El clan de la loba (6 page)

Read El clan de la loba Online

Authors: Maite Carranza

BOOK: El clan de la loba
12.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fuese por el atracón de espaguetis, el reposo o los mismos nervios, lo cierto es que a los quince días de la desaparición de Selene —y a los trece exactos de la llegada de tía Criselda— Anaíd se dio cuenta de que la ropa que usaba no le servía. Ni le subía la cremallera de los pantalones ni le abrochaban los botones de las camisas y, ante su estupor, se percató de que necesitaba un sujetador. Anaíd, sin creérselo, comprobó que por primera vez en su vida le estaba creciendo el pecho. ¡Y Selene no estaba para celebrarlo!

No quiso decírselo a tía Criselda. Era demasiado indiscreta o demasiado poco entendida en niñas. Proclamaría a los cuatro vientos que su sobrina necesitaba un sujetador o diría que ella no entendía de sujetadores de chicas. Con lo cual, decidió salir sola, hacia el crepúsculo, cuando los ruidos disminuían y su cabeza dejaba de echar humo por unas horas. Cogió dinero del sobre del cajón de la cómoda y salió de casa camino de la mercería rogando que no estuviese Eduardo. Si la atendía Eduardo se moriría de ver-güenza, sería capaz de Cundirse ante el mostrador. Eduardo tocaba a su lado en la banda del pueblo: ella, el acordeón, y él, el trombón. No la había mirado jamás, no sabía que existía, pero Anaíd sí que miraba a su izquierda constantemente para contemplar el sudor que perlaba su frente morena y la vena que se le hinchaba en el cuello al soplar el instrumento. Eduardo era mayor, hacía músculos en el gimnasio, tenía novia y estaba como un queso, o eso decían sus amigas, envidiosas de que tocara junto a Eduardo.

Antes muerta que dejar que Eduardo le vendiese un sujetador.

Y Eduardo estaba ahí.

Anaíd, muy nerviosa, le vio claramente a través del cristal del aparador y dio media vuelta dispuesta a abandonar. Tan abstraída estaba y tan confundida por el contratiempo que chocó de frente con una señora y cayó al suelo.

— Oh, disculpe —dijo sintiéndose tonta por disculparse, encima de caerse.

— Perdona, ha sido culpa mía —respondió la señora con un leve acento extranjero.

Y las dos se quedaron mudas de asombro al reconocerse.

— Nuestro destino es chocar... —exclamó la bella extranjera, la misma que conducía el Land Rover azul la mañana que desapareció Selene y que la atropello sin querer en la cuesta del puente.

Y se echaron a reír.

— ¿Te has recuperado ya de la caída?

— Sí, completamente, muchas gracias.

— Pues hoy no te escaparás, te debo una compensación por atropellarte. ¿Te apetece un cruasán con un chocolate con nata?

Anaíd dudó. ¿Cómo sabía que la chillaba el chocolate con nata? Con Selene celebraban todas sus fiestas en la chocolatería, con sus amigas o solas, y ahora hacía dos semanas que no probaba el chocolate. Se le hizo la boca agua. Probablemente la compra (o no compra) de su primer sujetador era una ocasión más que importante para ser cele-brada, probablemente Selene la habría invitado ella misma.

— Conozco una cafetería muy cerca de aquí —dijo.

Y la bella extranjera le sonrió y le ofreció su brazo con un gesto elegante y natural. Anaíd, con la misma naturalidad, se asió al brazo de la mujer y la guió a través de las callejuelas mirándola de soslayo.

Tenía la tez muy blanca, el cabello rubio ceniza, los ojos azules, de un azul profundo, intenso como el mar, y una sonrisa encantadora. Era hermosa y fascinante, extranjera sin duda, pero imposible descubrir de dónde provenía por el acento. Hacia esas épocas, al inicio de la primavera y una vez acabada la temporada de esquí, comenzaban a llegar los extranjeros. Se alojaban en el hotel y los campings. Algunos practicaban rafting y descendían por las rápidas aguas del río aprovechando los primeros deshielos, otros comenzaban a ascender las montañas, si el tiempo lo permitía, y a salpicar los valles de colores con sus anoraks chillones, hasta que cedían el puesto a los escaladores, los más volátiles y atrevidos, que llegaban adelantado el verano, cuando ya se había fundido el hielo de las grietas de la roca. Estaban también los que simplemente paseaban por los valles y visitaban los lagos gozando de las maravillosas vistas y respirando el aire sano de la montaña. La extranjera bien educada parecía ser de estos últimos.

— ¿Te espera tu madre?

Anaíd sintió un nudo en la garganta. No la esperaba NU madre. No tenía madre ni abuela, sólo una tía medio inútil que no le servía de nada.

— El otro día no me presenté, me llamo Cristine Olav.

— Yo soy Anaíd.

— Ya lo recuerdo, bonito nombre, Anaíd, imposible de olvidar. Te hace honor. ¿Sabes que eres muy bonita?

No era cierto. Anaíd sabía que no lo era, pero cuando la señora Olav lo dijo con tanta sinceridad creyó que era cierto y se sintió hermosa, admirada, y sobre todo querida.

Por eso, y a pesar de su promesa a Elena, le explicó a la señora Olav la reciente desaparición de su madre y su súbita enfermedad y también, ¿por qué no?, la llegada de su tía y su compra frustrada del sujetador. Se lo explicó porque necesitaba que alguien la mirara con arrobo, la escuchara con atención y le sonriera constantemente. La señora Olav fue menos explícita, sólo le dijo que se alojaba en el hotel unos días y que estaba de paso, pero que le gustaría visitar los lagos. Y entonces se le iluminó el rostro.

— ¿Querrías acompañarme?

Sin dudarlo, sin ni siquiera pestañear, Anaíd aceptó. Durante toda la merienda no había sentido en ningún momento ni el zumbido en la cabeza ni el constante dolor de las articulaciones ni la pena por la ausencia de Selene. La señora Olav y el chocolate con cruasán eran, hasta el momento, la mejor medicina que había probado.

De pronto la señora Olav se puso en pie y le hizo un signo mudo para indicarle que regresaba enseguida. Anaíd creyó que iba al baño y aprovechó para acabar de engullir el segundo cruasán y pedirle a Rosa, la encargada, que le pusiese otra cucharada de nata, por favor, porque el chocolate estaba delicioso, pero se le había acabado la nata.

No supo si la señora Olav se había ausentado un minuto o una hora, aunque lo cierto es que le dio tiempo para traerle un regalo. Con una sonrisa enigmática le hizo entrega de un obsequio envuelto en el papel de la mercería de Eduardo.

Anaíd no podía dar crédito. La señora Olav le había comprado el sujetador más bonito que nunca había visto. Un estampado étnico de fondo granate festoneado de alegres dibujos geométricos verdes y azulados. ¿Le iría bien?

Se levantó emocionada y fue a probárselo al baño. Era su talla, se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, era exactamente como lo había soñado, divertido, desenfa-dado, cómodo. No conocía la marca pero ninguna de sus amigas tenía un sujetador como ése, estaba segura. Se puso el jersey encima y salió corriendo de nuevo hacia la mesa para agradecer el regalo a la maravillosa señora Olav, pero ante su estupor en la mesa sólo había una caja de bombones.

— Son para ti —le dijo Rosa, la encargada.

Anaíd no tenía más hambre, así pues cogió la caja de bombones mientras Rosa recogía las tazas de chocolate y le explicaba que la extranjera había pagado la merienda y se había marchado discretamente tras dejarle los bombones a Anaíd y una generosa propina a ella.

Elena se sentía incómoda. Estaba sentada en su cocina, junto a Criselda, pelando judías y vigilando los pucheros. Pero se sentara como se sentara, el bebé continuaba pataleando con sus piececitos contra su vientre. Eran golpes secos, contundentes, y el último la había dejado sin aliento.

— ¿Así pues era cierto?

Criselda afirmó llevándose un bombón a la boca y tentando a Elena.

— Efectivamente. Se ha producido ya la conjunción de Saturno y Júpiter. Y se corresponde con la predicción que hace la astrónoma Hölder en su tratado sobre la llegada de la elegida.

— ¿Y la conjunción de los siete planetas?

— Está próxima, tal vez un par de meses, o tres.

Elena rechazó el bombón y continuó pelando las judías.

— Llévate la caja, son demasiado ricos —luego, pensativa, añadió—: Todo parece encajar. La conjunción astral y el meteorito lunar señalan el cuándo y el dónde.

— Aquí y ahora.

— No me lo puedo creer. Sospechábamos que Selene fuera la elegida, pero no existían certezas como las que ahora nos das.

— Las Odish lo sabían desde mucho antes. Desde la ofensiva en la que murió Deméter —afirmó Criselda.

— Malditas Strigas..., malditas brujas Odish, a punto estuvieron también de llevarse a Anaíd.

Llegados a ese punto Criselda negó rotundamente con la cabeza.

— Anaíd no pudo ver a la Striga, no ha sido iniciada.

— ¿Ah no? La descripción que nos hizo del cuervo era la de una Striga. Dijo deformada, enorme, ojos inteligentes, hasta le habló... Intentó torcer su voluntad —le rebatió Elena.

— Pero... si hubiera sido la Striga, hubiera corrido la misma suerte que Selene. Nadie, y menos una niña, puede resistirse a su voluntad —le rebatió Criselda tozuda como una muía.

— ¿Y ese Max?

— No merece la pena ni buscarlo. Probablemente no exista.

Elena se puso nerviosa y el bebé lo notó, por eso comenzó su sesión de nuevo, una patada, dos... Había tantas cosas extrañas, tantas. Y estaba segura de que Criselda le ocultaba muchas más.

— Entonces estás diciendo que Anaíd tenía razón, que la desaparición de la ropa de Selene, el telegrama, el dinero, todo lo que justificó su partida posterior fue un apaño para hacernos creer que se había marchado por voluntad propia.

—...Lo supe desde el primer momento.

— Entonces..., ¿por qué has dejado que Anaíd crea que su madre la ha abandonado por un hombre?

— ¿Y qué íbamos a decirle? —preguntó Criselda comiendo otro bombón.

— La verdad —defendió Elena—. Tiene derecho a saber la verdad.

— Eso deberá decidirlo el coven.

— Muy bien, pero hasta entonces tenemos que protegerla. Tiene catorce años, concédele un escudo protector —suplicó Elena.

— ¿Yo? —objetó Criselda levantándose nerviosa de la mesa.

Era incapaz de permanecer cinco minutos sentada y no podía tener las manos quietas. Cogió un cucharón de encima del mármol. Elena insistió.

— Mientras duerme, sin que lo note. ¿Recuerdas el conjuro?

Y mientras lo recordaba, Elena se entristeció al constatar que ella nunca lo había recitado y, dada su mala suerte de concebir sólo varones, tal vez no lo llegara a recitar jamás. El escudo protector servía para las muchachas adolescentes, para protegerlas de la maldición de las Odish e impedir que en el delicado tránsito de niña a mujer perecieran desangradas. Anaíd lo ignoraba y debía protegerse.

Criselda estaba apurada. Se notaba a la legua que jamás había creado un escudo protector para una adolescente. Removió el enorme puchero con excesivo ímpetu mientras hablaba.

— Pero Anaíd parece que tenga diez años, no hace falta.

— ¿Que no hace falta? Su madre acaba de ser secuestrada y ella está en el momento más delicado de la vida de una Ornar. ¿Y dices que no hace falta? ¿Qué hace falta entonces? —gritó Elena desesperada.

Criselda era un absoluto desastre, pensó Elena. ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea de enviar a Criselda? A Gaya, claro, para sacarse de encima a la niña y vengarse de Selene.

Pero Criselda se enfadó y agitó el cucharón.

— Mi trabajo es encontrar a Selene, por eso vine y eso es lo que estoy haciendo.

— ¿Y la niña? —inquirió Elena.

— La niña ya se apaña, yo no soy ninguna niñera.

Y era cierto, Criselda entendía tanto de niñas como de cocidos. No tenía ni idea.

Elena cambió de postura e interrogó a Criselda.

— Ya llevas dos semanas en eso y aún no nos has dicho nada. ¿Qué has averiguado desde el telegrama y el sobre del dinero? ¿Eh?

— Nada —se excusó Criselda sin ocultar su apuro.

Y con ese «nada» no mentía, pero era una ocultación de la verdad. Ese «nada» significaba mucho. Significaba sospechas en torno a Selene. Sospechas que ella no formula-ría hasta que estuviera completamente segura. Lo que había averiguado era precisamente nada, lo cual era lo menos tranquilizador de todo.

— Y tampoco te ocupas de Anaíd.

— ¿Cómo que no me ocupo? Estoy viviendo con ella.

— Quiero decir que no la vigilas, no la atiendes, no sabes siquiera lo que le pasa por la cabeza.

— Tonterías, le pasan tonterías, le aplico las manos cada noche para borrarle las tonterías —se defendió Criselda con pasión.

— ¿Y eso es todo?

— Estoy buscando a su madre, que es lo que Anaíd necesita. A su madre. Yo no he tenido hijos como tú. ¿Por qué no te quedaste tú con ella?

A Elena le dio un patatús. Ya tuvo bastante con los dos días que convivió bajo su techo y que se le antojaron complicadísimos.

— En el próximo coven tenemos que decidir qué hacemos con Anaíd —dijo Elena para resolver la cuestión de una vez.

Criselda la miró con estupor y señaló su enorme vientre.

— ¿Podrás volar?

— Pues claro, qué remedio. Estoy más pesada, no puedo comunicarme, pero el hechizo funciona igual.

Criselda probó el guiso y se quemó la lengua.

— Anaíd no me preocupa. No sufro por su seguridad, no quiere salir de casa. Es muy prudente.

Elena se vio en la obligación de advertir a Criselda, no sabía nada de Anaíd.

— Es muy lista.

— Ya me he dado cuenta.

— Acabó con todos los libros de la biblioteca juvenil hace dos años. Selene le traía libros de la ciudad.

— Una niña lectora.

— Habla y escribe cinco lenguas perfectamente.

— Ya.

— Toca todos los instrumentos que se le pongan por delante.

Criselda ya se estaba quedando sin argumentos.

— ¿Qué me quieres decir?

— Que no entiendo ni entenderé nunca por qué Selene no la inició a la edad que le correspondía.

Elena observó a Criselda, que reaccionaba poco a poro, y retuvo la respiración cuando se apoyó en el puchero y el puchero se tambaleó. Elena gritó demasiado tarde.

— ¡Cuidado!

Criselda agarró el puchero, pero sin querer trastabilló y se sujetó a la cortina de la ventana. La cortina se vino abajo y el puchero cayó al suelo con gran estrépito; se rompió en mil trozos esparciendo pedazos de pollo, tocino, apio, zanahoria, cebollas y patatas por toda la cocina.

Elena respiró hondo una vez, dos, el pequeño saltarín se alteraba con ella. ¿Resistiría los dos meses que le quedaban hasta el parto con el pequeño futbolista arremetiendo desde dentro y Criselda complicándole la vida desde fuera? Tras el estruendo, la cocina comenzó a llenarse de niños que llegaban de todas partes creyendo que había explotado una bomba.

Other books

Truants by Ron Carlson
Shadow Traffic by Richard Burgin
A Smile in the Mind's Eye by Lawrence Durrell
The Enemy Within by Sally Spencer
His Unforgettable Fiancée by Teresa Carpenter
What She Doesn't Know by Beverly Barton
Manly Wade Wellman - Novel 1959 by The Dark Destroyers (v1.1)
An Unlikely Alliance by Patricia Bray