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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (23 page)

BOOK: El complejo de Di
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Qué dilema el suyo... ¿Se presentaba ante la policía, como un criminal arrepentido, o se daba a la fuga, como un sujeto indeseable? Tras echar mano de todos los recursos del sentido común, optó por la primera alternativa y, con admirable sangre fría, decidió hacer algunas compras, ante la perspectiva de una larga condena. Con voz de sonámbulo, pidió al taxista que lo llevara a la librería La Ciudad de los Libros, en el centro de Chengdu. Compró los siete tomos de la traducción al chino de las obras completas de Freud (¡cuánto había cambiado durante su estancia en Francia, y qué lejos estaba de la realidad! Ni siquiera se había preguntado si se podía leer a Freud, o a cualquier otro, en las cárceles chinas); los dos volúmenes del
Dictionnaire de la psychanalyse
en francés, en un estuche azul que le costó un ojo de la cara, y una recopilación de comentarios a la obra de Chuang-tse, su autor chino preferido. Repartió aquellos alimentos espirituales de futuro preso en las dos grandes bolsas que le dio el dependiente. Por último, para no volver a casa y evitar tener que despedirse de sus padres, se compró ropa interior, toallas, un cepillo de dientes y unas zapatillas de tenis negras, muy resistentes que le servirían de calzado de trabajo. Al menos sabía, por haberlo oído decir, que en las prisiones chinas se trabajaba.

Cogió otro taxi y se apeó en la plaza del mercado de mulas y caballos, cercana al tribunal. (Era demasiado peligroso, pensó ir a entregarse en taxi. Con lo loco que estaba el juez Di, podía considerarlo una provocación.) Haría el último tramo a pie. A cada paso que daba, el peso de las bolsas aumentaba de tal modo que Muo caminaba cada vez más encorvado, con la sensación de que las asas de plástico que iban estirándose y adelgazando, acabarían rompiéndose y, con un estrépito que haría Volverse a todo el mundo, los libros se desparramarían por el suelo, cubierto de hojas secas, escupitajos y excrementos de perro. En el instante en que la colina del Palacio de Justicia apareció ante sus ojos, las contracciones musculares volvieron a asaltarlo y un calambre en la pantorrilla, que habría hecho aullar al hombre más sufrido, lo paralizó casi del todo. Muo se detuvo, dejó las bolsas en el suelo, se sentó encima y esperó a que se le pasara el dolor, para reanudar la marcha con una cojera que le daba un aspecto cómico.

Cuarenta y ocho palabras, había leído en algún sitio, cuarenta y ocho, ni una más ni una menos, bastaban para vivir en cualquier cuartel del mundo. ¿Cuántas harían falta para vivir en una cárcel china? ¿Cien? ¿Mil? Fueran las que fuesen, aquellos diez tomos de libros en francés y chino lo colocarían sin duda entre los presos más ricos, entre la aristocracia de la prisión.

La dolorosa rigidez de sus piernas se atenuó ligeramente. Con paso renqueante, siguió avanzando por la acera cargado con las dos bolsas. «Si algún día me hago millonario —se prometió Muo—, compraré libros, libros y más libros, y los distribuiré geográficamente por materias. Todas las obras de literatura china y occidental las guardaré en un piso de París, que me compraré seguramente en el quinto distrito, al lado del Jardín de las Plantas o en el corazón del Barrio Latino. Los libros de psicoanálisis los tendré en Pekín, donde viviré la mayor parte del año, en el campus universitario, al borde del lago Sin Nombre (sí, así es como se llama ese hermosísimo lago). El resto, las obras de Historia, de Pintura, de Filosofía etc., las dejaré en un pequeño estudio que me servirá de despacho en Chengdu, cerca de casa de mis padres.»

De pronto se dio cuenta de su pobreza y comprendió que nunca había tenido nada en este mundo y probablemente seguiría sin tener nada, ni siquiera una buhardilla o un diminuto cuchitril en el que amontonar sus libros. «Puede que estos diez libros sean mi última adquisición —se dijo—, toda la riqueza de mi vida.» Bruscamente, se echó a llorar. Cojeaba con las lágrimas rodándole por el rostro. Trató de evitar que lo vieran así, pero sus manos, ocupadas con las pesadas bolsas, no podían acudir en su ayuda. Quería dejar de llorar, pero no había manera. Sollozaba. Los viandantes lo miraban. Lo mismo que los conductores de los coches y los autobuses. Algunos parecían inquietos. Pero el mundo exterior era algo muy lejano para él.

—¡Increíble! —masculló Muo—. ¡Estoy lloriqueando por culpa del dinero! ¡Mierda de dinero! ¿No puedes concederme un segundo de tregua, y evitarme dar este lamentable espectáculo en plena calle, ni siquiera en el momento en que van a meterme en chirona?

A través de las lágrimas, se veía avanzar a trancas y barrancas, lenta y penosamente, con una bolsa en cada mano como una solitaria hormiga que trepa y trepa cargada con una miga de pan.

Guionista de la escena culminante de su película autobiográfica, se imaginaba entrando momentos después en el Palacio de Justicia y oyendo resonar el eco de sus pisadas en el largo pasillo abovedado y flanqueado de columnas de mármol. El sol salpicaba de oro los cristales de sus gafas. En unos instantes, bajaría al subterráneo de los despachos de los jueces, que se encogían y oscurecían a medida que se hundían en el subsuelo. Atravesaría una región en la que se escalonaban los diversos grados del horror. En cuanto abriera la puerta del juez Di, éste se pondría a gritar con la voz histérica del hombre que tiene miedo a morir, creyendo que las dos bolsas de plástico estaban repletas de explosivos. Le suplicaría que le perdonara la vida. Pero Muo (tras una serie de primeros planos, en campo contracampo) se quitaría las gafas con aire cansado, se limpiaría los empañados cristales en una manga y se limitaría a decir: «¡Póngame las esposas y libere a la Embalsamadora!» Hablaría como el capitán del Titanic, cuando, decidido a perecer con su barco, envió en primer lugar a mujeres y niños a los botes salvavidas. (Es increíble la de tonterías que puede llegar a inspirarte el cine, incluso cuando estás a punto de entregarte a la justicia.) Luego, se veía escribiendo la primera página de su diario íntimo, en francés, a la siniestra luz de una celda superpoblada, en medio del concierto de ronquidos de sus compañeros de preventiva: «¿Qué diferencia existe entre la civilización occidental y la mía? ¿Qué ha aportado el pueblo francés a la Historia mundial? En mi opinión no fue la revolución de 1789, sino el espíritu caballeresco. Eso es lo que yo he hecho hoy: un gesto de caballero.»

El Palacio de Justicia, edificio ultramoderno construido por un arquitecto australiano sobre una colina que, según la leyenda albergaba la tumba del general Zhang Fei, de la época de los Tres Reinos, era un resplandeciente castillo de cristal. El sol caía a plomo sobre el inmenso diamante, lo bañaba, plateaba la lluvia artificial que asperjaba el césped y suspendía gotas de agua en la punta del Benchai, la enorme atalaya que dominaba el palacio como la torre del homenaje de una fortaleza y enseñaba al cielo azul su reloj de sol de mármol, cuyas agujas marcaban las tres. (El arquitecto no carecía de sentido del humor: la atalaya recordaba a todos los habitantes de la ciudad este proverbio chino atribuido al poderoso rey de los Infiernos: «Cuando es la hora, es la hora.»)

Uno, dos, tres... Con la cabeza baja, Muo contaba sobre la marcha los escalones de la escalinata que llevaba a la entrada del castillo de cristal, en la que varios soldados de uniforme, algunos de ellos armados, miraban en silencio las bolsas de plástico, que crujían bajo el peso de los libros. Jadeando, pendiente del cómputo de los escalones, Muo subía lentamente. En mitad de la escalinata, las fuerzas lo abandonaron y tuvo que detenerse. Recuperó el aliento y miró, en contrapicado, las oscuras siluetas de los soldados, que se recortaban contra los cristales de la fachada. Uno de los que no portaban armas bajó unos peldaños y, con las manos en jarras cual autoritario cómitre, le espetó:

—¿Estás cansado?

—Agotado.

—Ánimo, que falta poco. —El soldado cruzó los brazos y, con expresión divertida, siguió con la mirada la ascensión de Muo—. ¿Qué llevas en esas bolsas?

—Libros —respondió Muo, bastante satisfecho del tono neutro y tranquilo de su voz—. Vengo a ver al juez Di. Supongo que lo conoce.

—No estás de suerte. Acaba de salir.

—Puedo esperarlo en su despacho —dijo Muo, antes de añadir en tono solemne—: Estoy citado con él.

Todavía le quedaba una decena de escalones, los últimos por subir, cuando se produjo un incidente cómico. Sudaba tanto que las gafas le resbalaron nariz abajo. Con un movimiento reflejo, soltó las bolsas y cogió las gafas —de pura casualidad— en plena caída, pero las obras maestras de Freud se salieron de la bolsa izquierda y los comentarios de Chuang-tse, de la derecha. Con el corazón encogido, los vio, o mejor dicho los Oyó, rodar escaleras abajo, al principio juntos y luego cada uno por su lado.

Como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos, los soldados rieron y se agitaron. Uno de ellos se llevó la culata del fusil a la cara, apuntó a un libro e hizo como que apretaba el gatillo. Imitó el retroceso de la culata contra el hombro, encañonó a otro libro, hizo el ruido de un disparo de bala y fingió la alegría de quien ha dado en el blanco.

El tubo de espuma de afeitar Gillette, el champú anti caspa y el cepillo de dientes que Muo acababa de comprar siguieron su loca carrera, sobre todo la espuma Gillette, que rebotó con el ruido metálico de un cascabel, volvió a rebotar y acabó aterrizando al pie de la escalinata, a donde Muo bajó a recogerla. Cuando volvía a subir, exhausto, con los artículos de aseo de su futura vida penitenciaria en las manos, vio a un hombre alto y enteco de unos cincuenta años, que llevaba una cartera de cuero repleta de documentos debajo del brazo, encorvado sobre uno de sus libros. Para verlo mejor, se inclinaba exageradamente hacia el suelo. Tenía la cabeza pequeña, estrecha y picuda, y el cuello largo. Parecía una cigüeña.

—¿Conoces estos libros? —le preguntó a Muo. Este se limitó a asentir con la cabeza—. Se da el caso, muchacho, de que quiero que respondas sí o no —replicó la Cigüeña con voz débil y ronca. Voy a repetirte la pregunta.

—Sí, los conozco —dijo Muo.

—Responde sólo cuando haya repetido la pregunta. ¿Conoces estos libros?

—Sí.

—¿Son tuyos?

—Sí.

—Sígueme. Me he dejado las gafas en el despacho. Las necesito para comprobar ciertos detalles —dijo el hombre sacando su carnet, provisto de una foto—. Se da el caso de que soy el juez Huan, presidente de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas. Los libros de Freud están estrictamente prohibidos.

—Pero acabo de comprarlos en la librería...

—Justamente. Se da el caso de que quiero ver quién los edita, quién los imprime y con qué número de autorización falso.

A diferencia de su colega el juez Di, que prefería tener el despacho en el sótano, la Cigüeña había anidado en el quinto piso, el más alto del castillo de cristal.

En el ascensor, se produjo un malentendido. Muo mencionó el nombre de Di, y la Cigüeña lo tomó por un huésped del juez o su consejero en psicología. Queriendo hacerse perdonar su brusquedad anterior, se mostró más distendido y charlatán, y empezó a quejarse de la falta de personal en su juzgado y del hecho de que tuviera que trabajar tan duro, en una soledad monacal y a menudo hasta horas intempestivas. La cháchara habitual, la gimnasia cotidiana de todos los funcionarios, con su lenguaje estereotipado y su vocabulario oficial, salpicado de risas teatrales que hacían vibrar la caja acristalada y transparente del ascensor. Una conversación un poco exasperante, por otro lado, porque la Cigüeña no sabía decir tres frases sin añadir un «se da el caso» (expresión frecuentemente utilizada por el Secretario General del Partido, y también jefe del Estado, en las entrevistas televisadas). Habló de sus modestos orígenes y de su trayectoria: la fulgurante ascensión de un maestro comunista, reconvertido en funcionario de la Justicia a las órdenes del Partido a finales de los noventa. Con resignación, reconoció que era imposible competir con algunos de sus colegas, procedentes del ejército.

—Se da el caso, por ejemplo —confesó en un tono en el que se mezclaban la amargura y la adulación—, de que el todopoderoso juez Di, con el que estás citado, a veces me asusta.

La puerta de su despacho ostentaba el nombre de la comisión y tenía tres cerraduras: una en la pesada y reluciente verja de seguridad y las otras, en los dos batientes de cristal, a diferentes alturas. La Cigüeña sacó un manojo de llaves, que tintineó en el silencio del pasillo, y desconectó la alarma marcando un número en un pequeño teclado empotrado en la pared. El clic de las cerraduras, el chirrido de la verja, el deslizamiento de las hojas de cristal... Todos esos ruidos se encadenaron y culminaron en el zumbido del climatizador.

Sin embargo, la corriente del aire acondicionado no consiguió eliminar el penetrante olor que invadió las fosas nasales de Muo en cuanto se abrió la puerta. Un tufo a virtud, a moral, a poder, a vidas secretas, a cuerpos encerrados, a cadáveres exquisitamente momificados.

La primera sala de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas era muy grande y muy oscura, porque tenía los estores bajados. Muo seguía a la Cigüeña paso a paso. Al principio, tuvo la sensación de haber entrado en una cueva. Sus ojos miopes apenas distinguían sombras indistintas y claridades débiles y dispersas; pero segundos después comprendió que lo rodeaban todos los libros prohibidos por la Comisión, algunos de enorme valor amontonados de cualquier manera en estanterías que, en algún caso, llegaban hasta el techo. La sala estaba saturada de olor a papel mohoso. Como en las casas tradicionales chinas, en medio del cielo raso había una pequeña abertura que proyectaba un haz de rayos de luz en forma de cono gris pálido sobre una reducida zona del centro de la sala y dejaba el resto en penumbra. Muo tenía la sensación de estar en una biblioteca abandonada. Los anchos anaqueles sin numeración, en contrachapado de pésima calidad, se habían alabeado bajo el peso de los libros, que, a su vez, carecían de signaturas. Las líneas paralelas de las estanterías que cubrían las paredes ondulaban en diversa medida: algunas trazaban un arco, mientras que otras, sobre todo las de abajo, habían cedido bajo el peso de los volúmenes y besaban las polvorientas alfombras.

Al llegar al centro de la sala, la zona mejor iluminada, Muo aprovechó un momento de distracción de la Cigüeña para dejar las bolsas en el suelo y coger un libro de un anaquel, al azar. Eran las Memorias secretas del médico personal de Mao, con una portada en la que aparecía una foto en blanco y negro del facultativo en pantalón corto, sonriendo con beatitud al lado de Mao, que, vestido con camisa de tela caída y pantalón largo, entrecerraba los ojos para protegerse de un sol demasiado brillante. Muo lo abrió furtivamente y topó con una página que aludía a una enfermedad de Mao debida a la fimosis y de la que era portador pasivo, pero que transmitía a todas sus parejas sexuales. Un día, el médico autor del libro le aconsejó (¿con una sonrisa de beatitud?) que se lavara el miembro con frecuencia, a lo que el Presidente respondió que prefería mojarlo en el sexo de las mujeres. Muo cerró el libro y lo dejó en su sitio. Siguiendo su camino, pasó junto a la estantería de las obras políticas, en su mayoría, testimonios o análisis sobre los acontecimientos acaecidos en 1989 en la plaza Tiananmen, pero también documentos sobre las luchas por el poder en el seno de la dirección del Partido, sobre la sospechosa muerte de Lin Biao, sobre la auténtica personalidad de Chu En-lai, las hambrunas de los años sesenta, las matanzas de intelectuales, los campos de reeducación, el canibalismo revolucionario. Con la cabeza dándole vueltas, Muo se perdió en aquel laberinto atestado de libros, archivos e informes sobre episodios sangrientos llenos de crueldad y complots, antes de verse nadando, chapoteando, naufragando en un océano de novelas eróticas, de obras licenciosas escritas por monjes libertinos, al lado de la obra de Sade, de antiguos manuales editados clandestinamente, de colecciones de xilografías pornográficas de la dinastía Ming, de diversas ediciones del kamasutra chino, de varias decenas de versiones del Jing Ping Mei (que Muo había leído en Francia y que le había impresionado de tal modo que decidió elaborar una tesis psicoanalítica sobre él, proyecto que no pasó el estadio de pequeñas notas desperdigadas por cuadernos.) Había incluso dos estanterías abarrotadas de obras muy antiguas en papel de la época, cosidas con hilo. Muo le preguntó a la Cigüeña cuál era su contenido y por qué habían sido prohibidas.

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