El coleccionista de relojes extraordinarios (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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Al doblar una esquina, sin embargo, se encontraron con una figura menuda que los estaba esperando.

—¡Jonathan! —dijo ella, alegre.

Jonathan se detuvo bruscamente.

—¡Emma!

Vio con claridad su amplia sonrisa, tan fuera de lugar en medio de aquella pesadilla. Avanzó cojeando hasta ella, y mientras lo hacía se debatía entre el impuso de abrazarla con todas sus fuerzas y la timidez que le impedía tomarse confianzas con ella. Pero fue la propia Emma quien lo abrazó.

—Jonathan, Jonathan, pensé que los perros te habían alcanzado. ¿Por qué has vuelto? Sabes que es peligroso y que deberías haberte deshecho del reloj-puerta...

—Pero ya te expliqué por qué no podía hacerlo. Me he encontrado con el Hacedor de Historias, ¿sabes? Un tipo muy raro. Me ha entretenido y...

Se calló de pronto y miró a Emma fijamente. Ella bajó la cabeza.

—¿Qué pasa, Jonathan?

El chico alzó la mano para acariciar con los dedos la sien de la muchacha.

—Emma, tenías una herida aquí —dijo, con una voz extraña—. ¿Cómo... cómo...?

—Te dije que no era nada importante. Pero ahora...

—No, espera —Jonathan volvió a pasar las yemas de los dedos por las sienes de Emma. Solo rozó piel lisa, sin ningún tipo de cicatriz—. Te golpeaste contra el muro del jardín. Tenías una herida. Sangraba mucho.

Retrocedió sin poder evitarlo y, por primera vez, empezó a hacerse preguntas sobre Emma.

En primer lugar, ¿quién era Emma?

La había conocido cuando todavía creía encontrarse en la Ciudad Antigua, y por eso no se había parado a pensar después que Emma era, en realidad, una criatura de la Ciudad Oculta.

Jonathan siguió retrocediendo, mirando a Emma con una expresión distinta. Su padre lo advirtió.

—¿Qué pasa? ¿No es esa tu amiga? La he visto contigo en uno de los relojes de ese condenado marqués —añadió a modo de explicación cuando Jonathan se volvió hacia él.

Emma había avanzado hacia ellos y miraba a Bill con curiosidad.

—¿Quién eres tú? —preguntó Jonathan, muy serio—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—¡Ya lo sabes! —dijo Emma—. ¡Vivo aquí!

—Vives en la Ciudad Oculta —dijo Jonathan; la observaba con cautela, como evaluándola—. Un lugar lleno de seres extraños. ¿Quién eres tú, Emma? —Jonathan, no entiendo qué... Una idea le vino de pronto a la mente como un relámpago que cruzase un cielo despejado.

—¿Y qué pretendes? —añadió con brusquedad—. Creía que estabas de mi parte. Pero hace un rato he visto al Hacedor de Historias. ¡Me habría quedado escuchándolo hasta el alba! Y tú lo sabías, ¿no? ¡Y sabías también que el reloj Deveraux está en la Ciudad Oculta! ¡Me mentiste!

—Pero, Jonathan...

—Debería haberme dado cuenta mucho antes —murmuró Jonathan, sombrío—. Me hacías dar vueltas y vueltas, de un lugar a otro, para que perdiese tiempo. ¡Me dijiste tantas veces que regresase a la Ciudad Antigua! Primero trataste de convencerme de que el reloj Deveraux estaba en el otro lado. Pero yo no te creí. Entonces me explicaste cómo funcionaba el reloj-puerta, me dijiste que me deshiciese de él para burlar a los perros. Intentabas que me rindiese, que volviese con las manos vacías, a pesar de que te expliqué con claridad en qué situación se encuentra Marjorie.

Jonathan hizo una pausa. Emma no se movió.

—Y luego te vi en lo alto de aquel muro —prosiguió el chico—, con esos dos perros aullando. Entonces no me di cuenta, pero era exactamente igual que en aquella carta de tarot: los perros aullando a la Luna. ¡Tú eres la Luna, Emma!

—¿Pero qué estás diciendo? —protestó ella—. ¡Yo no...!

Se calló al ver que Jonathan avanzaba hacia ella, decidido. La cogió por los hombros.

—Todas las cosas que yo iba descubriendo —dijo lentamente—, tú ya las sabías. Pero nunca me decías nada. Y nunca me mirabas a los ojos. Eso debería haberme hecho desconfiar de ti. Ahora, Emma, mírame a los ojos y dime que no sabes dónde está ese condenado reloj. Dime que está en la Ciudad Antigua, pero esta vez mírame a la cara cuando me lo digas.

Emma trató de rehuir su mirada, pero Jonathan le cogió la barbilla y le obligó a alzar la cabeza...

—No me mires de esa manera —le advirtió ella—. No me mires así.

Pero la mirada de él ya estaba buceando en la suya...

...Y en un instante, Jonathan se vio a sí mismo cayendo por un oscuro pozo sin fondo que se asemejaba al corazón de un huracán. Jonathan gritó, agitando brazos y piernas mientras se precipitaba por aquel remolino insondable que parecía llevar directamente al núcleo primigenio del cosmos...

Aquello que lo tenía sujeto lo soltó, y Jonathan se encontró de nuevo en un oscuro callejón de la Ciudad Oculta. El chico tardó unos segundos en volver a la realidad. Todavía respiraba entrecortadamente cuando se volvió hacia Emma y descubrió que ella había apartado la mirada.

—No debías mirarme a los ojos —susurró ella—. No, no tenía que suceder así.

Jonathan retrocedió, atemorizado.

—Tú... tú no eres humana —dijo con voz ronca.

Ella seguía sin mirarlo.

—No debías mirarme —insistió—. No tendría que haberlo permitido.

Jonathan dio otro paso atrás.

—Y ya sé por qué —dijo—. No querías que me diese cuenta... de que tu mirada es como la del marqués. ¡Los dos... sois... lo mismo!

—¿Qué? —bramó Bill Hadley—. ¿Quieres decir que están compinchados?

Jonathan lo cogió del brazo y tiró de él.

—Vámonos —dijo.

—Espera, ¿por qué? Seguramente ella sabe...

—No —cortó Jonathan, y el tono de su voz no admitía réplica—. No le preguntes por el reloj Deveraux. Podría mentirnos de nuevo, y se acaba el tiempo.

No era esta la verdadera razón por la cual deseaba alejarse de Emma, pero sospechaba que su padre no iba a entender sus explicaciones.

Se alejaron de allí todo lo deprisa que les permitía el estado del tobillo de Jonathan. A cada paso que daban, y que lo apartaba más de Emma, Jonathan sentía que aquella extraña garra que le oprimía el corazón se hacía más y más insoportable.

Emma no los siguió.

Pero Jonathan sintió su mirada clavada en la nuca durante todo el trayecto a lo largo del callejón, y percibía su tristeza, una tristeza más profunda que la que jamás llegaría a sentir él, una tristeza más allá de la comprensión humana.

—Emma —dijo el marqués.

Sus ojos estaban fijos en la esfera del reloj, que le mostraba la figura inmóvil de la muchacha, sola en medio del callejón.

—De modo que es así como te haces llamar ahora —murmuró el marqués, con una sonrisa—. ¿Qué debo pensar de ti? Has protegido la vida de mi paladín, pero tratabas de alejarlo de su objetivo. No me cuesta trabajo imaginar por qué. Siempre fuiste una sentimental...

Se acarició la barbilla, pensativo. Frunció levemente el ceño, y la imagen del reloj cambió. Ahora, la esfera le mostraba a Jonathan y Bill Hadley caminando juntos por las calles de la Ciudad Oculta.

—Jonathan —dijo—. Has llegado más lejos de lo que pensaba. Pero el tiempo se agota.

Capítulo 12

L
os perros habían tomado la ciudad.

Jonathan lo comprendió cuando el coro de sus ladridos y aullidos se hizo ensordecedor, cuando sus sombras tiñeron las paredes de todas las casas, cuando el brillo rojizo de sus ojos agujereó la oscuridad de todos los recovecos, rincones y escondrijos de cada calle, pasadizo y travesía de la Ciudad Oculta.

Refugiados en un sótano húmedo y oscuro, Jonathan y su padre contenían el aliento. Habían atrancado la puerta y, aunque los perros lograsen echarla abajo, no cabrían por el hueco de la entrada, de manera que parecía que, por el momento, estaban a salvo. Jonathan oía a los perros gruñendo y arañando la vieja madera, mientras temblaba de miedo y trataba de olvidar lo mucho que le dolía el tobillo derecho.

Por el momento estaban a salvo, sí, pero también estaban atrapados. Y el tiempo corría en su contra.

Mientras se les ocurría algo mejor, los dos se habían puesto al día de lo que había sucedido por ambas partes desde que se habían separado, a las seis de la tarde, en la casa del marqués.

—Todavía no entiendo del todo en qué nos hemos metido —dijo Jonathan, con un suspiro—, pero me temo que no va a ser fácil salir de aquí.

Bill Hadley movía la cabeza, apesadumbrado.

—Todo esto no puede estar pasando —dijo—. Seguramente somos víctimas de algún tipo de alucinación, o de un engaño... Pero, ¿sabes una cosa, Jon? Ahora eso es lo que menos me importa. No debería haberle seguido el juego a ese marqués. Marjorie se ha quedado sola con él, y nosotros estamos aquí, atrapados. Deberíamos haberla llevado al hospital...

—¡Pero su alma estaba en ese orbe! Tú lo viste, papá.

—Bien. Supongamos que eso es cierto, por descabellado que parezca. Pero piensa: ¿cómo sabemos que todo lo que nos ha dicho el marqués es verdad? Eso de que solo hay doce horas de tiempo, y de que solo ese reloj puede salvar a Marjorie... ¿cómo sabemos que no nos ha mentido?

Jonathan abrió la boca para replicar, pero no pudo decir nada. Si Emma le había mentido, ¿qué le hacía pensar que el marqués no lo había engañado también?

—Yo te diré lo que ha pasado —prosiguió su padre—. Estábamos asustados, hemos hecho todo lo que nos decía... Hemos sido unos tontos, hijo, unos tontos...

Sus hombros se convulsionaron, sacudidos por un sollozo desesperado.

Jonathan suspiró.

—No habríamos podido hacer nada, papá —dijo quedamente—. Lo creas o no, ellos no son humanos. No hay más que mirarlos a los ojos para darse cuenta, y por eso Emma siempre rehuía mi mirada. No sé quiénes son, ni siquiera sé qué son... Pero unos y otros nos han empleado como peones en un juego en el que ellos mueven las piezas.

Apoyó la espalda contra la pared. Durante un buen rato, solo los gruñidos de los perros, que seguían tratando de tirar la puerta abajo, enturbiaron aquel pesado silencio.

Jonathan pensaba en Emma.

Desde su último encuentro, una honda tristeza se había adueñado de su corazón y no parecía dispuesta a abandonarlo. Hasta aquel momento, Jonathan había creído que aquello se debía al hecho de que había descubierto que Emma le había traicionado. Pero empezaba a darse cuenta de que su dolor tenía otra causa.

Hundió el rostro entre las manos. Sabía que Emma no era humana. Ningún ser humano poseía aquella mirada, tan profunda como el mismo corazón del cosmos, tan temible como la ira de un dios.

Y, aun así, sabía también que no podría olvidarla y que la echaría de menos durante mucho tiempo. Sacudió la cabeza. Una parte de sí mismo le decía que no podía haberse enamorado, no tan pronto, no de alguien así.

Pero su corazón le decía que sí sentía algo especial por ella, y esto era precisamente lo que más dolor le causaba. Porque ahora entendía que nunca podrían estar juntos, y que él no era muy diferente de aquellos perros que aullaban a una Luna lejana e inalcanzable.

—Jonathan —dijo entonces su padre—. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que deshacernos de esos... ¿cómo los llamabas?

—Relojes-puerta —respondió Jonathan a media voz.

—Eso es. Si es cierto lo que dices, volveremos a la Ciudad Antigua, y allí no hay perros, ¿verdad? Entonces podremos ir a buscar a Marjorie.

—Pero, papá, el reloj Deveraux está aquí.

—¿Cómo sabes que ese condenado reloj podrá hacer algo por ella? ¿Y si el marqués nos ha mentido?

—Si nos ha mentido, Marjorie no morirá al amanecer —repuso Jonathan con calma—. En tal caso, no hay prisa por volver. Pero imagínate por un momento que el marqués ha dicho la verdad. Yo no querría regresar antes de que se cumpliese el plazo, con las manos vacías, sin haberlo intentado hasta el último momento. Me sentiría culpable el resto de mi vida. ¿Y tú?

Bill vaciló.

—Esto es una locura —musitó, y sus hombros volvieron a hundirse—. Jamás debería...

Pero Jonathan lo interrumpió.

—¡Sssshhh, silencio! ¿Has oído eso?

Los dos aguzaron el oído, y por encima de los ladridos y gruñidos de los perros en la calle captaron con total nitidez unos pasos en el piso de arriba, y una tosecilla. Jonathan y su padre cruzaron una mirada.

—Yo voy a subir —dijo Jonathan—. Pero creo que tú deberías volver con el marqués y con Marjorie. Por si acaso.

—Ni hablar. Nos volvemos los dos.

Jonathan negó con la cabeza.

—No, papá. Yo me quedo.

Bill frunció el ceño.

—De eso nada. Tú...

—He dicho que me quedo —repitió Jonathan con voz firme, y Bill lo miró, sorprendido. ¿Dónde estaba aquel muchacho torpe y pusilánime? Jonathan nunca se había atrevido a llevarle la contraria, y ahora lo miraba con aquel brillo de decisión en los ojos, y aquella expresión serena y madura.

—Entonces yo me quedo contigo —logró farfullar.

—No, papá. Pase lo que pase, ha de haber alguien junto a Marjorie cuando amanezca. Si el marqués nos ha mentido y no aprecias ningún cambio en ella después de las seis, llévala a un hospital. Si decía la verdad... —hizo una pausa—. Si decía la verdad —repitió—, hay que considerar entonces la posibilidad de que algo malo le ocurra si yo no vuelvo con ese reloj. Y debes estar junto a ella.

—Pero...

—Encontraré ese reloj —prometió Jonathan, con cierta rabia—. Ya me han hecho suficiente daño: no voy a permitir que sigan jugando conmigo.

Su padre sintió que, por primera vez, Jonathan era más fuerte que él. Se rindió.

—Buena suerte, hijo —murmuró por fin, tendiéndole su amuleto.

Jonathan cogió el reloj-puerta que él le entregaba, y que antes había sido propiedad de Nadie. Tras un breve titubeo, Bill lo soltó. Inmediatamente, desapareció. Jonathan se quedó quieto en el sitio, temblando. Ahora estaba solo.

Completamente solo.

Echando una breve mirada a la puerta que arañaban y empujaban los gigantescos perros infernales, Jonathan se puso en pie y se dirigió cojeando hacia las escaleras que llevaban al piso superior. Al mirar hacia arriba descubrió un leve resplandor cálido y tembloroso. Respiró hondo y comenzó a subir las escaleras con lentitud.

En el Museo de los Relojes, la imagen de la esfera del Barun-Urt parpadeó unos instantes, y después se desvaneció.

El marqués comprendió enseguida lo que había pasado, y sonrió.

Se volvió hacia el orbe del reloj de Qu Sui.

—Bueno, Marjorie —dijo en voz alta—. Parece que le han franqueado el paso. Lamentablemente, ahora mi mirada no puede alcanzarlo, de modo que tendremos que resignarnos a ignorar cómo van a tratar a Jonathan los Señores de la Ciudad Oculta. Y, siento decirlo, no suelen ser muy clementes con los que se cruzan con tanta insistencia en su camino.

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