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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (3 page)

BOOK: El cero y el infinito
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Rubashov oyó el ruido de varias personas que marchaban a paso redoblado por el pasillo, y su primer pensamiento fué: "Ahora empezarán los castigos". Se detuvo en medio de la celda, escuchando, con el mentón inclinado hacia adelante. Los pasos militares hicieron alto frente a una de las celdas próximas, se oyó una voz baja de manda, y sonaron las llaves. Después, silencio.

Rubashov se quedó inmóvil, de pie entre el camastro y el balde, conteniendo la respiración y esperando el primer grito. Recordaba que ese primer grito de dolor, en el que el terror todavía predominaba sobre el daño físico, era generalmente el peor; lo que seguía era ya más soportable, porque uno se acostumbraba a ello, y después de cierto tiempo se llega incluso a deducir el método de tortura por el tono y ritmo de los alaridos. Hacia el final, casi todos se conducían del mismo modo, aunque los temperamentos y la expresión de las voces fuesen distintos: los chillidos se debilitaban y se iban transformando en gemidos y sollozos; casi inmediatamente se oía un portazo.

Las llaves tintineaban otra vez, y el primer alarido de la próxima víctima era proferido, con frecuencia, antes que lo tocasen, a la simple vista de los hombres en el umbral.

Rubashov permaneció de pie en medio de la celda, esperando el primer grito. Se limpió los lentes en la manga, y se afirmó a sí mismo que rro gritaría esta vez, sucediera lo que sucediese; se repitió la frase como si estuviera rezando un rosario. Seguía de pie y esperando, pero el grito no llegó. Oyó luego un ligero sonido metálico, una voz murmuró algo, y la puerta se cerró; los pasos siguieron hasta la celda contigua.

Rubashov se acercó a la mirilla y atisbó el pasillo, en el que los hombres estaban parados casi enfrente de su celda, en la número 407. Allí estaba el viejo carcelero con dos ordenanzas que llevaban un recipiente con té, otro que cargaba una canasta con trozos de pan negro, y dos oficiales uniformados, con pistolas; no eran los castigos, era el desayuno.

Al número 407 le estaban dando el pan, pero Rubashov no podía verlo, pues estaría probablemente en posición reglamentaria, un paso detrás de la puerta. Sólo podía ver sus brazos y manos; los primeros, desnudos y muy delgados, como dos varillas paralelas, salían de la puerta hacia el corredor. Las palmas de las manos del invisible número 407 estaban vueltas hacia arriba, ahuecadas en forma de tazón, y cuando tomó el pan, cerró las manos y se retiró a la oscuridad del calabozo. La puerta se cerró de golpe.

Rubashov se retiró de la mirilla y reanudó el paseo. Dejó de limpiar los lentes con la manga, se los puso, y respiró profundamente con sensación de alivio; empezó a silbar una melodía y esperó el desayuno. Recordaba con un vago sentimiento de malestar aquellos brazos flacos y las retorcidas manos, que le traían a la memoria algo que no podía definir. El contorno de aquellas manos extendidas y aun las sombras que caían sobre ellas le eran familiares, pero se le había ido del recuerdo como se desvanece una vieja melodía o el olor de una callejuela estrecha de un puerto.

7

La procesión en el pasillo había abierto y cerrado una fila de puertas pero no la suya.

Rubashov volvió a la mirilla para ver si por fin venían. Sentía un gran deseo de tomar té caliente. El recipiente estaba humeando, y se veían flotar en la superficie finas rebanadas de limón. Se quitó los lentes y pegó un ojo a la mirilla, con lo que su alcance de visión llegaba a cuatro de las celdas opuestas: las que tenían los números 401 al 407.

Por encima de las celdas corría una estrecha galería de hierro; detrás había más celdas en el piso segundo. La procesión volvía justamente a lo largo del corredor desde la derecha; evidentemente, servían primero a los número impares y después a los pares. Ahora estaban frente al número 408. Rubashov sólo veía las espaldas de los dos hombres de uniforme con cartucheras en las cintura; los demás quedaban fuera de su ángulo visual. Se oyó el portazo, y pasaron al número 406.

Rubashov volvió a ver el recipiente humeante y al asistente con la cesta del pan donde sólo quedaban algunos trozos. La puerta del número 406 se cerró en seguida; la celda estaba vacía. La procesión se aproximó, pasó, por delante de su puerta, y se detuvo en la celda número 402.

Rubashov empezó a golpear la puerta con los puños. Vió cómo los dos asistentes con el recipiente se miraban el uno al otro y luego a su puerta. El carcelero estaba entretenido abriendo la cerradura del número 402 e hizo como que no oía; los dos hombres de uniforme estaban de espaldas a la mirilla de Rubashov; dieron el pan al habitante de la celda 402, la procesión empezó a moverse y Rubashov golpeó más fuerte. Se quité un zapato y empezó a dar golpes con él en la puerta.

El más grande de los dos hombres con uniforme se volvió, miró sin expresión hacia la puerta de Rubashov, y dió la vuelta otra vez en dirección contraria. El carcelero cerró de golpe la puerta del número 402, y los ordenanzas que llevaban el caldero se detuvieron indecisos. El hombre de uniforme que se había vuelto dijo algo al viejo carcelero, que se encogió de hombros y con las llaves sonando se acercó a la puerta de Rubashov. Los ordenanzas con el caldero lo siguieron, mientras el que llevaba el pan dijo algo por la mirilla al número 402.

Rubashov dió un paso atrás, y esperó que la puerta se abriese. La tensión, interior que sentía cesó súbitamente; ya no le importaba tomar té o no tomarlo; el té del caldero ya no humeaba, y las rodajas de limón que flotaban sobre el líquido pálido-amarillento parecían arrugadas y recocidas.

La llave giró en la cerradura, luego una pupila miré a través de la mirilla, desapareció, y la puerta se abrió.

Rubashov estaba sentado en el camastro poniéndose otra vez el zapato, y el carcelero mantuvo abierta la puerta para que pasase el hombre grande uniformado, de cabeza redonda, con el cráneo afeitado y ojos inexpresivos. Crujían sus botas al andar y también el uniforme; Rubashov pensó que podía oler el cuero de la cartuchera. Se detuvo cerca del balde, y miró alrededor de la celda, que parecía haberse empequeñecido con su presencia.

—No ha limpiado usted la celda —le dijo a Rubashov—; seguramente conoce el reglamento. —¿Por qué no me han traído el desayuno? —preguntó Rubashov, examinando al oficial a través de los cristales de sus lentes.

—Si quiere discutir conmigo, empiece por ponerse de pie —ordenó el oficial.

—No tengo el más mínimo deseo de discutir, ni aun de hablar con usted —contestó Rubashov, mientras continuaba atándose el zapato.

—Entonces no aporree la puerta la próxima vez, o le serán aplicadas las medidas disciplinarias.

—Miró alrededor de la celda y continuó, dirigiéndose al viejo carcelero—: El preso no tiene trapo para limpiar el piso.

El carcelero dijo algo al asistente que llevaba el pan, y el asistente desapareció corriendo por el corredor; los otros dos asistentes estaban en la puerta contemplando la escena con curiosidad. El segundo oficial, vuelto de espaldas, permanecía en el pasillo con las piernas abiertas y las manos cruzadas por detrás de la espalda.

El preso tampoco tiene plato para comer —dijo Rubashov, todavía ocupado en atarse el zapato—. Me figuro que quieren ustedes evitarme el trabajo de una huelga de hambre. Admiro sus nuevos métodos.

—Está usted equivocado —dijo el oficial, mirándole sin expresión. Tenía una ancha cicatriz eh el afeitado cráneo, y llevaba la cinta de la Orden Revolucionaria en el ojal.

"Después de todo, eso quiere decir que estuvo en la guerra civil" —pensó Rubashov, "pero eso fue hace mucho tiempo y ahora no tiene importancia." —Está equivocado. Se le dejó sin desayuno porque usted informó que estaba enfermo.

—Dolor de muelas —dijo el viejo carcelero, que estaba apoyado en la puerta. Aún llevaba zapatillas y tenía el uniforme arrugado y salpicado de grasa.

—Como usted quiera —concedió Rubashov. Tuvo en la punta de la lengua la pregunta de si la última palabra del régimen era tratar a los enfermos con una dieta obligatoria, pero se contuvo.

Estaba ya harto de la escena.

El asistente encargado del pan regresó corriendo, resollando, y agitando un trapo sucio que entregó al carcelero, y que éste tiró en un rincón junto al balde. —¿Tiene usted alguna otra petición que hacer? —preguntó el oficial sin ironía.

—Que me dejen solo y termine esta comedia —dijo Rubashov.

El oficial se volvió para retirarse, y el carcelero agitó su manojo de llaves, mientras Rubashov se dirigió hacia la ventana volviéndoles la espalda. Cuando la puerta se cerró, recordó que había olvidado lo principal, y de un salto volvió a la puerta. —¡Papel y lápiz! —gritó junto a la mirilla, y quitándose los lentes pegó un ojo al agujero para ver si volvían. Había gritado muy fuerte, pero la procesión siguió adelante como si no le hubiese oído.

Lo último que vió fue la espalda del oficial con el cráneo afeitado, y el ancho cinturón de cuero del que pendía la funda del revólver.

8

Rubashov reanudó su paseo por la celda, seis pasos y medio hasta la ventana, seis pasos y medio de vuelta hasta la puerta. La escena lo había irritado, y recapituló sus menores detalles mientras limpiaba los lentes con la manga. Procuró mantener vivo el odio que durante unos pocos minutos había sentido hacia el oficial de la cicatriz, pensando que podría darle vigor para la lucha que se avecinaba. En lugar de ello, volvió a caer en la familiar y fatal posición de ponerse él mismo en lugar de su oponente, y contemplar la escena con los ojos del otro. Allí estaba sentado, ese hombre Rubashov, pequeño, barbudo y arrogante, atándose el zapato de la manera más provocativa sobre el transpirado calcetín.

Desde luego, este Rubashov tenía sus méritos y un gran pasado, pero una cosa era verlo en la tribuna de un congreso y otra sentado en el camastro del calabozo. "De manera que éste es el legendario Rubashov" —pensaba Rubashov poniéndose en lugar del oficial de los ojos inexpresivos—;

"chilla por el desayuno como un escolar y ni siquiera se avergüenza de ello; no ha limpiado la celda; tiene agujeros en los calcetines. No cabe duda de que es un intelectual quejumbroso, que ha conspirado contra la ley y el orden, sea por dinero o por principios, lo mismo da. Nosotros no hicimos la revolución para que se aprovechen de ella cuatro maniáticos, y aunque él ayudó a hacerla y en aquellos tiempos era un hombre, ahora es viejo y se las da de virtuoso, así que está maduro para la liquidación. Tal vez también entonces lo estaban; en la revolución hubo muchas burbujas que reventaron después. Si aún tuviera un vestigio de autorrespeto, habría limpiado su celda."

Durante unos segundos, Rubashov estuvo dudando entre limpiar realmente el calabozo o no hacerlo, y quedó en medio del cuarto sin saber qué decidir; luego volvió a ponerse los lentes y se apoyó en la ventana.

El patio estaba ahora iluminado por la luz del día, una luz grisácea teñida de amarillo, no del todo hostil y que anunciaba más nieve. Era alrededor de las ocho, y sólo habían transcurrido tres horas desde su llegada a la cárcel. Los muros que rodeaban el patio parecían los de un cuartel; había rejas de hierro en todas las ventanas, y detrás estaba tan oscuro que no era posible ver nada, ni siquiera si había alguien asomado a las rejas para mirar, como lo estaba haciendo él mismo, la nieve del patio. Era una nieve limpia, ligeramente endurecida,.que hubiese crujido al andar sobre ella. A los dos lados de la vereda que corría alrededor del patio, a unos diez pasos de los muros, había montículos de nieve, hechos para despejar el camino. En la plataforma opuesta del muro se paseaba un centinela; al volverse, escupió y se inclinó para mirar dónde y cómo había caído.

"La vieja enfermedad" —pensé Rubashov—. "Los revolucionarios no deben pensar a través. de las mentes de los otros.

"O tal vez sí deben, o por lo menos, debieran.

"¿Cómo puede uno cambiar el mundo identificándose con todo el mundo?

"¿Y de qué otro modo puede uno cambiarlo?

"Aquel que comprende y perdona, ¿dónde puede encontrar una razón para obrar?

"¿Y dónde puede no encontrarla?

"Me fusilarán" —pensaba Rubashov—; "mis motivos no les interesan." Y apoyó la frente en los vidrios de la ventana. El patio estaba blanco e inanimado.

Así permaneció un momento sin pensar, sintiendo el fresco del vidrio sobre la frente. Luego, poco a poco, tuvo conciencia de un ruido leve, pero persistente en la celda.

Se volvió entonces para escuchar. Los golpes eran tan suaves, que al principio no pudo distinguir de qué pared provenían. De pronto, cesaron. Comenzó entonces él mismo a golpear en la pared opuesta al balde, en dirección al número 406, pero no obtuvo respuesta. Probó en la otra pared, que lo separaba del número 402, cerca del camastro. Allí le contestaron. Rubashov se sentó cómodamente en la cama, desde donde podía vigilar la mirilla, con el corazón agitado. El primer contacto era siempre emocionante.

El número 402 estaba ahora dando golpecitos regularmente: tres veces con cortos intervalos, luego una pausa, después otras tres veces y otra pausa, y así sucesivamente.

Rubashov repitió las mismas señales para indicar que le oía; estaba ansioso por saber si el otro conocía el alfabeto "cuadrático", porque de otra manera hubiera sido engorroso enseñárselo.

La pared era gruesa, con muy poca resonancia, y tenía que pegar la cabeza al muro para oír mejor, sin perder de vista la mirilla. El número 402 tenía evidentemente mucha práctica; transmitía distintamente y sin apresuramiento, con algún objeto duro, tal vez con un lápiz. Mientras Rubashov iba recordando los números, procuraba representarse el cuadrado de las letras con sus veinticinco compartimientos, cinco líneas horizontales con cinco letras cada una. El número 402 dió cuatro golpes, indicando la fila cuarta: de la P a la T; luego dos, es decir, la columna segunda de la hilera: la letra Q. Dejó transcurrir una pausa y marcó cinco golpes: quinta fila, de la U a la Z, y, tras un intervalo, uno más: U. Otra pausa. Dos —F a J— y cuatro— I. Uno —A a E— y cinco: E. Tres —L a O— y tres: N.

Los golpes cesaron:

—¿QUIÉN?

"Es una persona práctica" —pensó Rubashov—. "necesita saber desde el principio con quién habla." Según la etiqueta de los revolucionarios deberían haber empezado con un ligero comentario político, haber dado después las novedades, luego hablar de comidas y de tabaco, y solamente mucho después, pasados unos días, presentarse. Pero había que tener presente que, hasta entonces, las experiencias de Rubashov se extendían a países en los que el Partido era el perseguido, no el perseguidor, y los miembros del Partido, por razones de conspiración, se conocían unos a otros únicamente por sus nombres de pila, cambiándolos con tanta frecuencia que aun los nombres llegaban a perder toda significación. Aquí, evidentemente, era distinto, y Rubashov dudó entre dar o no su nombre.

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