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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (15 page)

BOOK: El cero y el infinito
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La reunión concluyó imponiendo a Arlova una "seria amonestación".

Rubashov, que conocía demasiado bien los procedimientos que últimamente empleaba el Partido, se inquietó. Presumía que reservaban algo para Arlova, y se sentía impotente, por no tener algo tangible contra qué combatir.

El ambiente de la Legación se enrareció aún más, Rubashov dejó de hacer comentarios personales mientras dictaba y eso le produjo un singular sentimiento de culpabilidad. No hubo aparentemente cambio alguno en sus relaciones con Arlova, pero esa curiosa sensación de culpabilidad, debida únicamente al hecho de que no se atrevía a repetir sus ingeniosas frases al dictar, le impedía también detenerse detrás de la silla de Arlova y poner las manos sobre sus hombros, como acostumbraba hacerlo antes. Después de una semana, Arlova no fue al cuarto de Rubashov por la noche, ni tampoco las noches siguientes. Pasaron tres días antes de que Rubashov se atreviera a preguntarle las razones. Ella, con su voz soñolienta, respondió algo sobre neuralgias, y Rubashov no insistió. A partir de entonces no volvió más, con una sola excepción.

Fue tres semanas después de la reunión de la célula en que se había acordado hacerle "una seria amonestación", y quince días después de la interrupción de sus visitas. Su conducta fue casi la de siempre, pero, durante toda la noche, Rubashov tuvo la sensación de que ella esperaba palabras decisivas. Lo único que pudo decirle, sin embargo, fue que estaba muy contento de que hubiese vuelto, y que se sentía cansado y extenuado, lo que era verdad. Durante la noche observó que estaba despierta, mirando, en la oscuridad con los ojos abiertos. No podía desprenderse de esa atormentadora sensación de culpabilidad, y, además, le dolía otra vez el diente. Ésa fue su última visita.

Al día siguiente, antes de que Arlova llegase a la oficina, el secretario dijo a Rubashov, en un tono que quería ser confidencial, pero con cada frase cuidadosamente formulada, que el hermano y la cuñada de Arlova habían sido detenidos Allá. El hermano de Arlova se había casado con una extranjera, y los dos estaban acusados de mantener conexiones desleales con el país natal de la mujer, en beneficio de la oposición.

Unos minutos después llegó Arlova a la oficina, y se sentó, como siempre, en la silla situada enfrente de la mesa, con su blusa bordada, inclinándose ligeramente hacia adelante. Rubashov se paseó detrás de ella, y durante todo el tiempo tuvo delante de sus ojos su cuello doblado, con la piel ligeramente estirada sobre las vértebras. No podía separar la vista de aquel trozo de piel, y sentía una inquietud que llegaba a convertirse en malestar físico. No podía abandonar el pensamiento de que Allá, a los condenados a muerte, se los fusilaba por la espalda.

En la siguiente reunión de la célula del Partido, sé destituyó a Arlova de su cargo de bibliotecaria por falta de confianza política, de acuerdo con una propuesta del primer secretario.

Nadie hizo comentario alguno y no hubo discusión. Rubashov, que por entonces sufría intolerables dolores de muelas, se excusó de acudir a la reunión. Unos días después, llegó la orden de regreso para Arlova y otro funcionario. Sus antiguos colegas no volvieron a mencionar sus nombres, pero durante los meses que continuó en la Legación, antes de que a él mismo lo hicieran regresar, el casto perfume de su cuerpo grande y perezoso se mantuvo adherido a las paredes de su cuarto, sin dejarlo jamás.

4

ARRIA LOS POBRES DEL MUNDO.

A partir de la mañana del décimo día después de la detención de Rubashov, su nuevo vecino de la izquierda, el ocupante de la celda número 406, transmitía las mismas palabras a intervalos regulares, siempre con el mismo error al deletrear: "Arria" en vez de "Arriba". Rubashov había tratado varias veces de empezar una conversación con él, y mientras Rubashov transmitía, su nuevo vecino escuchaba en silencio, pero la única respuesta que lograba era un montón de letras inconexas que terminaban siempre con el verso mal escrito:

—ARRIA LOS POBRES DEL MUNDO.

El nuevo vecino fue traído a la celda la noche anterior. Rubashov se había despertado, pero sólo oyó sonidos apagados y el ruido de la cerradura de la puerta del número 406. Por la mañana, después del primer toque de diana, el número 406 había empezado a transmitir: ARRIA LOS POBRES DEL MUNDO. Transmitía con rapidez y destreza, empleando la técnica de un virtuoso, de manera que sus equivocaciones con la palabra ARRIBA y la falta de sentido del resto, debían de ser originadas por causas mentales y no técnicas. Probablemente, el nuevo vecino tenía alteradas las facultades mentales.

Después del desayuno, el joven oficial del número 402 dió la señal de que quería conversar: entre él y Rubashov se había establecido una especie de amistad. El oficial con el monóculo y el pequeño bigote levantado debía debatirse en un estado de aburrimiento crónico, porque siempre estaba muy agradecido a Rubashov, hasta por los más pequeños ratos de charla que le dedicaba.

Cuatro o cinco veces al día, llamaba humildemente y le pedía:

—HÁBLEME.

Rubashov rara vez estaba de humor para hacerlo, y, además, no sabía de qué hablar con el número 402. Generalmente, éste transmitía clásicas anécdotas de casino de oficiales. Luego de su desenlace sucedía siempre un silencio doloroso. Eran viejas historias, de una obscenidad patriarcal, y uno podía imaginarse cómo, después de haberlas dicho, el número 402 esperaría oír los rugidos de risa de su interlocutor, y cómo encararía desesperadamente a la pared sorda y blanqueada.

Tanto por simpatía como por buena educación, Rubashov transmitía de vez en cuando un fuerte ¡JA! ¡JA! con el aro de sus lentes, como un sustitutivo de la risa, y entonces el número 402 no podía contenerse, e imitando un acceso de alegría, golpeaba la pared con los puños y los zapatos, transmitiendo ¡JA! ¡JA!, y haciendo pausas de vez en cuando para estar seguro de que Rubashov lo acompañaba en sus carcajadas. Si éste permanecía silencioso, le reprochaba: "¿POR QUÉ NO SE RÍE...?" Para que lo dejase en paz, Rubashov transmitía uno o dos ¡JA! ¡JA!, y entonces el número 402 le comunicaba:

—CÓMO NOS ESTAMOS DIVIRTIENDO.

Algunas veces insultaba a Rubashov. Ocasionalmente, si no obtenía respuesta, le transmitía todos los versos de una vieja e interminable canción militar; llegó a ocurrir que Rubashov, que se paseaba sin hacerle caso, se sorprendía tarareando el estribillo de la antigua marcha, que sus oídos habían registrado de modo completamente inconsciente.

A pesar de todo eso, el número 402 era útil. Llevaba allí más de dos años, conocía a las autoridades, estaba en comunicación con varios vecinos y oía todas las murmuraciones, así que parecía informado de todo lo que pasaba dentro del recinto de la cárcel.

A la mañana siguiente de la llegada del número 406, cuando el oficial inició la conversación acostumbrada, Rubashov, le preguntó cómo se llamaba el nuevo vecino, a lo que el número 402 replicó:

—RIP VAN WINKLE.

El número 402 era aficionado a las adivinanzas, que daban, según él, un elemento de interés a la conversación. Rubashov hurgó en su memoria. Recordó entonces la historia del hombre que habiendo dormido durante veinticinco años, se encontró con un mundo desconocido al despertar.

—¿HA PERDIDO LA MEMORIA? —preguntó.

El número 402, satisfecho de su habilidad, le dijo a Rubashov lo que sabía. El número 406 había sido profesor de sociología en un pequeño Estado del sudeste de Europa. Terminada la primera guerra tomó parte en la revolución que estalló en su país, como ocurrió en muchos países de Europa por esas fechas. Se organizó una "Comuna", que vivió románticamente algunas semanas y tuvo el usual y sangriento final. Los jefes del movimiento revolucionario habían sido simples aficionados, pero la represión que siguió se llevó a cabo con una competencia más que profesional, y el número 406, a quien la Comuna había dado el sonoro título de "secretario de Estado para el esclarecimiento del Pueblo", fue condenado a la horca. La ejecución se retrasó un año, y entonces le conmutaron la sentencia por la de cadena perpetua, de la que cumplió veinte años en la cárcel.

La mayor parte de la pena la pasó en confinamiento solitario, sin comunicación con el mundo exterior y sin poder leer un solo periódico. Se habían olvidado completamente de él, en aquel país sudorientas en el que la administración de justicia tenía un carácter más bien patriarcal. Por fin, alrededor de un mes atrás, lo habían puesto en libertad por una amnistía, y, lo mismo que Rip van Winkle, después de veinte años de sueño, se encontró otra vez sobre la tierra.

Sin pensarlo mucho, tomó el primer tren para la tierra de sus sueños y justamente catorce días después de haber llegado, estaba otra vez en la cárcel. Quizá, después de veinte años de soledad, se había vuelto demasiado locuaz. Tal vez le había dicho a la gente lo que, pensando noche y día en su calabozo, él se había imaginado que debiera ser la vida aquí. Es probable que hubiera preguntado por las serías de sus viejos amigos, los héroes de la Revolución, ignorando que no habían sido más que traidores y espías. Quién sabe si había llevado una corona de flores a una tumba a la que era poco razonable hacerlo, o deseado hacer una visita a su ilustre vecino de celda, el camarada Rubashov.

Ahora se podría preguntar qué era mejor: dos décadas de sueños sobre el camastro de una celda oscura, o dos semanas de realidad a la luz del día. Tal vez no estaba ya enteramente en su juicio. Ésa era la historia de Rip van Winkle...

Poco tiempo después que el número 402 acabó de transmitir su largo informe, Rip van Winkle empezó otra vez, repitiendo cinco o seis veces su mutilado verso, ARRIA LOS POBRES DEL MUNDO, y luego calló.

Rubashov se tiró en la tarima y cerró los ojos. La "ficción gramatical" se hizo sentir una vez más, no expresándose con palabras, sino con una vaga inquietud que quería decir:

"También tendrás que pagar por eso, porque también de eso eres responsable; porque tú actuabas mientras él soñaba."

La misma tarde llevaron a Rubashov a que lo afeitaran.

Esta vez la comitiva se componía solamente del viejo carcelero y de un guardián uniformado; el primero arrastraba los pies dos pasos delante de Rubashov, y el soldado marchaba dos pasos detrás. Pasaron frente a la puerta del número 406, pero no había tarjeta con el nombre. En la peluquería sólo estaba uno de los dos presos que desempeñaban el oficio: era evidente el deseo de evitar que Rubashov estableciera demasiadas relaciones.

Se sentó en el sillón. La habitación estaba relativamente limpia, y hasta tenía un espejo; se quitó los lentes y se miro: no encontró ningún cambio, excepto la maraña en las mejillas.

El peluquero trabajó en silencio, rápida y cuidadosamente. La puerta de la habitación permaneció abierta; el carcelero se había ido y el guardia presenciaba la operación apoyado en el quicio. La espuma tibia del jabón hacía feliz a Rubashov, y sentía una ligera tentación de añorar los pequeños placeres de la vida. Le hubiera gustado charlar con el barbero, pero sabía que eso estaba prohibido y no quería comprometerlo, siéndole agradable su cara, ancha y abierta, que más bien le hubiera hecho pasar por un herrero o un mecánico. Cuando terminó la enjabonada y le pasó la navaja por la cara, le preguntó si la hoja arañaba, dirigiéndose a él como "ciudadano Rubashov".

Era ésta la primera frase que oía desde su entrada en la habitación, y a pesar del tono corriente que el peluquero le había dado, adquiría para él una significación especial. Luego volvió el silencio. El soldado encendió un cigarrillo y el peluquero recortó el cabello y la perilla de Rubashov con movimientos rápidos y precisos; mientras se mantenía inclinado, sus miradas se cruzaron un instante, y el preso, con dos dedos, bajó el cuello de la camisa de Rubashov, como queriendo cortar el pelo con más facilidad. Cuando retiró la mano, Rubashov sintió el contacto de una pequeña bolita de papel dentro del cuello. Unos minutos después había terminado la operación, y lo condujeron otra vez a su celda. Se sentó en la cama, con los ojos en la mirilla para estar seguro de no ser observado; sacó la bolita de papel, la estiró y la leyó. No contenía más que tres palabras, aparentemente escritas con prisa:

"Muere en silencio."

Rubashov arrojó el pedazo de papel en el balde y empezó otra vez sus reflexiones. Era el primer mensaje que recibía del exterior. Cuando estaba preso en país enemigo recibía con frecuencia recados, que lograban hacerle llegar a la prisión, y en los que ordinariamente le pedían que levantase su voz de protesta, devolviendo sus acusaciones a sus acusadores. ¿Habría también momentos en la historia en los que el revolucionario tenía el deber de guardar silencio? ¿Habría también recodos en el curso de la historia donde una sola cosa se requería de él; una sola cosa había que hacer: morir en silencio?

Los pensamientos de Rubashov fueron interrumpidos por las llamadas del número 402, que había empezado sus golpes inmediatamente después de su vuelta. Estaba lleno de curiosidad y quería saber a dónde había ido Rubashov en aquella salida.

—A AFEITARME —explicó.

—YA ME TEMÍA LO PEOR —repuso el número 402 con interés.

—DESPUÉS DE USTED — transmitió Rubashov.

Como de costumbre, el número 402 era un oyente agradecido.

—¡JA! ¡JA! —se expresó—. USTED ES UN DEMONIO...

Aunque parezca extraño, este viejo cumplido dió cierta satisfacción a Rubashov. Envidiaba al número 402, cuya casta poseía un rígido código del honor, donde se prescribía cómo vivir y cómo morir, al que podía uno aferrarse. Para su propia clase no había reglas establecidas; todo tenla que improvisarse.

Ni aun para morir había etiqueta. ¿Qué era más honorable morir en silencio, o retractarse públicamente para continuar sus propósitos? Él había sacrificado a Arlova, porque consideraba su propia existencia más valiosa para la. Revolución. Ése fue el argumento decisivo que sus amigos utilizaron para convencerle; el deber de quedar en reserva para después era un deber más importante que los mandamientos de la moral; no había más deber que el de permanecer en el país y el de estar preparado. "Puedes hacer de mí lo que quieras", le dijo Arlova, y él lo había hecho. ¿Por qué debía de tratarse él mismo con más consideración? "En la próxima década se decidirá el destino de nuestra era", había glosado Ivanov. ¿Podría evadirse de su obligación por un mero disgusto personal por cansancio y vanidad? ¿Y si, después de todo, el Número Uno tuviera razón? ¿Y si aquí, entre inmundicia, sangre y mentiras se estuviera colocando, al fin y al cabo, los grandiosos cimientos del futuro? ¿No había sido siempre la historia una constructora inhumana y sin escrúpulos, mezclando en su mortero sangre, lágrimas y fango?

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