El círculo oscuro (39 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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—Voy a usar la puerta trasera de diagnóstico para acceder al piloto automático.

No tenía intención de explicar cómo. Hufnagel no tenía por qué saberlo todo.

Sonó un teléfono en un rincón del fondo. Contestó uno de los técnicos.

—Una llamada para usted, señor Hufnagel.

La expresión del técnico era tensa, preocupada. Penner era consciente de que, sin el alto concepto que tenía de sus habilidades, probablemente también él estaría preocupado.

—Ya voy.

Hufnagel se alejó.

¡Por fin! Penner sacó rápidamente un CD del bolsillo de su bata de laboratorio, lo introdujo en la unidad y cargó tres utilidades en la memoria: un monitor de procesos de sistema, un analizador criptográfico y un desensamblador hexadecimal. Guardó el CD en el bolsillo y minimizó los tres programas justo cuando volvía Hufnagel.

Tras algunos clicks del ratón apareció una nueva pantalla:

HMS
Britannia
— SISTEMAS CENTRALES SISTEMAS AUTÓNOMOS (MODO DE DIAGNÓSTICO)

SUBSISTEMA VII SUBESTRUCTURA DE GESTIÓN DE PILOTO AUTOMÁTICO

Decidió adelantarse a Hufnagel con una pregunta.

—Cuando transfiera el control de las rutinas de gestión… quiero decir, si las transfiero… ¿cuál será el siguiente paso?

—Desactivar el piloto automático. Apagarlo del todo y pasar el control manual del timón al puente auxiliar.

Penner se humedeció los labios.

— ¿De verdad que la capitán Masón se ha adueñado de…?

—Sí, de verdad. Vamos, sigue.

Por primera vez, Penner sintió una punzada de algo parecido al temor. Tras cerciorarse de que el monitor de procesos estuviera activo, seleccionó el piloto automático y clicó el botón de «diagnóstico». Se abrió otra ventana, y empezaron a desfilar a toda velocidad números.

— ¿Qué es eso?

Penner echó un vistazo al monitor de procesos y suspiró para sus adentros. «El típico jefe de informática», pensó. Hufnagel conocía todas las palabrejas de moda, como «virtualización de servidores», y era capaz de hablar sin decir nada con los oficiales durante horas y horas, pero no tenía ni puñetera idea de los verdaderos entresijos de un sistema complejo de datos.

—Son los datos del piloto automático en tiempo real.

— ¿Y?

—Pues que voy a analizarlos. Encontraré el stack de interrupción y usaré los eventos de activación para interrumpir el proceso.

Hufnagel asintió sabiamente, como si hubiera entendido algo de aquella jerga. Penner pasó un buen rato estudiando los datos.

— ¿Qué? —dijo Hufnagel—. Sigue, tenemos menos de una hora.

—No es tan fácil.

— ¿Por qué no?

Penner señaló la pantalla.

—Mire. No son comandos hexadecimales. Están encriptados.

— ¿Puedes desencriptarlos?

«¿Pueden los osos cagar en el bosque?», pensó Penner. Cayó en la cuenta, repentinamente, de que (si jugaba bien sus cartas) lo más probable era que le dieran una buena prima, por no decir un ascenso. Corey Penner, oficial informático de primera clase, el heroico hacker que había impedido que el
Britannia
naufragase.

Le gustó cómo sonaba. Hasta rimaba. Empezó a relajarse otra vez. Sería coser y cantar.

—Va a ser duro, francamente duro —dijo, con la dosis perfecta de melodramatismo—. Esta rutina de encriptado no es ninguna tontería. ¿Puede decirme algo al respecto?

Hufnagel sacudió la cabeza.

—La codificación del piloto automático se la encargaron a una empresa de software alemana. La dirección de la empresa no encuentra ni la documentación ni las especificaciones técnicas, y en Hamburgo no están en horario de trabajo.

—Entonces tendré que analizar el sistema de encriptación antes de poder establecer una estrategia de desencriptado.

Bajo la mirada de Hufnagel, Penner filtró los datos del piloto automático por el analizador criptográfico.

—Usa un sistema de encriptación nativo con base hardware —anunció.

— ¿Y eso es malo?

—No, es bueno. La encriptación hardware suele ser bastante endeble, alrededor de treinta y dos bits. Mientras no sea AES, o algún algoritmo de muchos bits, debería poder desencriptarlo en poco tiempo.

—Ya, pero es que no tenemos ni tan siquiera poco tiempo. Repito que nos queda menos de una hora.

Penner se hizo el sordo y miró atentamente la ventana del analizador. A su pesar, se estaba dejando absorber por el problema. Se dio cuenta de que ya no le importaba que su jefe viera las herramientas tan poco ortodoxas que usaba.

— ¿Qué? —insistió Hufnagel.

—Un momento, señor. El analizador está determinando la fuerza del encriptado. Según la profundidad de bits, podré hacer un ataque lateral o…

El analizador finalizó su tarea. Apareció una columna de números. A pesar del calor que hacía en la sala de servidores, Penner se quedó helado.

—Madre mía… —murmuró.

— ¿Qué ocurre? —preguntó rápidamente Hufnagel.

Penner escrutó los datos, confundido.

—Ha dicho menos de una hora. Una hora para… ¿qué, exactamente?

—Para que el
Britannia
choque con las Carrion Rocks.

Tragó saliva.

—Y si esto no funciona… ¿cuál es el plan B?

—Eso a ti no te importa, Penner. Tú sigue.

Volvió a tragar saliva.

—La rutina usa una criptografía de curva elíptica. Lo último de lo último. Una clave pública de 1024 bits, y una clave simétrica de 512 bits.

— ¿Y qué? —preguntó el jefe de informática—. ¿Cuánto tiempo tardarás?

De pronto, en el silencio que siguió a la pregunta, Penner percibió el profundo latido de los motores del barco, los impactos sordos de la proa al cortar las olas del mar a demasiada velocidad, y el ruido del viento y el agua, vagamente audible incluso en el fragor de los ventiladores.

— ¿Penner? ¡He preguntado cuánto tiempo!

—Tantos años como granos de arena hay en todas las playas del mundo —murmuró, con tal pavor que casi se le atragantaron las palabras.

Capítulo 63

La cosa que no tenía nombre se movía por la sombra y escuchaba el vacío. Vivía en un vago metamundo, situado en el espacio gris que había entre el mundo vivo del Entarima y el plano del puro pensamiento. El fantasma no estaba vivo. No tenía sentidos. No oía ni olía nada; no sentía ni pensaba nada.

Solo conocía una cosa: el deseo.

Transitaba despacio por el laberinto de pasillos del
Britannia
, como a tientas. Para él, el mundo del barco no era más que una sombra, un paisaje irreal, una vaga trama de sombra y silencio, que solo debía cruzar hasta haber satisfecho su deseo. De vez en cuando se encontraba con el brillo mate de los entes vivos, cuyos movimientos erráticos despreciaba. Para la cosa, ellos eran tan insustanciales, como la cosa lo era para ellos.

Sintió vagamente que se acercaba a su presa. Podía percibir la atracción del aura de ese ser vivo; era como un imán. Siguiendo aquel débil señuelo, llevó a cabo un recorrido irregular por las cubiertas del barco, cruzando por igual pasillos y mamparos de acero, siempre en busca de aquello para lo que había sido invocada: devorar y aniquilar. Su tiempo no era el tiempo del mundo; el tiempo no era más que una trama flexible que se podía extender y romper, de la que se podía prescindir y en la que se podía entrar y salir. La cosa tenía la paciencia de la eternidad.

Nada sabía la cosa de la entidad que la había invocado. La entidad en cuestión carecía de importancia. Ahora, ni el propio invocador podía detenerla. La existencia de la cosa era independiente. Tampoco tenía ningún concepto del aspecto del objeto de deseo. Tan solo conocía el impulso del anhelo: el de encontrar la cosa, arrancar de la tela del mundo el alma de la entidad, y quemarla en su deseo; consumirla hasta la saciedad y arrojar las cenizas a la oscuridad exterior.

Se deslizó por un pasillo poco iluminado, un túnel gris a media luz poblado por las presencias temblorosas de otras entidades vivas. Cruzaba nubes densas de miedo y de terror. Allí el aura de su presa era más fuerte. Mucho, sí. La cosa sintió crecer su ansia, y se desplegó en busca del calor del contacto.

La tulpa ya estaba muy cerca de su presa.

Capítulo 64

Gavin Bruce y su pequeño grupo (Niles Welch, Quentin Sharp y Emily Dahlberg) siguieron a Liu y a Crowley hacia una escotilla de babor por donde se accedía a la galería exterior de la cubierta 7. Ponía «BOTES SALVAVIDAS». En la cubierta de estribor debía de haber una escotilla parecida. Delante había mucha gente, que se les echó encima en cuanto les vio.

— ¡Ya están aquí!

— ¡Súbannos a los botes!

— ¡Mirad, dos oficiales del barco! ¡Están intentando salvar el pellejo!

Rápidamente, se vieron asediados. Una mujer obesa, con el chándal puesto de cualquier manera, se aferró a Liu chillando.

— ¿Es verdad? —preguntó a grito pelado—. ¿Estamos yendo hacia las rocas?

La multitud se abalanzó hacia los recién llegados. Se palpaba el pánico.

— ¿Es verdad?

— ¡Tienen que decírnoslo!

—No, no, no —dijo Liu, levantando las manos, con una sonrisa forzada—. Ese rumor es totalmente falso. Seguimos rumbo a…

— ¡Mienten! —exclamó un hombre.

—Entonces ¿qué hacen aquí, en los botes?

— ¿Y por qué narices vamos tan deprisa? ¡El barco se mueve una barbaridad!

Crowley tuvo que gritar para que le oyeran.

— ¡Escúchenme! Lo único que hace el capitán es llevarnos a St. John's lo más deprisa que puede.

— ¡Eso no es lo que dice la tripulación! —bramó la mujer del chándal, retorciendo histéricamente las solapas del uniforme de Liu—. ¡No nos cuenten mentiras!

El pasillo se había llenado de pasajeros nerviosos. Para Bruce fue una gran sorpresa ver lo desesperados y rebeldes que se habían vuelto.

— ¡Por favor! —exclamó Liu, soltándose—. Venimos del puente, y está todo controlado. Solo hacemos una comprobación de rutina de los botes.

Se adelantó un hombre joven con la americana abierta y los botones de la camisa desabrochados.

— ¡No nos mientas, hijo de puta! —Quiso coger a Liu, que se apartó. Entonces el pasajero cerró el puño y le dio de refilón en un lado de la cabeza—. ¡Mentiroso!

Liu se tambaleó y dio media vuelta, encogiendo los hombros. Justo cuando el joven se lanzaba de nuevo al ataque, le clavó un puño en el plexo solar. El pasajero cayó al suelo gruñendo. El siguiente en lanzarse a la carga fue un hombre obeso y jadeante, que echó el puño hacia atrás a la vez que alguien sujetaba a Liu por la espalda. Entonces intervino Bruce, que dejó seco al gordinflón con un buen gancho, mientras Crowley se encargaba del segundo pasajero.

Momentáneamente impresionada por el estallido de violencia, la gente se calló y retrocedió.

— ¡Vuelvan a sus camarotes! —gritó Liu, respirando hondo.

Gavin Bruce se puso al frente.

— ¡Usted! —Señaló a la mujer de delante, la del chándal—. ¡Apártese ahora mismo de la escotilla!

La autoridad naval que resonaba en su voz surtió efecto. La gente se apartó a regañadientes, en silencio y con miedo. Liu se acercó a la escotilla y la abrió.

— ¡Se van a los botes! —exclamó un hombre—. ¡Llévenme! ¡No me dejen aquí, por lo que más quieran!

La multitud se despertó otra vez y se puso en movimiento, llenándolo todo de gritos y de súplicas.

Bruce tumbó a un hombre de su edad que intentaba cruzar la compuerta, y ganó el suficiente tiempo para que pasara todo su grupo. Poco después la escotilla volvía a estar cerrada, soportando los golpes de los pasajeros, que no dejaban de gritar, poseídos por el pánico.

Bruce se volvió. Una lluvia de gotas finas y gélidas caía sobre la cubierta, abierta al mar por el lado de babor. Allá fuera se oía mucho más el estruendo de las olas. El viento gemía y ululaba por las vigas.

—Madre mía… —murmuró Liu—. Se han vuelto todos locos de remate.

— ¿Dónde están los equipos de seguridad? —preguntó Emily Dahlberg—. ¿Por qué no controlan a toda esta gente?

— ¿Seguridad? —dijo Liu—. Tenemos dos docenas de vigilantes para más de cuatro mil pasajeros y tripulantes. Es la anarquía.

Bruce sacudió la cabeza y centró su atención en la larga hilera de botes salvavidas. Se quedó de piedra. Nunca había visto nada igual a pesar de su experiencia en la marina: una sucesión de embarcaciones gigantescas, totalmente cerradas, en forma de torpedo, pintadas de un color naranja vivo, con hileras de ojos de buey en cada lado. Más que botes salvavidas, parecían naves espaciales; y no solo eso, sino que en vez de estar colgadas de pescantes, cada una de ellas estaba montada sobre unos raíles que se inclinaban hacia el extremo inferior del barco.

— ¿Cómo funcionan? —preguntó, volviéndose hacia Liu.

—Son botes salvavidas de caída libre —dijo Liu—. Ya hace años que existen en plataformas petroleras y cargueros, pero el
Britannia
es el primer barco de pasajeros que los usa.

— ¿De caída libre? No puede decirlo en serio. ¡Pero si el agua está a veinte metros!

—Los asientos de los pasajeros llevan cinturones de seguridad, y están diseñados para amortiguar las fuerzas de gravedad del impacto. Los botes chocan de frente contra el agua, hidrodinámicamente, y luego suben hacia la superficie. Cuando salen, ya están a cien metros del barco, y siguen alejándose.

— ¿Qué tipo de motores llevan?

—Uno diesel de treinta y cinco, que puede alcanzar los ocho nudos. Además llevan comida, agua, calefacción, y hasta oxígeno para diez minutos, por si hubiera combustible ardiendo sobre el agua.

Bruce miró fijamente a Liu.

— ¡Esto es perfecto! Yo creía que tendríamos que arriar los botes de toda la vida, con pescantes, lo que, con este oleaje, sería imposible. ¡Estos los podríamos lanzar ahora mismo!

—Me temo que no es tan fácil —dijo Liu.

— ¿Ah, no? ¿Por qué?

—El problema es la velocidad. Treinta nudos, son casi sesenta kilómetros por hora…

— ¡Por favor, ya sé qué es un nudo!

—No hay ningún modo de saber cómo afectaría la velocidad a los botes. La normativa insiste mucho en que tienen que usarse con el barco parado.

—Pues habrá que echar uno vacío, de prueba.

—Seguiríamos sin saber cómo afectarían las fuerzas de gravedad laterales a los pasajeros.

Gavin Bruce frunció el entrecejo.

—Ya lo entiendo. O sea, que necesitamos un conejillo de Indias. Eso está hecho. Déme un VHF portátil, súbame a uno de los botes y láncelo. Yo le diré si es muy fuerte el choque.

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