescriptas, debe ser considerada como ilegítima, y cuanto se haga en ellas como nulo, porque la orden misma de reunión debe emanar de la ley.

En cuanto a la repetición más o menos frecuente de las asambleas legítimas, depende de tantas consideraciones que no se pueden dar reglas precisas sobre ello. Sólo puede afirmarse, en general, que mientras más fuerza tiene el gobierno, más frecuentemente debe actuar el soberano.

Se me dirá que esto puede ser conveniente para una sola ciudad; pero ¿qué hacer cuando el Estado comprende varías? ¿Se dividirá la autoridad soberana o se la debe concentrar en una sola ciudad y someter a ella las restantes?

Yo contesto que no debe hacerse ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se la puede dividir sin destruirla. En segundo lugar, una ciudad, lo mismo que una nación, no puede ser legítimamente sometida a otra, porque la esencia del cuerpo político reside en el acuerdo de la obediencia y la libertad, y las palabras de
súbdito
y
soberano
son correlaciones idénticas, cuya idea queda comprendida en la sola palabra de ciudadano.

Contesto, además, que siempre es un mal unir varias ciudades en una sola y que, queriendo hacer esta unión, no debe uno alabarse de evitar sus inconvenientes naturales. No se debe argumentar con el abuso de los grandes Estados a quien sólo quiere los pequeños. Pero ¿cómo dar a los pequeños Estados bastante fuerza para resistir a los grandes? Como en otro tiempo las ciudades griegas resistieron el gran rey y como, más recientemente, Holanda y Suiza han resistido a la Casa de Austria.

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