El Cerebro verde (13 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Cerebro verde
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Joao sintió la energía que se transfería desde la cánula a la pierna. Un espasmo parecido a un hambre aguda le agarrotó el estómago. Cuando hubo pasado, dijo:

—Algo que procede de… ellos.

—Muy verosímilmente —repuso Rhin—. A nosotros nos produjo un tremendo efecto. Existe una variable resistencia a los alucinógenos. Hogar parece completamente inmune, y no ha reaccionado a ese veneno.

Rhin comprobó nuevamente el pulso de Joao.

—¿Se siente mejor?

—Sí.

Entonces sintió los espasmos, rítmicos y dolorosos, en los músculos de las piernas y en los muslos. Al poco se calmaron.

—Hemos analizado el esqueleto que encontramos en su helicar —continuó la doctora—. Se parece a un esqueleto humano, excepto por los bordes y los agujeros, presumiblemente donde los insectos estaban adheridos y articulados. Es algo ligero y muy resistente. Es evidente su afinidad con la quitina.

Joao pensó en todo aquello, permitiendo que la energía procedente de la sustancia inyectada en la pierna fuera acumulándose. Cada vez se sentía más fuerte. En aquel lapso habían ocurrido muchas cosas: el helicar reparado, el esqueleto analizado…

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó.

—Casi cuatro días —repuso la joven.

Joao advirtió la forzada afectividad que reflejaba el tono de voz de Rhin Kelly. ¿Qué ocultaba? Antes de que pudiese explorar la cuestión, un suave chasquido del tejido de la tienda y un breve destello de luz indicaban que alguien entraba en ella.

Chen-Lhu apareció tras Rhin Kelly. El chino parecía haber envejecido cincuenta años desde la última vez que Joao le viera. Tenía el rostro terriblemente ajado. Las mejillas eran unos huecos cóncavos. Caminaba con evidente precaución.

—Veo que el paciente está despierto —dijo.

Su voz sorprendió a Joao por su fuerza, como si toda la energía de aquel hombre se canalizara en aquel aspecto.

—Está todavía bajo el efecto de la transfusión endovenosa —dijo Rhin.

—Muy prudente. Ya queda poco tiempo. ¿Se lo ha dicho?

—Sólo le he dicho que hemos reparado su helicar.

«Debo decirlo con mucha delicadeza —pensó Chen-Lhu—. El honor latino puede estallar en formas muy extrañas».

—Vamos a salir de aquí en su helicar —dijo Chen-Lhu.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Joao—. Ese aparato no podrá levantarse del suelo con más de tres personas a bordo.

—Tres personas es todo lo que llevará. Su suposición es correcta —añadió el chino—. Pero sin elevarlo del suelo; de hecho, no puede levantarlas.

—¿Qué quiere decir?

—Su aterrizaje fue bastante violento. Uno de sus flotadores está dañado y se estropeó el tanque delantero. Se ha perdido la mayor parte del combustible. Está también la cuestión de los controles: no puede decirse que sean lo mejor, incluso después de las ingeniosas reparaciones que efectuó Vierho.

—Lo cual significa que tres personas es lo máximo que podrá aguantar el aparato —insistió Joao.

—Si no podemos transmitir el mensaje, lo llevaremos personalmente —explicó Rhin.

«Buena chica», pensó Chen-Lhu.

—¿Quiénes? —preguntó Joao.

—Yo mismo —dijo Chen-Lhu—. Tengo que testificar sobre el desastre ocurrido en mi nación y advertir a su pueblo de este peligro.

Las palabras de Chen-Lhu aportaron a la confusa mente de Joao una serie de conversaciones y conceptos… Hogar, Vierho, Chen-Lhu hablando respecto…, respecto a…

—La tierra estéril —dijo Joao.

—Su pueblo tiene que saberlo antes de que sea demasiado tarde —dijo Chen-Lhu—. Por tanto, yo seré uno de los pasajeros. Y Rhin, porque… —hizo un sutil gesto—, porque…, bien, por caballerosidad… y porque es muy útil.

—Lo cual suma dos personas.

—Usted será la tercera persona —continuó el chino, esperando el estallido de Joao.

—Eso no tiene sentido —replicó Martinho. Levantó la cabeza y miró a lo largo del camastro donde yacía—. Cuatro días aquí y…

—Pero usted es el único que cuenta con relaciones políticas —dijo Rhin—. Usted puede hacer que la gente escuche.

Joao recostó su cabeza en el camastro.

—¡Ni siquiera mi propio padre me escucharía!

Aquella declaración provocó un sorprendente silencio. Rhin miró a Chen-Lhu y después a Joao.

—Usted tiene sus propias influencias políticas, Travis —continuó Joao—. Probablemente mejores que las mías.

—Tal vez no —repuso Chen-Lhu—. Además, usted es el único que estuvo muy cerca de aquella criatura cuyo esqueleto llevaremos con nosotros. Usted es el testigo ocular.

—Todos somos testigos oculares.

—Lo hemos sometido a votación —dijo Rhin—. Sus hombres insistieron en ello.

Joao miró a Rhin, después a Chen-Lhu y nuevamente a Rhin.

—Hay algo que parece una flauta quena y que esa criatura de su helicar llevaba consigo —terció Chen-Lhu.

—Una cerbatana —dijo Joao.

—No —explicó Chen-Lhu—. Han mimetizado las cosas mejor que todo eso. Se trata de un generador de destrucción sónica. Destruye los glóbulos rojos de la sangre. Debieron de estar muy cerca pero los mantuvimos alejados al descubrir ese generador.

—Espero que comprenda la importancia de llevarnos esa información —insistió Rhin.

—Seguramente hay alguien más fuerte y más capaz de asegurar el éxito de esta empresa —dijo Joao.

—Dentro de un par de horas estará tan fuerte como cualquiera de nosotros —explicó Rhin—. Ninguno de nosotros está en óptimas condiciones.

Joao se quedó mirando la luz grisácea del techo de la tienda. «Poco combustible, controles dañados. Seguramente habrá que seguir por el río… Flotar con el helicar… Eso permitiría una cierta protección de esas… cosas», pensó.

—Descanse y recobre fuerzas —le dijo Rhin—. Le traeré algún alimento dentro de un rato. Sólo disponemos de raciones de campaña, pero son energéticas y alimentan.

Joao trató de imaginar cuál era aquel río. Seguramente el Itapura. Hizo una estimación de la longitud del vuelo que realizó antes del aterrizaje. Calculó que habría unos ochocientos kilómetros por río. Y a punto de comenzar la estación de las lluvias… Las posibilidades de éxito eran realmente exiguas.

6

Al Cerebro le pareció una delicia la pauta danzarina que los insectos llevaban a cabo sobre el techo de la cueva. Admiraba la conjunción de color y movimiento mientras leía el mensaje que estaban transmitiéndole:

INFORME DE LOS ESCUCHAS DE LA SABANA: ACUSE RECIBO.

El Cerebro señaló para que continuase la danza.

TRES HUMANOS SE PREPARAN PARA VOLAR EN UN PEQUEÑO VEHÍCULO: ESTE VEHÍCULO NO VOLARA. INTENTARA ESCAPAR FLOTANDO EN EL RÍO. ¿QUÉ HAREMOS?

El Cerebro hizo una pausa para fijar datos. Los humanos atrapados debían observarse durante doce días. Sometidos a presión, proporcionaban una gran información respecto a sus reacciones. Ésta mostraba datos de los cautivos mediante un control más directo. Las formas de inmovilizar y matar humanos se hacían cada día más sencillas. Pero el problema no era cómo matarlos, sino cómo comunicarse con ellos, eliminando el miedo o la tensión por ambas partes.

Algunos de los humanos, como aquel anciano de ostentosas maneras, hacían ofertas y sugerencias y parecían mostrar razones… pero ¿cómo podían ser creídos? Aquélla era la cuestión clave.

El Cerebro sintió una desesperada necesidad de datos de observación sobre seres humanos bajo condiciones que pudiese controlar, sin que aquel control fuese advertido. El descubrimiento de los puestos de escucha en la zona Verde había levantado una frenética actividad humana. Utilizaban nuevos sonotóxicos, barreras más profundas y renovados ataques sobre la zona Roja.

Otra preocupación jugaba en todo aquello. El destino desconocido de cuatro unidades que habían penetrado en las barreras antes de la catástrofe de Bahía. Sólo uno había vuelto, y su informe era: «Sólo quedamos doce. Seis renunciaron a la unidad-identidad para envolver el área donde capturamos a dos líderes humanos. Se desconoce su suerte. Una unidad quedó destruida. Cuatro se han dispersado para producir más de nosotros».

El descubrimiento de aquellas cuatro unidades sería una catástrofe, según concluyó el Cerebro.

¿En dónde emergerían los simulacros? Ello dependía de las condiciones locales: temperatura, alimentos disponibles, productos químicos y humedad. La solitaria unidad que retornó ignoraba por completo la suerte de las cuatro que se habían marchado.

«¡Tenemos que encontrarlas!», pensó el Cerebro.

Los problemas de la acción dirigida individualmente desalentaron entonces al Cerebro. Los simulacros eran un error. Muchas unidades idénticas sólo conseguirían atraer una desastrosa atención.

Que los simulacros no significaran un gran daño y sólo estuvieran condicionados para una violencia limitada, carecía de valor en las presentes circunstancias. Y que únicamente desearan hablar y razonar con los líderes humanos era un plan lastimoso e irónico.

Las palabras de aquel humano llamado Chen-Lhu perturbaron al Cerebro: «Debacle…, tierra estéril». Aquel Chen-Lhu ofrecía un camino para resolver sus problemas mutuos, pero ¿cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Se podía confiar en él?

El Cerebro suspendió su decisión y formuló una pregunta a sus auxiliares favoritos: «¿Qué humanos tratan de escapar?».

El Cerebro necesitaba prestar gran atención a tales detalles. La orientación estructurada de la colmena propendía a ignorar a las individualidades. El error cometido por los simulacros se originó por esta tendencia.

En la superficie, el Cerebro sabía que su problema aparecía decepcionantemente simple. Pero bajo ella yacían las complicaciones infernales de las emociones. «¡Emociones! ¡Emociones!». La razón tenía muchas barreras que superar.

Los mensajeros consultaron sus datos procedentes de los puestos de escucha. Seguidamente suministraron los informes oportunos, siguiendo su pauta danzante: «Está la reina Rhin Kelly y los llamados Chen-Lhu y Joao Martinho».

«Martinho», pensó el Cerebro. Era aquel humano de la otra mitad del helicar. En ello yacía una indicación de la afinidad complicadamente humana, casi de colmena, de su especie. Aquella relación podría ser valiosa. Y Chen-Lhu podría igualmente estar en el vehículo.

Los insectos del techo, alimentados con un factor repetitivo para asegurar la comunicación, reiteraron la anterior pregunta:

—¿Cuáles son las órdenes?

—Mensaje a todas las unidades —dijo el Cerebro—. Los tres que viajan en el vehículo pueden llegar hasta el río. Que se les permita hacerlo, ofreciéndoles solo la necesaria resistencia para dar la sensación de que nos oponemos a su fuga. Tienen que ser seguidos por grupos de acción capaces de acabar con ellos en caso necesario. En cuanto los tres hayan alcanzado el río, acabad con los restantes.

Las unidades mensajeras se agruparon siguiendo la pauta danzante impresa en la colmena. Salieron en grupos compactos, lanzándose rápidamente a la salida de la cueva y hacia la luz del día.

Durante unos minutos el Cerebro admiró el color y el movimiento. Luego desconectó los sensores y afrontó el problema de la incompatibilidad proteínica.

«Tenemos que producir beneficios inmediatos y evidentes para que los humanos puedan reconocerlos —pensó el Cerebro—. Si demostramos una dramática utilidad, aún pueden ser inducidos a comprender que la interdependencia es circular, intrincablemente embrollada y una cuestión de vida o muerte».

—Pronto anochecerá, jefe —dijo Vierho—. Váyanse ya. —Y cerró la cabina del helicar.

Joao se sentía todavía débil y enfermo por los espasmos musculares de la pierna en donde se le aplicó la transfusión endovenosa. La alimentación directa y las hormonas sólo podrían suplir parte de sus necesidades, y Joao apenas pudo rehacerse de las extrañas tensiones del tratamiento.

—Puse los alimentos y otros suministros de urgencia debajo del asiento —advirtió Vierho—. Hay más alimentos en el depósito posterior. Tienes dos rifles rociadores, con veinte cargas de repuesto, y una carabina con algunas municiones. Hay una docena de bombas de espuma debajo del otro asiento, y un rociador manual en el rincón de atrás.

Vierho miró en dirección a las tiendas.

—Jefe, no confío en ese doctor Chen-Lhu —murmuró con una voz de conspirador—. Ese nuevo rostro no parece el suyo.

—Es un riesgo que tenemos que correr —repuso Joao—. Sigo pensando que tú o uno de los otros debería irse en mi lugar.

—Por favor, jefe, no hablemos más del asunto.

Nuevamente, la voz de Vierho adoptó la matización de un conspirador.

—Jefe, acércate como si nos estuviéramos despidiendo.

Joao vaciló, obedeciendo después. Sintió que algo metálico y pesado se introducía en el bolsillo de su uniforme. El bolsillo se transformó en un bulto ostensible. Joao se puso la chaqueta para disimularlo y murmuró:

—¿Qué es eso, Vierho?

—Perteneció a mi bisabuelo. Es una pistola Mágnum 475. Tiene cinco balas y aquí tienes una docena más. —Y le deslizó un paquete en el bolsillo—. No es muy buena, pero sirve contra los hombres.

Joao se sintió emocionado y los ojos se le nublaron de lágrimas. Todas las Irmandades sabían que el padre llevaba siempre consigo aquel viejo armatoste, que por nada del mundo hubiera abandonado. Deshacerse de aquella pieza significaba que Vierho estaba convencido de morir allí.

—Vete con Dios, jefe —murmuró Vierho.

Joao se volvió y miró hacia el río, distante unos quinientos metros a través de la sabana. Apenas si podía distinguir la orilla opuesta a causa de los matorrales. La maleza era de un intenso verde azulado de fondo, más clara y requemada en el extremo superior, con franjas amarillas, rojizas y ocre en medio. Por encima del verdor sobresalía un enorme árbol cándelo, con nidos de halcones arracimados en las horquillas altas de sus ramas. A la izquierda, una retorcida pantalla de lianas oscurecía en parte un muro de matapalos.

—Sólo queda combustible para quince minutos, ¿verdad? —preguntó Joao.

—Tal vez para algún minuto más —repuso Vierho. Y seguidamente sugirió—: Jefe, a veces hay una brisa muy buena en el río.

Joao tuvo la idea de hacer navegar el helicar por el río… ¡Cristo, cómo no se le habría ocurrido a Vierho! Miró al fiel amigo y contempló la profunda fatiga en su rostro.

—Ese viento puede acarrearte problemas, jefe —indicó entonces Vierho, como adivinando los pensamientos de Joao—. Un arpón lateral del helicar proporcionará cierto arrastre. Servirá para aprovechar el viento.

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