El segundo espadachín, que ya acudía, se detuvo en seco. Alatriste tiró hacia atrás para sacar la espada clavada en el primero, que cayó como un fardo, y se encaró con su último enemigo, intentando recobrar el aliento. Las nubes se habían apartado lo suficiente para, al claro de luna, reconocer al italiano.
—Ya estamos parejos —dijo el capitán, entrecortado el resuello.
—Que me place —repuso el otro, reluciente en su cara el destello blanco de una sonrisa. Y aún no había terminado de hablar cuando lanzó una estocada baja y rápida, tan vista y no vista como el ataque de un áspid. El capitán, que bien había estudiado al italiano cuando los dos ingleses, y la esperaba, hurtó el cuerpo, opuso la mano izquierda para eludirla, y el acero enemigo se deslizó en el vacío; aunque, al retroceder, sintió una cuchillada de daga en el dorso de la mano. Confiando en que el italiano no le hubiera cortado ningún tendón, cruzó el brazo derecho con el puño alto y la espada hacia abajo, apartando con un seco tintineo la espada que volvía a la carga en una segunda estocada, tan asombrosa y hábil como la primera. Retrocedió un paso el italiano y de nuevo quedaron quietos uno frente a otro, respirando ruidosamente. La fatiga empezaba a hacer mella en ambos. El capitán movió los dedos de la mano herida, comprobando aliviado que respondían: los tendones estaban intactos. Sentía la sangre gotear lenta y cálida, dedos abajo.
—¿Hay arreglo posible? —preguntó.
El otro estuvo un poco en silencio. Después movió la cabeza.
—No —dijo—. Fuisteis demasiado imprudente la otra noche.
Su voz opaca sonaba cansada, y el capitán imaginó que estaba tan harto de todo aquello como él mismo.
—¿Y ahora?
—Ahora es vuestra cabeza o la mía.
Sobrevino un nuevo silencio. El otro se movió un poco y Alatriste lo hizo también, sin relajar la guardia. Giraron muy despacio el uno ante el otro, midiéndose. Bajo el coleto de búfalo, el capitán notaba la camisa empapada en sudor.
—¿Puedo conocer vuestro nombre?
—No viene al caso.
—Lo ocultáis, pues, como un bellaco.
Sonó la risa áspera del italiano.
—Tal vez. Pero soy un bellaco vivo. Y vos estáis muerto, capitán Alatriste.
—No será esta noche.
El adversario pareció considerar la situación. Le dirigió un vistazo al cuerpo inerte del otro espadachín. Después miró hacia donde yo estaba, aún en el suelo, cerca del tercer esbirro que se removía débilmente en tierra. Debía de estar muy malherido por el pistoletazo, pues lo oíamos gemir en voz baja, pidiendo confesión.
—No —concluyó el italiano—. Creo que tenéis razón. Esta noche no me acomoda.
Dicho esto amagó el gesto de irse, y en el mismo movimiento hizo saltar en su mano izquierda la daga del puño a la hoja, lanzándola con rápida precisión contra el capitán, que la esquivó de milagro.
—Hideputa —masculló Alatriste.
—Voto a Dios —respondió el otro—. No esperaríais que os pidiera licencia.
Después de aquello estuvieron quietos otra vez durante un corto rato, observándose atentos. Al cabo el italiano hizo un pequeño movimiento, Alatriste respondió con otro, y todavía alzaron prudentes las espadas, rozándolas con un leve cling metálico, antes de abatirlas de nuevo.
—Por Belcebú —suspiró al fin roncamente el italiano— que no hay dos sin tres.
Y empezó a caminar hacia atrás sin perderle la cara al capitán, alejándose muy despacio, interpuesto el acero. Sólo al final, casi en la esquina, se decidió a volver la espalda.
—Por cierto —dijo cuando estaba a punto de desaparecer entre las sombras—. Mi nombre es Gualterio Malatesta, ¿lo oís?… Y soy de Palermo… ¡Quiero que lo recordéis bien cuando os mate!
El hombre malherido por el pistoletazo seguía pidiendo confesión. Tenía un gran destrozo en el hombro, y el hueso de la clavícula rota asomaba por la herida, astillado. Iba a tardar poco antes que el Diablo quedara bien servido. Diego Alatriste le echó un vistazo rápido, indiferente, registró su faltriquera como había hecho antes con el muerto, y luego vino hasta mí, arrodillándose a mi lado. No dio las gracias, ni dijo nada de todo lo que se supone debería decir alguien cuando un muchacho de trece años le ha salvado la vida. Sólo preguntó si estaba bien; y cuando respondí que sí, colocóse la espada bajo un brazo y, pasando el otro bajo mis hombros, me ayudó a incorporar. Al hacerlo, el mostacho rozó un instante mi cara, y vi que sus ojos, más claros que nunca a la luz de la luna, me observaban con extraña fijeza, cual si me conociesen por primera vez.
Gimió de nuevo el moribundo, tornando a pedir confesión. Volvióse un instante el capitán, y lo vi reflexionar.
—Llégate a San Andrés —dijo al cabo— y busca a un cura para ese desgraciado.
Lo miré indeciso, pareciéndome adivinar en su rostro una mueca malhumorada y amarga.
—Se llama Ordóñez —añadió—. Lo conozco de Flandes.
Después cogió del suelo las pistolas y echó a andar. Antes de cumplir su orden, fui hasta el guardacantón en busca de la capa, y luego corrí tras él y se la di. La terció sobre el hombro mientras alzaba una mano para tocarme levemente una mejilla, con un roce de afecto desusado en él. Y me seguía mirando como antes, cuando había preguntado si estaba bien. Y yo, entre avergonzado y orgulloso, sentí, en la cara, deslizarse una gota de sangre de su mano herida.
Después de aquella noche toledana hubo unos días de calma. Pero como Diego Alatriste seguía empeñado en no salir de la ciudad ni esconderse, vivíamos en perpetua vigilia, cual si estuviéramos en campana. Mantenerse vivo, descubrí durante esos días, da muchas más fatigas que dejarse morir, y requiere los cinco sentidos. El capitán dormía más de día que de noche, y al menor ruido, un gato en el tejado o un peldaño de madera que crujiese en la escalera, yo me despertaba en mi cama para verlo en camisa, incorporado en la suya con la vizcaína o una pistola en la mano. Tras la escaramuza del Portillo de las Ánimas había intentado mandarme una temporada de vuelta con mi madre, o a casa de algún amigo; pero dije que no pensaba abandonar el campo, que su suerte era la mía, y que si yo había sido capaz de dar dos pistoletazos, igual podía dar otros veinte, si se terciaba. Estado de ánimo que reforcé expresando mi decisión de fugarme, fuera cual fuese el lugar a donde me enviara. Desconozco si Alatriste apreció mi decisión o no lo hizo, pues ya he contado que no era hombre aficionado a expresar sus sentimientos. Pero logré, al menos, que se encogiera de hombros y no volviera a plantear el asunto. Por cierto que al día siguiente encontré sobre mi almohada una buena daga, recién comprada en la calle de los Espaderos: mango damasquinado, cruz de acero y una cuarta larga de hoja de buen temple, fina y con doble filo. Una daga de esas que nuestros abuelos llamaban
de misericordia
, pues con ellas solía rematarse, introduciéndolas por resquicios de la armadura o la celada, a los caballeros caídos en tierra durante un combate. Aquel arma blanca fue la primera que poseí en mi vida; y la conservé con mucho aprecio durante veinte años hasta que un día, en Rocrol, tuve que dejarla clavada entre las junturas del coselete de un francés. Que no es, por cierto, mal fin para una buena daga como ésa.
Mientras nosotros dormíamos con un ojo abierto y recelábamos hasta de nuestras sombras, Madrid ardía en fiestas con la venida del príncipe de Gales, acontecimiento que ya era oficial. Siguieron días de cabalgatas, saraos en el real Alcázar, banquetes, recepciones, máscaras, y una fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor que recuerdo como uno de los espectáculos más lucidos que en su género conoció el Madrid de los Austrias, con los mejores caballeros de la Corte —entre ellos nuestro joven Rey—, corriendo cañas y alanceando toros de Jarama en un alarde de apostura y valor. Ésta de los toros era, como lo sigue siendo hoy en día, fiesta favorita del pueblo de Madrid y de no pocos lugares de España; y el propio Rey y nuestra bella reina Isabel, aunque hija del gran Enrique IV el Bearnés y por tanto francesa, salían muy aficionados. Mi señor el Cuarto Felipe, cual resulta sabido, era galán jinete y buen tirador, aficionado a la caza y a los caballos —una vez perdió uno matando en una sola jornada tres jabalíes con su propia mano—, y así lo inmortalizó en sus lienzos Don Diego Velázquez, igual que en verso hiciéronlo muchos autores y poetas, como Lope, Don Francisco de Quevedo, o Don Pedro Calderón de la Barca en aquella comedia célebre,
La banda y la flor
:
¿Diré qué galán bridón,
calzadas botas y espuelas,
airoso el brazo, la mano
baja, ajustada la rienda,
terciada la capa, el cuerpo
igual y la vista atenta
paseó galán las calles
al estribo de la reina?
Ya he dicho en alguna parte que a sus dieciocho o veinte años nuestro buen Rey era, y lo fue durante mucho tiempo, simpático, mujeriego, gallardo y querido por su pueblo: ese buen y desgraciado pueblo español que siempre consideró a sus reyes los más justos y magnánimos de la tierra, incluso a pesar de que su poderío declinaba, que el reinado del anterior Rey Don Felipe III había sido breve pero funesto en manos de un favorito incompetente y venal, y también pese a que nuestro joven monarca, cumplido caballero pero abúlico e incapaz para los negocios de gobierno, estaba a merced de los aciertos y errores —y hubo más de los segundos que de los primeros— del conde y más tarde duque de Olivares. Mucho ha cambiado desde entonces el pueblo español, o lo que de él queda como tal. Al orgullo y la admiración por sus reyes siguió el menosprecio; al entusiasmo, la acerba crítica; a los sueños de grandeza, la depresión más profunda y el pesimismo general. Recuerdo bien, y creo sucedió durante la fiesta de toros del príncipe de Gales o en alguna posterior, que uno de los animales, por su bravura, no podía ser desjarretado ni reducido; y nadie, ni siquiera las guardias española, borgoñona y tudesca que guarnecían el recinto, osaba acercarse a él. Entonces, desde el balcón de la Casa de la Panadería, nuestro Rey Don Felipe, con tranquilo continente, pidió un arcabuz a uno de los guardias, y sin perder la mesura real ni alterar el semblante con ademanes, lo tomó galán, bajó a la plaza, compuso la capa con brío, requirió el sombrero con despejo, e hizo la puntería de modo que encarar el arma, salir el disparo y morir el toro fue todo uno. El entusiasmo del público se desbordó en aplausos y vítores, y se habló de aquello durante meses, tanto en prosa como en verso: Calderón, Hurtado de Mendoza, Alarcón, Vélez de Guevara, Rojas, Saavedra Fajardo, el propio Don Francisco de Quevedo y todos los que en la Corte eran capaces de mojar una pluma, invocaron a las musas para inmortalizar el lance y adular al monarca, comparándolo ora con Júpiter fulminando el rayo, ora con Teseo matando al toro de Maratón. Recuerdo que el celebrado soneto de Don Francisco empezaba diciendo:
En dar al robador de Europa muerte
de quien eres señor, monarca ibero…
Y hasta el gran Lope escribió, dirigiéndose al cornúpeta liquidado por la mano regia:
Dichosa y desdichada fue tu suerte,
pues, como no te dio razón la vida,
no sabes lo que debes a tu muerte.
Y eso que Lope a tales alturas no necesitaba darle jabón a nadie. Para que vean vuestras mercedes lo que son las cosas, y lo que somos España y los españoles, y cómo aquí se abusó siempre de nuestras buenas gentes, y lo fácil que es ganarlas por su impulso generoso, empujándonos al abismo por maldad o por incompetencia, cuando siempre merecimos mejor suerte. Si Felipe IV se hubiera puesto al frente de los viejos y gloriosos tercios y hubiera recobrado Holanda, vencido a Luis XIII de Francia y a su ministro Richelieu, limpiado el Atlántico de piratas y el mediterráneo de turcos, invadido Inglaterra, izado la cruz de San Andrés en la Torre de Londres y en la Sublime Puerta, no habría despertado tanto entusiasmo entre sus súbditos como el hecho de matar un toro con personal donaire… ¡Cuán distinto de aquel otro Felipe Cuarto que yo mismo habría de escoltar treinta años después, viudo y con hijos muertos o enclenques y degenerados, en lenta comitiva a través de una España desierta, devastada por las guerras, el hambre y la miseria, tibiamente vitoreado por los pocos infelices campesinos que aún quedaban para acercarse al borde del camino! Enlutado, envejecido, cabizbajo, rumbo a la frontera del Bidasoa para consumar la humillación de entregar a su hija en matrimonio a un Rey francés, y firmar así el acta de defunción de aquella infeliz España a la que había llevado al desastre, gastando el oro y la plata de América en festejos vanos, en enriquecer a funcionarios, clérigos, nobles y validos corruptos, y en llenar con tumbas de hombres valientes los campos de batalla de medía Europa.
Pero de nada aprovecha adelantar años ni acontecimientos. El tiempo que relato aún estaba lejos de tan funesto futuro, y Madrid era todavía la capital de las Españas y del mundo. Aquellos días, como las semanas que siguieron y los meses que duró el noviazgo de nuestra infanta María con el príncipe de Gales, los pasó la Villa y Corte en festejos de toda suerte, con las más lindas damas y los más gentiles caballeros luciéndose con la familia real y su ilustre invitado en rúas de la calle Mayor y el Prado, o en elegantes paseos por los jardines del Alcázar, la fuente del Acero y los pinares de la Casa de Campo. Respetando, naturalmente, las reglas más estrictas de etiqueta y decoro entre los novios, a quienes no se dejaba solos ni un momento, y siempre —para desesperación del fogoso doncel— se veían vigilados por una nube de mayordomos y dueñas. Ajenos a la sorda lucha diplomática que se libraba en las chancillerías a favor o en contra del enlace, la nobleza y el pueblo de Madrid rivalizaban en homenaje al heredero de Inglaterra y al séquito de compatriotas que, poco a poco, fue reuniéndosele en la Corte. Decíase en los mentideros de la ciudad que la infanta estaba en trance de aprender la parla inglesa; e incluso que el propio Carlos estudiaba con teólogos la doctrina católica, a fin de abrazar la verdadera fe. Nada más lejos esto último de la realidad, como pudo comprobarse más tarde. Pero en el momento, y en tal clima de buena voluntad, esos rumores, amén de la apostura, comedimiento y buenas trazas del joven pretendiente, acrecentaron su popularidad. Algo que más tarde animaría a disculpar los desplantes y caprichos de Buckingham, quien, según fue ganando confianza —acababa de ser nombrado duque por su Rey Jacobo—, y tanto él como Carlos comprendieron que lo del matrimonio iba a ser arduo y para largo, desveló un antipático talante de joven favorito, malcriado y lleno de arrogancia frívola. Algo que a duras penas toleraban los graves hidalgos españoles, sobre todo en tres cuestiones que a la sazón eran sagradas: protocolo, religión y mujeres. A qué punto no llegaría con el tiempo Buckingham en sus desaires, que sólo la hospitalidad y buena crianza de nuestros gentiles hombres evitó, en más de una ocasión, que algún guante cruzara la cara del inglés en respuesta a una insolencia, antes de resolver la cuestión del modo adecuado, con padrinos y a espada, en un amanecer cualquiera del Prado de los Jerónimos o la Puerta de la Vega. En cuanto al conde de Olivares, sus relaciones con Buckingham fueron de mal en peor tras los primeros días de obligada cortesía política, y eso tuvo a la larga, cuando se deshizo el compromiso, funestas consecuencias para los intereses de España. Ahora que han pasado los años me pregunto si no hubiera hecho mejor Diego Alatriste en agujerearle la piel al inglés aquella famosa noche, a pesar de sus escrúpulos, por muy gallardo que se hubiera mostrado el maldito hereje. Pero quién lo iba a decir. De todas formas ya le ajustaron las cuentas al amigo Villiers más tarde en su propia tierra; cuando un oficial puritano llamado Felton, dicen que incitado por una tal Milady de Winter, lo puso mirando a Triana dándole más puñaladas en las asaduras que oremus tiene un misal.