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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (17 page)

BOOK: El complejo de Di
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»¿Qué te parece, Muo? ¡Es realmente increíble! ¿Te sientes aliviado? Yo también. En estos momentos estoy en el tanatorio. Tengo que embalsamarlo esta noche. Mañana debe estar todo acabado, antes de que lleguen los jefazos y su familia... De acuerdo, aquí te espero. Hasta ahora... ¡Espera, tráeme algo de comer! Tengo un hambre que no te puedes imaginar.

2
A las dos de la madrugada

Un olor a descomposición ofende el olfato de Muo en cuanto empuja la puerta de servicio de la sala de embalsamamientos. ¿Estiércol? ¿Toronjiles podridos? ¿Sales de alcanfor? ¿Incienso? No, es un tufo acre que quema las fosas nasales como la guindilla quema la boca. ¿Qué es? ¡Mirra! La Embalsamadora debe de haber quemado barritas de mirra para disimular el olor del formol, que, como bien sabe, repele al neófito y se le agarra a la garganta.

—¿Estás sola? —le pregunta Muo—. ¿No hay nadie más en todo el edificio? ¿No te da miedo?

—Sí, sobre todo cuando es tan tarde como hoy —responde la Embalsamadora sin interrumpir sus preparativos.

Lleva la ropa de trabajo y unos guantes de caucho que le llegan hasta los codos.

—He olvidado darte las buenas noches.

—¿Aún es de noche?

—No tardará en amanecer.

La sala es todo lo contrario de lo que Muo había imaginado. No está ni desnuda ni vacía, y no es blanca. Incluso le parece menos siniestra que una habitación de hospital psiquiátrico. Hay cinco o seis lámparas de poca potencia, todas encendidas. Grandes cortinas de tela cubren las paredes, en las que brillan objetos de metal cromado y cerraduras de cobre. Un ambiente de camarote o bodega de barco, un ambiente submarino, acentuado por el ruido del agua que cae en la bañera que reluce en un rincón en penumbra. De pronto, Muo recuerda haber soñado que entraba en una casa sumergida bajo el agua cuyo techo de tejas estaba totalmente cubierto de conchas blancas. Los pequeños cangrejos rojos que pululaban e el agua se deslizaban en auténticas manadas por la puerta y las ventanas, y sus irisados caparazones llenaban la vivienda de incandescentes reflejos.

Aunque Muo camina por el enorme damero que forman las baldosas negras y blancas de la sala de embalsamamiento, no se sorprendería lo más mínimo si oyera crujir cangrejos bajo sus pies. Tiene la sensación de que todo lo que lo rodea es del color del agua profunda.

—¿Dónde dejo el almuerzo? —le pregunta a la Embalsamadora acercándose a ella—. A esta hora, lo único que hay abierto es la tienda del Puente del Sur. Te he traído un sándwich de jamón con guindillas y dos huevos duros al té.

—Me encantan los huevos al té. Estoy muerta de hambre. ¿Te importa pelarlos? Con estos guantes, no puedo hacer nada.

Los de la tienda habían roto la cáscara de los huevos para que el té penetrara en ellos durante la cocción. Muo retira cuidadosamente los trozos de cáscara hasta que aparece el huevo, en cuya superficie el té ha dibujado escamas de color café parecidas a las de las piñas de pino.

—Le quitaré la yema. Por lo visto es mala para el colesterol —dice Muo.

—Vale. —La Embalsamadora echa la cabeza hacia atrás, abre bien la boca y recibe de la mano de Muo un trozo de huevo, que cae en su rosado paladar, desaparece bajo su lengua y vuelve a aparecer triturado por los dientes— . Más —le dice a Muo. Se come los dos huevos con una rapidez pasmosa. Durante el inocente juego, la glotona y cálida lengua de la mujer roza los dedos de Muo, que contempla su rostro, tan familiar: la abombada frente, las finas arrugas de las comisuras de los ojos, el mentón, que acusa cierta relajación—. Ven —le dice ella—. Despídete de tu amigo el juez Di y luego espérame fuera.

Muo la sigue hasta el centro de la sala, donde hay una cama, en la que descansa una funda de plástico lechoso, iluminada por una pequeña lámpara con pantalla de seda. La tenue luz le hace pensar en una exposición arqueológica en un museo. Como al ralentí, la cremallera abre una rendija en la funda con un chirrido metálico que resuena en la sala y le desgarra los tímpanos, como el crujido de una nuez entre las pinzas de un cascador. Primero aparece la cabeza y, luego, el torso del juez, vestido con una camisa negra.

—¡Mierda, se ha atascado! —farfulla la Embalsamadora—. ¿Puedes ayudarme?

—¿Lo dices en serio?

—No, en broma. ¡Vamos, tira!

Pese a los esfuerzos, ora coordinados, ora descoordinados, de la Embalsamadora —que se ha quitado los guantes— y su ayudante, la cremallera se niega a avanzar ni un milímetro: dos dientes se han empeñado en no engranarse. Muo oye su propia respiración y, acto seguido, un gorgoteo que no sabe identificar. A veces, su mano roza la camisa del juez, que es de seda fina, suave, casi sensual. A esa distancia, puede distinguir, entre el penetrante aroma de la mirra, un olor a cerrado y a tabaco, a vino y miseria, que le recuerda a los mendigos de París. Seguro que aquel loco del
mah-jong
llevaba más de tres días sin lavarse cuando le dio el ataque al corazón. Puede que hasta una semana.

—Espera —le dice la Embalsamadora—. Voy a buscar unas tijeras para cortar la maldita funda.

La mujer se aleja. Muo, su solícito ayudante, sigue intentando deslizar la pequeña corredera de metal cromado primero hacia arriba, sentido en el que los dos dientes se engranan sin dificultad, y luego hacia abajo, milímetro a milímetro. La cremallera va abriéndose, así que, en el último milímetro, Muo da un tirón con todas sus fuerzas, pero el movimiento de la corredera se detiene en seco en el mismo lugar. Exasperado, Muo sigue luchando con la tozuda cremallera, pero, cuando cree estar a punto de alzarse con la victoria, siente que lo están mirando y, cuando comprende de dónde viene esa mirada, el pecho se le cubre de sudor frío, como un estanque en pleno deshielo. Es el juez Di. Muo no le ha visto abrir los ojos, pero ahora sus párpados están espantosamente entornados y sus vidriosas pupilas giran y luego lo miran fijamente, como alguien que acaba de volver de muy lejos, con una mirada turbia, sin brillo. Muo se queda paralizado. El terror lo mantiene inclinado sobre el rostro del juez, pero el alma entera, aterrada, se le escapa del cuerpo. ¿Visión? ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Resurrección? ¿Se habrá equivocado el médico que ha firmado la defunción? ¿Será otro milagro de los comunistas? Todas esas preguntas sin respuesta sacuden su mente como otros tantos seísmos, mientras algo brilla entre los párpados del juez: es ella, la Embalsamadora, que vuelve tijera en mano. Aparta la pantalla de la lámpara y, de pronto, se queda inmóvil, como fulminada. Las tijeras se le escapan de la mano, caen al suelo, rebotan... El juez se levanta enérgicamente y extiende los brazos hacia ella. La Embalsamadora suelta un grito, el anciano se agarra a ella, se levanta, la abraza... La Embalsamadora suelta otro grito, se debate como una posesa...

—¿Eres tú, la Embalsamadora? —le pregunta el juez.

Ella asiente sin dejar de forcejear. El la cubre de besos y de baba-. No tengas miedo —le susurra—. A todas las vírgenes les pasa igual antes de convertirse en auténticas mujeres.

Las palabras del juez explotan como una bomba en los oídos de Muo, que está casi totalmente paralizado. Tiene los brazos como si fueran de algodón, pero intenta separar a la pareja. El juez lo rechaza, pero él vuelve a la carga y con una violencia que le sorprende a él mismo, agarra al anciano por el cuello de la camisa y se la desgarra.

—¡Huye! —le grita a la Embalsamadora.

De pronto, miles de estrellas giran ante sus ojos, y ve que está tendido en el suelo, derribado por el esquelético y puntiagudo codo del juez. La Embalsamadora ha puesto pies en polvorosa. Muo se levanta, pero le sangra la nariz y le fallan las piernas. Vuelve a caerse. En ese instante, el juez baja de la cama con movimientos lentos.

—¿Dónde estoy? —pregunta mirando a su alrededor—. ¡Mierda! ¡Estoy en el tanatorio!

Tumbado en el suelo, Muo lo oye precipitarse hacia la puerta y desaparecer. No sabe cuánto tiempo ha permanecido en esa posición. Cuando vuelve en sí, constata los daños: tiene la cara ensangrentada, como un héroe del Oeste, pero también el pantalón mojado, sin que sepa decir cuándo se ha meado encima, como el director de cine ruso en la sala de proyección del Kremlin.

«Bravo, Muo —se dice—. Tú solito encarnas a las dos superpotencias mundiales juntas.»

3
La Ciudad de la Luz

No le queda más remedio que abandonar el tanatorio vestido con la ropa de trabajo de la Embalsamadora, que ha encontrado en un armario y gracias a la cual puede deshacerse del pantalón y el calzoncillo, humillantemente mojados. Es un mono azul claro de tela gruesa y resistente, solemne y ridículo a un tiempo, que lleva impresa delante y detrás la inscripción «Cosmos. Empresa de pompas fúnebres» (en blanco), con un dibujo que representa a un astronauta en un cohete (en amarillo) y los números de teléfono y fax y la dirección de la empresa (en rojo). Lo que le gusta a Muo es que tiene bolsillos por todas partes, en los que guarda todo el bazar que llevaba en el pantalón: los cigarrillos, el mechero, la cartera, el llavero y el móvil nuevo, que se ilumina y parpadea en la oscuridad.

Todavía es de noche. La idea de volver a casa no le hace mucha gracia. Teme despertar a sus padres a esas horas y asustarlos con su femenino y macabro disfraz. (Ya está oyendo lo que le dirá su madre: «¿De dónde vienes a estas horas? ¿Cuándo nos vas a dar la alegría de casarte, hijo mío?») Sin saber adónde ir, en vez de coger un taxi, inicia un paseo a pie por la ciudad dormida. Conscientemente, sigue el itinerario de la Embalsamadora, que lo lleva hasta la puerta del conservatorio; luego, gira a la derecha y sigue el muro hasta un barrio obrero, en el que no se ve a nadie. Le gustaría mirarse en algún escaparate para ver qué aspecto tiene, pero allí no hay ni tiendas ni farolas. De vez en cuando, un perro cruza la calle, se para, lo mira y lo sigue por la acera de enfrente. Oye ratas peleándose entre los cubos de basura.

Al llegar a un cruce, se pregunta si ha perdido la razón. Con las mejillas acariciadas por un viento cálido, se esfuerza en vano por identificar el lugar en el que se encuentra. Un escalofrío le recorre la espina dorsal. ¿Qué me pasa? He nacido en esta ciudad, me he criado en ella, conozco este barrio como la palma de mi mano... Y resulta que me he perdido. Consigue mantener la calma. Resignado, se consuela constatando los cambios que el capitalismo salvaje ha impuesto a la ciudad. Recorre todo el cruce, explorando una tras otra aquellas calles nuevas, que se parecen como gotas de agua, con sus edificios estucados, casi todos idénticos. Tras un cuarto de hora de dudas, decide seguir en dirección norte. Pero, por más que observa el cielo, no consigue descubrir dónde está el norte y, para colmo de males, empieza a llover. Así que reanuda la marcha por la misma calle, flanqueada, como todas las otras, por eucaliptos jóvenes, si bien los de ésta parecen más sanos, y decide seguirla hasta el final.

«¿Qué diría Volcán de la Vieja Luna si le hiciera una visita inesperada en la cárcel, con el mono de la Embalsamadora?», se pregunta Muo. ¿Se reiría? Sí, se partiría de risa. Siempre ha tenido esos ataques de risa que sorprenden o incomodan a la gente. Le diría por teléfono, desde el otro lado del cristal de separación (¡Joder que un país tan pobre tenga prisiones tan ultramodernas es para volverse loco!); le diría: «Mira este cohete y este astronauta.

Es mi nueva pasión.» No, le diría algo mejor. Le diría que he decidido entrar a formar parte de una nueva categoría de ángeles: escolta de seres humanos durante el largo peregrinaje hacia el Cielo. Para explicarle qué es un embalsamador, le diría: un esteticista para muertos. Ella respondería: «No me hagas reír, tú no tienes ni idea de estética.» Yo acercaría el pecho al cristal y, al otro lado, ella extendería la mano para tocar con sus largos y finos dedos al hombrecillo de la escafandra impreso en el mono. Luego, como es tan lista, me interrogaría con la mirada entrecerrando los maliciosos ojos. Se preguntaría si le estaba diciendo la verdad o había perdido la chaveta. Pero, de repente, se echaría a llorar, porque lo habría comprendido todo sin necesidad de que yo le dijera una palabra. Es más lista que el hambre. Comprendería que he tenido otro fracaso. Un fracaso fatal. El definitivo. Apoyaría los brazos en la mesa y escondería la cara en ellos. La mantendría así —lo sé— hasta que los gorilas vinieran a buscarla. Y a ellos tampoco se lo pondría fácil. Cuando está en esa postura, no es fácil ni para unos policías puros y duros. Se vuelve extrañamente fuerte. La lucha para arrancarla de allí sería encarnizada. Es mejor no visitarla ahora, ni en unos días. No necesita esto. Casi me entran ganas de llorar también a mí, aquí, en esta porquería de laberinto de edificios baratos.

La primera vez que Muo asistió a una escena dolorosa, en la que Volcán de la Vieja Luna se echó a llorar, fue en la época en que eran compañeros de estudios en la Universidad de Sichuan. El invierno estaba siendo duro y, excepcionalmente en aquella ciudad del sudoeste chino, había nevado durante varios días. Una tarde de finales de noviembre, Muo fue a ver al profesor Li, que daba clases sobre Shakespeare y sentía una predilección especial por él. Como la sala de estar del profesor era enorme y glacial, y la única habitación que tenía estufa de carbón era el despacho (un despacho de cinco metros cuadrados las paredes enteramente cubiertas de libros), se refugiaron en él para charlar de todo y de nada, como dos amigos. Muo le enseñó una traducción que acababa de hacer, y el profesor Li se caló las gafas, que tenían una patilla rota sustituida por un cordón, para leerla, comparándola palabra por palabra con el original. Llamaron a la puerta. El profesor Li salió del despacho, que daba directamente a la sala, en la que Muo vio entrar a Volcán de la Vieja Luna. Se quedó sorprendido, porque ella nunca había mostrado interés por la lengua de Shakespeare, y menos aún por Shakespeare. Estaba desconocida, pálida, con los ojos hinchados, en un estado de intenso sufrimiento físico o moral. Permaneció callada. Peor aún, permaneció muda incluso cuando el profesor la saludó. Todo lo que hizo fue acercarse con paso vacilante a la mesa, situada en el centro de la sala, sentarse en una silla con respaldo, apoyar los brazos en la mesa y echarse a llorar con la cara oculta en ellos. Desde donde estaba, Muo no le veía más que la larga melena, que tan pronto se estremecía sobre sus hombros, entre sollozo y sollozo, como ondulaba a cada nuevo ataque de llanto. Muo empezó a dar vueltas por el reducido despacho, sin acabar de decidirse a cruzar la puerta. Oía hablar al profesor Li, cuya voz había perdido la habitual calma y la magnífica sonoridad que tan maravillosamente dominaba las aulas. Era una voz de colegial, que pedía excusas por lo que su hijo (estudiante de Filosofía de extraordinaria y noble belleza, con fama de don Juan en todo el campus, y cuyo nombre acudía constantemente a los labios de las estudiantes, a las que al parecer visitaba a menudo en sueños) había hecho. La chica no decía nada. El profesor Li calificó a su hijo de infame canalla, de desaprensivo sin moral en quien no se podía confiar, etc. Muo se acercó a la ventana y, en el reflejo del cristal traslúcido, descubrió rastros de lágrimas en su propio rostro, completamente demudado. La estufa, que momentos antes ronroneaba como un viejo gato fiel, se había apagado. Muo intentó reavivarla añadiendo carbón y soplando por la portezuela, pero lo único que consiguió fue levantar una polvareda, que le saltó a la cara y le impidió respirar. El humo llenó el despacho y se extendió a la sala. El profesor acudió en su ayuda, y Muo salió del despacho tosiendo. El ruido interrumpió el llanto de Volcán de la Vieja Luna. La chica lo miró sorprendida, mientras él se acercaba envuelto en una nube de humo. Habría sido difícil decir quién estaba más apurado, si ella, que se encontraba en una situación embarazosa, o él, que la veía en esa situación. Muo intentó limpiarse el rostro con el dorso de una manga, pero sólo consiguió extender el tizne. Con la cara como un bufón de ópera china, farfulló unas palabras de excusa que ni él mismo entendió. La chica había dejado de llorar. Muo cogió una silla con la intención de sentarse a su lado, pero sin saber cómo ni por qué se encontró arrodillado ante ella.

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