El club erótico de los martes (6 page)

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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

BOOK: El club erótico de los martes
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Los moratones eran cosa de niños, pero a Lux le gustaba marcar a Trevor como propiedad suya, para protegerle de la tal Margot Hillsboro y de su fantasía, perfectamente elaborada, sobre tener sexo en los muebles de Trevor. Primero estaba el preámbulo del mejor sexo oral que Trevor podía recordar, como una aspiradora aterciopelada succionándole la cabeza del pene y excitándolo cada vez más, haciéndole sentirse fuerte e importante. A continuación pasaron rápidamente al baile erótico, luego vino una penetración a fondo y a él se le saltaron las lágrimas ante la sola idea de que terminara. Cuando no pudo contenerse más, Trevor, inquilino de ese piso durante toda su vida, gritó de placer al correrse, y que le dieran a los vecinos. El reloj marcó las 8.45 cuando ella se despegó de él. Corrió a darse una ducha rápida, dejándole en el suelo de la cocina empapado en sudor, semen y felicidad.

—Mi cartera, mi cartera.

Trevor señaló su cartera cuando Lux volvía ya vestida con su ropa de trabajo. Mientras indicaba sin fuerzas, tumbado en el suelo, la cartera que estaba en sus pantalones al otro lado de la habitación, una sensación amarga y horrible se apoderó de Lux al ver ese gesto. Le entregó la cartera con dedos temblorosos y luego se dio la vuelta mientras él se apoyaba con dificultad en un codo y sacaba algo de dinero.

—¿Qué? —dijo él.

—Tengo que irme —respondió ella.

—Lo sé. Pero toma, coge un taxi, cariño, vas a llegar muy tarde.

Lux miró la mano lánguida y extendida que la instaba a coger veinte dólares para pagar el taxi.

—Tengo frío. Me pegaré una carrera.

Lux salió disparada sintiéndose sucia e incómoda. Trevor sabía que le había hecho daño, pero no podía imaginar hasta qué punto su sugerencia de que cogiera un taxi podía interpretarse como mezquina. No quería que llegara tarde al trabajo. No quería que fuera infeliz ni que tuviera ningún tipo de problema. Estaba loco por ella.

Lux apareció en la oficina diez minutos tarde. Los demás se dieron cuenta. Un gesto de desaprobación fue seguido de un breve sermón por perder el tiempo.

—No estaba perdiendo el tiempo —dijo Lux, a sabiendas de que defenderse sólo empeoraba las cosas. Debería haber puesto una sonrisa de circunstancias y haberse quedado calladita. Pero aun así la expresión «perder el tiempo» era más adecuada para describir a un niño distraído o a alguien que no consigue centrarse en sus objetivos, pero ciertamente Lux esa mañana no había perdido el tiempo. Por supuesto, decir la verdad —«he estado follándome a Trevor en el suelo de su cocina hasta dejarlo tan cansado que no podría mirar a otras mujeres»— tampoco era apropiado.

Mientras le caía la reprimenda, pensó en la forma en que se había ido del piso de Trevor, con el corazón latiéndole con fuerza y sintiendo que no era dueña de su vida. Si el reloj daba las nueve y Lux no estaba en su sitio, el señor Warwick la trataba como si le estuviera robando a la empresa. La miraba como si Lux fuera algo pequeño y sucio bajo sus zapatos, lo que provocaba en Lux un sentimiento de rabia que se le aferraba en algún punto entre el estómago y el pecho. «Tengo que escapar de este trabajo —se dijo Lux—. Quiero pertenecerme a mí misma y a nadie más. Voy a ahorrar un montón de dinero y voy a recuperar mi libertad.»

La charla continuó. Lux era una buena secretaria. Es verdad que no sabía deletrear y que no tenía ni idea de gramática, pero salía considerablemente más barata que el autómata perfecto que se había jubilado con una buena pensión tras treinta años de servicio. Seguramente trasladarían o despedirían a Lux antes de hacerla fija. Interesado en el resultado final, el señor Warwick entró en el siglo XXI y aprendió a escribir a máquina sus propios correos electrónicos. Cualquier documento relevante iba a parar a Brooke, del Departamento de Redacción. El procesamiento y la edición de textos corrían a cargo de los clientes, el salario de Lux no. Lux le archivaba los documentos, llevaba su agenda, respondía las llamadas y esporádicamente le recogía la comida, la ropa de la tintorería o las entradas para el teatro. Estaba muy bien pagado comparado con lo que Lux esperaba de la vida, y en ese momento reunir dinero era la clave. Cuando el discurso llegó a su fin, Lux se sentó en su mesa y encendió el ordenador.

«¿Puedo llevarte de compras a la hora de comer?», llegó un mensaje instantáneo de Trevor.

«Hoy no puedo, cielo. ¿Qué tal el sábado?» A la hora de comer Lux tenía que ir al banco, sacar 20.000 dólares y entregárselos en persona a su abogado. Cuando le entregara el dinero, él le entregaría la casa de Queens con la escritura. Lux hizo una lista de todo lo que acaecería en la casa una vez finiquitada la transacción de esa tarde. Contenía lo siguiente:

1) Deshacerse de las chicas.

2) Repararla.

3) Venderla.

Esas chicas podrían inquietarse, así que les diría que iban a pintar la casa (algo que necesitaba urgentemente). Antes de pintarla, repararían las tuberías y el techo para mantener a las chicas alejadas de la casa. Lux programaría el trabajo para que avanzara con lentitud, dándoles así tiempo suficiente para que encontraran otros lugares mejores para ejercer su oficio. Rediseñaría la casa y tiraría a la basura toda esa porquería de muebles viejos. Luego, sin un solo céntimo en el banco, la vendería. De sus propios análisis obsesivos de las secciones de propiedad inmobiliaria había llegado a la conclusión de que podría conseguir una gran cantidad de dinero por la casa. Con el pago al contado, esa casa podría traducirse en un apartamento decente en Manhattan con un desembolso en hipoteca y mantenimiento bajo en comparación con los ingresos que podría generar. Lux estaba a punto de adquirir su primer gran activo.

«Estoy avanzando desde la esclavitud hacia la libertad», pensó Lux.

Tras la gran barahúnda por llegar tarde, no había nada que hacer en la oficina esa mañana. Si fuera su propia jefa, Lux podría apoyar la cabeza en su mesa y echarse un sueñecito, pero no lo era. A pesar de que no hubiera nada que hacer, Lux tenía que aparentar estar ocupada. Sacó un cuaderno y comenzó a escribir.

Hacerle el amor en el suelo de la cocina era como... como algo bueno. Era como sentir... si, la chica sentía como que estaba encadenada, vale, y entonces ella rompió todas las cadenas, vale, y entonces flotó en el aire, sí, y luego se infló como... como un gran globo, vale, y entonces...

Lux dejó de escribir y mordió el extremo de su bolígrafo mientras releía su creación.

«Qué estupidez», dijo Lux en voz alta, y luego echó una rápida mirada a su alrededor para cerciorarse de que nadie la había oído. Tachó todos los «vales» y los «comos» y luego lo leyó para sí misma. Seguía siendo una estupidez. Esa mañana el sexo con Trevor no había sido como globos o cadenas que se rompen. Él era sencillamente el mejor hombre que jamás había tenido.

«Era el mejor hombre que jamás había tenido», escribió Lux en una hoja en blanco del cuaderno. «Vale, lo siento de verdad —se dijo—. Ahora bien, ¿por qué es verdad? Vamos, chica, haz una lista.»

Era fuerte y dulce
—añadió Lux al párrafo—
, y veía todas las cosas buenas y malas de ella al mismo tiempo, y desde la primera vez que ella le tocó supo que estaba bien, y que era para siempre. Con él no había temores. Y sus viejos amigos se reirían de ella, vale, porque él era un hombre mayor, pero me da igual. Me gusta muchísimo él y lo que puede enseñarme.

Lux arrancó rápidamente la página de su cuaderno, se levantó de su mesa y fue directa al despacho de su jefe.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el señor Warwick.

—Triturar.

Lux alimentó con su primer relato sincero la trituradora del señor Warwick y se sintió tremendamente aliviada al verlo aparecer por el otro lado convertido en tiras de confeti.

En vez de reírse, sus amigos la habían felicitado cuando se enteraron de que se había acostado con un hombre mayor que le compraba cosas.

—Nena, te has echado el amante perfecto —había dicho a voz en grito su amiga Jonella, despertando al bebé que tenía en sus brazos.

—¡Chupándole la polla para sacarle el dinero! —rió Carlos, una vez su amor verdadero y ahora el papá del bebé de Jonella.

—Que os den a los dos —dijo Lux, riéndose con ellos—. Eso no es así.

—¿Te lo estás tirando?

—Sí.

—¿Tirándotelo bien?

—Eso creo.

—¿Vives en su casa?

—Casi.

—¿Le ayudas con el alquiler?

—No.

—¿Te hace regalos?

—Sí.

—Entonces sí es así.

La madre de Lux le había dado una charla sobre Trevor.

—Échale el guante, niña, échale el guante y exprímelo todo lo que puedas —le había susurrado su madre, presionándola para que consiguiera algún tipo de compromiso con Trevor, algo que pudiera presentar ante el tribunal.

—Quédate embarazada, cuanto antes mejor —le dijo su madre entre dientes.

—Las cosas no son así, mamá —le insistió Lux.

La madre de Lux sonrió como si tuvieran un secreto, un secreto que no consistía más que en decirle a su hija: «Tú no vales una mierda, pero tuviste suerte al echarle el guante a un tonto que es mejor que tú». Lux intentaba contraponer la opinión de su madre a lo que pudiera decir tía Fulana.

«Tíratelo hasta que te canses de él.»

—¡Eh, Lux! ¿Te has traído hoy la cabeza o te la has dejado en casa? —le preguntó su jefe, de pie delante de su mesa y sujetando una pila de papeles.

—Me la he traído —dijo Lux alegremente. Cerró su cuaderno y dejó a un lado sus pensamientos.

—Necesito que archives esto. Primero saca los recibos y ordénalos para hacer la contabilidad, luego haz copias y mételas en el expediente de los clientes. Cuando termines, ven a mi despacho. Ya habré acabado con mis cartas, y me gustaría que las imprimieras y las enviaras por correo, excepto las que van dirigidas a FedEx, cuya dirección te he anotado. Ah, y algunas van por fax, sólo tienes que preguntarme cuáles. ¿Lux?

—Sí, captado. Archivar, luego enviar correo, luego FedEx, luego fax. No hay problema.

—Y haz una reserva para comer, para seis personas, ¿de acuerdo?

—Hecho.

—No te he dicho dónde ni cuándo.

—Vale, ¿dónde y cuándo?

—Mañana a la una en algún sitio que pongan sushi. Apúntalo.

—Sip.

—¿Me lo repites para que me asegure que lo has cogido?

—Mañana a la una en algún sitio que tenga sushi.

—Bien. Gracias. Ven a verme cuando termines de archivar.

—De acuerdo.

Como un calmante para el dolor, la sensación recorrió su cuerpo y entró en el mío.

Lux repitió la frase para sus adentros mientras ordenaba los recibos y recordaba cómo el orgasmo de Trevor había provocado un último estremecimiento de placer en ella. La frase flotó en su cabeza, y Lux buscó el cuaderno por su mesa. No lo pudo encontrar con la suficiente rapidez, así que arrancó un post-it y garabateó la frase en el adhesivo amarillo para poder leerla posteriormente y analizarla con más perspectiva. Conforme pegaba la nota en su cuaderno, sintió la necesidad urgente de llamar a Aimee.

—Aimee —dijo Lux al teléfono—. ¿Puedo... eh...?

De repente resultaba estúpido. Aimee la odiaba.

—¿Quién es? —preguntó Aimee al otro lado de la línea justo antes de que Lux colgara.

Lux cogió su cuaderno, aparcó la tarea de ordenar y fue a dar una vuelta, pasando casualmente por el despacho de Aimee.

—Holaaaaaaa —dijo con una mano en la puerta, simulando que su existencia era completamente accidental.

—¿Qué? —preguntó Aimee.

—Supongo que quiero agradecerte que me hayas admitido en tu club de lectura.

—Grupo de escritoras.

—Lo que sea.

—En un club de lectura lees obras ya publicadas. En un grupo de escritoras se reúnen todas para leer sus respectivas obras.

—Vale.

—Y...

—Y me está encantando.

—Lo celebro —dijo Aimee sin levantar la vista de sus papeles.

Había más que decir. Lux quería sacar su cuaderno y enseñarle a Aimee su frase, su primera buena frase. Una frase que había escrito ella sola. Una frase que le gustaba porque era una frase que decía algo real y sin embargo no la avergonzaba. «He escrito una buena frase —pensó y deseó decir Lux—. ¿Puedes creerlo? Porque jamás pensé que pudiera, pero aquí la tienes, una buena frase, y vale que es una frase corta, pero es mi primera frase auténtica y quiero mostrársela a alguien que sepa algo de frases.»

—¿Necesitas algo? —preguntó Aimee, sin saber lo que se cocía en la cabeza de Lux. Lo único que vio fue a una joven irritante llena de moratones y medias de color lila chillón esperando en la puerta de su despacho sin parar de moverse.

—No, sólo quería decir que... bueno... supongo que gracias.

—Vale. Tengo que hacer una llamada —dijo Aimee como una forma de decirle «lárgate de mi despacho». Lux captó la indirecta y se alejó de la puerta de Aimee. Regresó rápidamente a su mesa para acabar de archivar los recibos, enviar las cartas por fax y hacer la reserva para la comida de otra persona. «Sushi —se recordó a sí misma—. Quiere sushi.»

5

Cotilleos

Aimme y Brooke iban siempre de negro. Esporádicamente le daban un toque de blanco o, en días festivos, completaban el conjunto con un bolso o guantes rojos. Y tanto era así que, cuando las dos se sentaban juntas en el sofá blanco de Aimee, era difícil distinguir dónde acababa Aimee y dónde empezaba Brooke. Margot, sentada frente a ellas, llevaba un traje de seda de Chanel color melocotón y unos discretos pendientes de perlas de ocho milímetros. Bajo su vestido negro de premamá, a Aimee se le había quedado pequeño su sujetador de copa XXL y llevaba uno de algodón exageradamente grande que le colgaba sobre cada pecho, dejando al descubierto el pezón: un sujetador para amamantar. Brooke llevaba un par de pulseras grandes de plata que sonaban como risitas nerviosas cuando chocaban entre sí. En ese momento, los brazaletes de Brooke y todas las chicas estaban riendo.

—«...y entonces, sí, entonces como que dijo... dijo, vale».

Brooke se estaba cayendo de la silla de tanto reírse.

—¡Ni siquiera tiene un nombre! ¡Tiene un adjetivo!

—Ay, Aimee, tiene que irse —dijo Margot también entre risas.

—¡No! —exclamó Brooke—, ¡esa chica es tronchante! ¡Tiene que quedarse!

—Estoy segura de que desertará —dijo Aimee, intentando controlar su risa, no por Lux, sino porque perjudicaba a su barriga.

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