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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (53 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Las
Instrucciones de navegación
indicaban que en un día claro resultaba fácil distinguir los arrecifes, pero en esos momentos el cielo oscuro y las arremolinadas aguas se conjugaban para impedirle ver las porciones sumergidas de las rocas dentadas y los corales que se interponían en su camino.

El velero se detuvo frenado por el oleaje y empezó a derivar lentamente hacia atrás. Hardin se estremeció, recordando una advertencia de las
Instrucciones de navegación
que había desestimado, como solía suceder. «Es peligroso navegar después del anochecer en las proximidades o dentro de los arrecifes de coral», decía el manual. Dentro de dos horas sería de noche.

Se maldijo por no haber sabido captar el significado del estado cada vez más agitado de las aguas; las empinadas olas eran una señal de que había entrado en las aguas de un bajío, pero había permanecido ciego a la advertencia. Volvió a estremecerse Ya llevaba algún rato navegando entre los bancos; de hecho se había aproximado al arrecife por el sur. ¿Cuántas veces habría estado ya a punto de irse a pique?

¡Coral a babor!

En su imaginación, Hardin escuchó un débil gemido en la arboladura, el grito de alarma del vigía que su padre solía imitar cuando le contaba su aventurada travesía a bordo de un buque de cruz entre los traidores arrecifes del archipiélago de las Tuamotú, en medio de un tifón del Pacífico Sur. Forzando mucho la vista, alcanzó a distinguir a duras penas otra sombra baja y alargada a su izquierda. Mientras el viento le iba aproximando al arrecife, escudriñó sus contornos en busca de una salida.

El arrecife que tenía delante empezaba a desvanecerse a medida que el velero retrocedía a la deriva. Escuchó el rugido de otro rompiente, plantó firmemente los pies sobre la inclinada cubierta y buscó el arrecife con la mirada. Ya tenía coral a proa y coral a babor. La alternativa era o bien dar media vuelta, o intentar barloventar a estribor en un ceñido bordo.

¡Coral a popa! En su cabeza volvió a sonar el estridente grito de su padre.

Vio asomar un pequeño trocito de coral, una sola perversa garra, rodeada de lo que parecía una gigantesca cresta encrespada, pero de hecho era el oleaje de la tormenta rompiendo sobre un arrecife sumergido que se extendía un centenar de metros por ambos lados. Se había metido en un cajón cerrado por tres lados, un cañón de coral. Era un milagro que no hubiera tocado fondo al entrar. Y sólo un milagro podía ayudarle a salir, luchando contra el viento del nordeste.

Volvió a izar la vela mayor a guisa de vela de capa e inició una bordada hacia estribor. Las velas se inflaron. El barco dejó de balancearse sostenido por el viento que le ayudaba a resistir el embate del caótico oleaje estrellándose contra el fondo poco profundo y empezó a avanzar hacia levante, escapando de la caja de coral.

¡Coral a estribor! el velero había guiñado hacia el sur. Las olas lo empujaban hacia la derecha, contra el arrecife sumergido. Hardin rectificó el rumbo, prosiguió la bordada hacia estribor e intentó pilotar hacia el mar abierto. El viento lo arrastró hacia el oeste.

¡Coral a proa! Volvió a virar. ¿Serviría de algo poner el motor en marcha? No le gustaba la idea de someter el remiendo del casco al traqueteo del eje de la hélice. El viento lo empujó hacia atrás.

¡Coral a popa! Modificó el rumbo e intentó abrirse paso contra el viento una y otra vez, pero igual que le había ocurrido antes, el oleaje siempre lo hacía retroceder. ¡Coral a estribor! ¡Coral a babor! ¡Coral a proa!

Estaba convencido de que lo conseguiría esa vez, cuando un cuarto arrecife emergió de pronto frente a él. Al diablo todo. Pegó un golpe de timón, trasluchó, y corrió a refugiarse en las aguas más profundas del fondo de la caja de coral. Después puso el barco proa al viento y arrojó la pesada ancla; el cabo del ancla cayó diez metros a pique antes de perder la vertical. En ese punto había agua de sobras, pero ¿qué ocurriría cien metros más allá?

El velero tiró del ancla, arrastrándola, y el cabo reverberó sacudido por la uña de acero que rebotaba sobre el coral. Soltó un poco más el cabo hasta que el ancla se sujetó a algo y quedó clavada. Cuando se hubo asegurado de que resistiría, preparó una segunda ancla de respeto y después tomó nota de la posición de los arrecifes situados a su proa y a babor.

El ancla mantenía la proa de cara a las olas, estabilizando el balanceo del casco. Hardin abrió un par de conservas de fruta y de pescado y se las comió en la bañera, ignorando la lluvia que caía sin parar, con un ojo clavado en los arrecifes, preparado para actuar a la primera señal de que el barco estuviera arrastrando el ancla sobre el fondo.

El cielo se estaba aclarando y el viento empezó a amainar. La lluvia se convirtió en una fina llovizna. Mejoró la visibilidad y las olas empezaron a calmarse hasta convertirse en las suaves ondulaciones que suelen seguir a una tormenta.

Con un poco de suerte, tal vez el coral que había encontrado fuera sólo una prolongación muy septentrional del borde del Gran Banco de las Perlas. Con un poco de suerte, sólo unos pocos bajíos y manchas de coral se interpondrían entre su barco y las aguas más profundas del norte. Con un poco de suerte.

La llovizna cesó bruscamente. Hardin bajó al camarote y consultó el cronómetro. Faltaba menos de una hora para la puesta del sol. No debería haber comido. La digestión le había fatigado. Advirtió que su cansancio empezaba a minar su capacidad de tomar decisiones. Observó que estaba demasiado bien dispuesto a permanecer allí anclado aguardando que ocurriera algo.

No podía seguir así. Jamás conseguiría salir de allí si esperaba a que anocheciera. Ya tenia demasiado cerca al
Leviathan
para mandarlo todo a paseo por un exceso de cautela. Tenía que correr el riesgo.

Fijó el timón completamente en la línea de crujía y volvió a montar las escotas del foque a fin de poderlas controlar desde la cubierta de proa. Arrió la vela mayor y levó el ancla. Después, con las piernas apoyadas contra la barandilla del pulpito y de pie sobre la punta de la proa, empezó a maniobrar el barco con el foque, vigilando atentamente el agua a sus pies.

Encaró la proa hacia un punto situado entre el gran arrecife que había descubierto primero en el norte y los corales dispersos que asomaban por el este, intentando descubrir las siluetas de sus ramificaciones submarinas. El agua parecía opaca, luego la proa se levantaba o una ola se aplanaba y conseguía penetrarla con la mirada. Una sombra oscura se alzó amenazadora frente a él. Hardin cazó la escota del foque. El velero sorteó la sombra. Más adelante descubrió una mancha de arena clara del bajío. Calculó que debía estar a unos tres metros de profundidad y navegó por encima. El agua se hizo más profunda y ya no pudo distinguir nada.

Después apareció un escollo rocoso que casi afloraba a la superficie, situado justo por debajo del nivel donde el oleaje ya más calmado podría romper sobre él. Hardin amolló la vela y el velero chapoteó hacia babor. Fue bordeando el escollo, en busca de una salida. Lo siguió a lo largo de trescientos metros y después, de pronto, la pared rocosa desapareció bruscamente en las entrañas del mar. Hardin navegó por encima de la abertura y puso rumbo al norte.

El aire empezaba a cargarse otra vez de humedad y el viento y el oleaje continuaban amainando. Pero aunque las nubes al separarse y dispersarse facilitaban la tarea de localizar los arrecifes, el resplandor de una puesta de sol entre la bruma que se extendía hacia poniente le indicó a Hardin que faltaban escasos minutos para que anocheciera.

Una dentada cadena de coral astillado apareció a un metro y medio bajo la superficie. Cuando lo descubrió ya era demasiado tarde. Siguió largando la escota del foque con manos doloridas y contuvo la respiración. El velero se deslizó hacia el coral y pasó por encima, aterradoramente próximo. La fina quilla tocó fondo. Hardin se agarró al estay, esperando ver pivotar el barco sobre el arrecife y preparándose para el fuerte golpe el casco se estremeció y luego quedó libre.

.Transcurrieron diez minutos sin que se divisara ni una mancha de coral. ¿Habría conseguido salir del arrecife? ¿O se estaba deslizando sobre el coral, casi rozándolo, cegado por las sombras cada vez más densas del crepúsculo? Forzó la vista intentando penetrar la superficie del agua. De pronto los horizontes se levantaron como un telón y pudo abarcar varias millas con la mirada.

Varias luces brillaban al norte sobre las torres de los pozos, las estructuras de perforación y los humeantes petroleros, bajo un dosel de nubes y humo de los gases de desecho. El último resplandor de un sol macilento y pálido se sumergió en las aguas del golfo y las altas llamas de los gases de desecho, al arder, iluminaron con un resplandor rojizo de cielo cada vez más negro.

Impresionado por el brillante despliegue de luces eléctricas que se extendía de este a oeste hasta donde alcanzaba su mirada, Hardin detuvo el velero contra el viento y fue a buscar los prismáticos que había dejado en la bañera. Las luces parpadeaban blancas y amarillas; las manos le temblaban de agotamiento. Apoyó los prismáticos sobre el estay de proa y enfocó el infinito.

Estaba en el borde del Gran Banco de las Perlas. Los arrecifes habían quedado a su espalda. Halul se encontraba ligeramente a su izquierda. Frente a él, hacia el norte, pasaba la ruta de los petroleros sorteando los yacimientos petrolíferos iluminados.

Al borde de las vías de navegación se alzaba un grupo extraordinariamente brillante de doradas luces. Parecía una gigantesca plataforma petrolífera muy elevada sobre el nivel del agua y rodeada de una gran extensión de construcciones y torres más pequeñas, algunas interconectadas horizontalmente a través de oleoductos iluminados. Un gran
hovercraft
, suavemente mecido por las olas, entró en el campo visual de sus prismáticos y se detuvo al borde de la plataforma. Varios helicópteros lo sobrevolaban en círculos.

El resplandor de las luces eléctricas y las llamaradas de gas fue acentuándose con la caída de la oscuridad roja de la noche. El viento cada vez más calmado agitaba el aire húmedo mezclándolo con bocanadas de gases de combustión. El resplandor herrumbroso del cielo se reflejaba sobre las aguas y por doquier podían escucharse apagados rumores de motores.

Hardin escudriñó el infernal panorama en busca de un lugar donde ocultar el velero. Allí se producía el petróleo, en esos yacimientos tenía su guarida el monstruo, ahí estaba la razón de ser del
Leviathan
. Él era un extraño allí. Su barco resultaba demasiado pequeño, demasiado blanco en aquel paisaje de aguas rojas y negro acero. A sus espaldas, sobre el Gran Banco de las Perlas, se alzaba la silueta borrosa de una oscura isla, tentadoramente próxima.

CAPÍTULO XXVII

Seis hombres ansiosos se habían reunido en una sala de juntas del último piso del Pozo Número Uno, una plataforma de extracción de petróleo con diez perforaciones situada trece millas al norte del Gran Banco de las Perlas, en medio del golfo Pérsico. La habitación era incongruentemente lujosa. Enormes ventanas panorámicas rodeadas de gruesos cortinajes formaban las paredes exteriores entre el techo y el suelo mullidamente alfombrado. Un bar abundantemente provisto ocupaba una esquina y en la otra se alzaba un elaborado tablero de comunicaciones. Las grandes ventanas proyectaban su luz dorada sobre el cielo rojizo del golfo, coronando la plataforma con el halo dorado que Hardin había divisado desde doce millas de distancia.

El Pozo Número Uno era propiedad de un consorcio de accionistas kuwaitíes, iraníes, sauditas y suizos y, en consecuencia, era lo más próximo a un territorio neutral que habían podido encontrar los seis hombres en el golfo Pérsica La fraternidad petrolera consideraba que Hardin representaba una amenaza común y los directivos del Pozo Número Uno habían cedido gustosos sus instalaciones a los hombres encargados de su persecución.

El comandante naval iraní que se había posado sobre el
Leviathan
con su helicóptero, chocando lanzas con el capitán Ogilvy, llevaba veinte horas persiguiendo a Hardin y las señales de fatiga que se dibujaban sobre los pálidos círculos de piel en torno a sus ojos revelaban que era un poco mayor de lo que le había parecido a Ogilvy varias horas antes.

Su colega Saudita también iba uniformado, pero vestía el color caqui de la Fuerza Aérea. El árabe era un hombre delgado y huesudo de mirada chispeante y cada vez que mencionaba a Hardin, pronunciaba su nombre como si estuviera hablando de alguna peligrosa alimaña.

Una desigual pareja lo observaba todo desde el fondo de la habitación. Uno de los hombres era alto, de tez oscura y con la nariz ganchuda y lucía la amplia túnica y el alfareme blancos, propios de un príncipe de Qatar. Estaba bebiendo un zumo de naranja. A su lado había un norteamericano bajito, pálido, de cara regordeta, vestido con una camisa blanca y una estrecha corbata negra. Estaba bebiendo whisky con hielo y sudaba profusamente a pesar de que el aire acondicionado mantenía la habitación a una temperatura casi glacial. Sus ojos parpadeaban al unísono en dirección a quienquiera que tuviera la palabra y observaban preocupados el desarrollo de la conversación como si estuvieran preparados para agazaparse en el suelo, espalda contra espalda, como legionarios en un territorio hostil, a la primera señal de peligro.

El norteamericano era el director de la terminal del depósito de la isla de Halul; el qatarí era su jefe, el director de operaciones de la compañía petrolera de Qatar, propietaria del depósito. De vez en cuando intervenían en la discusión para señalar que los depósitos y bocas de carga de Halul eran tan importantes como el buque
Leviathan
; finalmente el norteamericano sugirió discretamente que los iraníes y los sauditas parecían menos preocupados por Halul que por salvar su propio honor.

James Bruce le hizo callar con una mirada reprobadora. Ya tenían suficientes problemas sin necesidad de ponerse también en contra a los militares. Bruce acababa de volar desde Londres a Bahrein en un Concorde; la compañía petrolera que había fletado el
Leviathan
le había trasladado hasta la plataforma. Agotado tras el largo viaje y aturdido por el ruido del helicóptero, le costaba concentrarse en el enfrentamiento verbal que se estaba desarrollando entre el iraní y el Saudita y había solicitado ayuda al sexto hombre presente en la habitación, un inglés, gracias a Dios.

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